viernes, noviembre 30, 2007

SuperLudwig

La otra noche coincidió que vi en la tele, en el concurso de las supermodelos, cómo les hacían a todas un cambio radical de look capilar. Entraban al peluquero con una venda en los ojos y luego descubrían, muy sorprendidas e invariablemente chillando –porque las supermodelos novatas expresan todos sus estados de ánimo con el mismo chillido histérico, más propio de una hiena en celo que de una personita- su nuevo aspecto. Una de ellas, la que más gracia me hizo, se quedó notablemente perpleja y visiblemente indignada: pero yo no quería tener el pelo corto, dijo, yo, luchando por tenerlo largo tantos años y ahora me lo cortan, dijo, y este color..., dijo, y la presentadora: ¿no querías ser una rubia de bote, verdad? ¿Es eso? Ten en cuenta que hay muy pocas rubias naturales. Y entonces ella lloró. Se rompió la presa precaria que contenía sus lágrimas y la chica lloró. Desconsoladamente, como un niño abandonado, como la madre de un desaparecido. No crean, anyway, que yo veo la tele habitualmente, reitero que lo vi por casualidad, porque la gente como yo solo ve en la tele los debates, los documentales y las noticias, y eso si hay suerte ¿Me creen? ¿Eh? ¿Me creen? El caso es que mientras ocurría esta coincidencia cósmica que me hacía presenciar atónito tan bizarro espectáculo, tenía entre mis manos el Tratactus Logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Wittgenstein me fascina por varias razones: por su excéntrica biografía, por su estricta filosofía, por ese carácter mítico que hizo que todos los que le conocieron le creyeran el mayor genio de la historia de la filosofía desde el mismísimo Platón; pero sobretodo por esa mirada perdida y lunática que muestra en todas las fotos, como si estuviésemos ante la imagen de un hombre que se hubiera extraviado para siempre en los tortuosos caminos del pensamiento más abstracto y con la mayor vehemencia posible, un psicópata al fin y al cabo, un psicópata de la filosofía analítica que ya estaba más en otro mundo que en este donde vivimos los demás mortales viendo la tele. El Tratactus es una obra que muy pocos comprenden. Yo, claro está, tampoco lo hago, pero a veces paso largos ratos –cuando echan Supermodelo, por ejemplo- hechizado por esas sentencias numeradas cual teoremas y corolarios en las que con un lenguaje parco, preciso y a la vez enrevesado, trata –y consigue, según él- de resolver todos los problemas de la filosofía. A veces encuentro algo de luz en un pasaje, entiendo algo aquí o allá, algo que hace sentido entre la oscuridad de sus sentencias, y entonces siento el vértigo de aproximarme al pensamiento de este hombre arrebatado y genial. El libro, dicen, trata sobre la naturaleza del lenguaje y el autor se topa con la dificultad de analizar el lenguaje con el propio lenguaje y sin poder salirse de él, problema que me recuerda al de entender la mente mediante la propia mente, o al teorema de Gödel del que hablaré más prolijamente otro día o tal vez no. En el texto construye su teoría palmo a palmo, y al final descubre que su razonamiento no sirve: el que haya entendido deberá quedarse con la luz al final del camino y olvidar el propio camino -todo el libro, su único libro en vida-, como alguien que ha subido por una escalera al conocimiento y después se ve instado a tirar la escalera y quedarse allá arriba ya para siempre. Y esto es hermoso y raro y quisiera poder hacerlo, tirar la escalera, quedarme cegado por la luz, allá arriba, conociendo. En la ultima frase declara que ha dicho todo lo que se podía decir del mundo, en esas pocas páginas se contiene todo. Lo demás, que también existe, es inexpresable – se trata del misticismo, la metafísica, lo que no abrazan nuestras tristes palabras- y la frase final reza: de lo que no se puede hablar, mejor callar. Pensé entonces de nuevo en la aprendiza de supermodelo a la que la habían cortado el pelo tan corto después de tantos años de barbecho, en ese horrible tinte de furcia rubia de bote, y me la imagine al final de la escalera de Wittgenstein, haciendo todo el camino y tirando después la escalera, sin marcha atrás ya, pues el pelo no se puede estirar, no se puede sacar del cráneo más de lo que hay –excepto en ciertas muñecas y juguetes de Play Doh- y ese tinte la acompañaría ya quién sabe por cuánto tiempo y sentí pena y horror y dije, aún cuando no había nadie allí, en la penumbra amarilla del salón, para escucharme, dije con voz baja y herida: joder, pobre chavala.

lunes, noviembre 26, 2007


tú querías ser Arthur Rimbaud.
poner color a las vocales.
recibir la bala de Verlaine. arañar con tus dulces zarpas
las almas de la burguesía. y huir con toda la gloria.
a los diecinueve años. con la carne aún blanca
y blanda. y la sensibilidad extenuada.
cagándote en Dios, ciego de absenta y láudano.

tú querías ser Guy Debord.
derrumbar la sociedad como objetivo. destruir
el Espectáculo y hacer de la vida cotidiana una revuelta.
buscar, debajo de cada adoquín, una playa. al final
sentir el hierro negro, frío y pesado contra tu paladar,
apretar entonces el gatillo. a los sesenta y tantos.
arruinado por el alcohol, ya casi muerto.

tú querías ser Johnny Rotten.
Dios Salve a la Reina. en los escenarios
de toda Inglaterra, manifestaciones puritanas
a las puertas de los bares.
me importa un cojón: Sid y Nancy consumidos con la droga
y ningún futuro para nadie. los dientes verdes
y un lugar de honor en la historia del (punk) rock.

querías agarrar la Tierra con los dedos.
hacerla retumbar contra los Cielos.


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En la imagen el Autor - ¿o debería de decir curita?- somnoliento.

jueves, noviembre 22, 2007

Premio!

Pues sí, la semana pasada me concedieron el tercer premio del I Certamen de Relato Corto de Renfe. La ceremonia se celebró en un tren de cercanías vacío en el que los tres ganadores leímos nuestras obrillas y recibimos un dinerito y un diploma de la mano del ínclito Javier Reverte. La cosa tuvo su gracia pues el trayecto cubierto por nuestro extraordinario convoy literario fue Atocha-Príncipe Pío, viaje que dura unos diez minutos si se hace en línea recta, pero que duró casi una hora dada la vuelta completa a la ciudad –por el norte- que dimos. Le comenté jocosamente este hecho a un jerifalte de Renfe en el vino español que se ofreció después, en una disco del centro comercial de Príncipe Pío, cómo siendo de Renfe no se habían dado cuenta que el camino más corto era otro, el barbudo señor no pilló mi ironía y se ofendió un poco, aunque más tarde me regaló un billete para volver a casa (¡). También me regalaron, at least, dos entradas para el Tren de Cervantes, que te lleva a Alcalá de henares de visita turísticas y gastronómica y que va lleno de simpáticos actores vestidos de época. Lo mejor del asunto es que colgarán los relatos en los trenes de cercanías para que los viajeros aburridos se entretengan.

Aquí va el microrrelato que envié y, de oferta, otro que no envié pero que me gusta más.

Delicias-Méndez Álvaro. Duración del viaje dos minutos treinta. En la ventana fábricas abandonadas, naves industriales, bloques de edificios en ladrillo visto, chimeneas. Rachid, 34, obrero de la construcción, se sienta, cansado después del trabajo. Deja su mochila en el suelo, cerca de su pierna. Matilde, 41, secretaria, mira asustada la mochila. Ramón, 67, jubilado, mira alternativamente a Rachid y a esa mochila. Nuria, 24, estudiante de Económicas, desea llegar cuanto antes a la próxima parada. Llegada a Méndez Álvaro. Rachid coge la mochila, se va a casa, le queda otro trasbordo. Matilde, Ramón, Nuria, se sienten un poco tontos.

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Cruza el tren la ciudad que se deshace lentamente. Él tiene 32 y ella no pasa de los 20. Él ve por la ventana: polígonos, bloques, fábricas abandonadas, ella va a fumar al baño. A la vuelta él y ella se cruzan la mirada. Ella va sentada enfrente, él también, según se mire. Ella juega con su móvil, él la mira de reojo, levanta ella la mirada, él, interceptado, abre el periódico. El tren se para. Ella se baja. Él ve como se aleja. Ella no se da la vuelta. El tren se va, como otras veces.

Salud.

Una foto del Autor leyendo el relato junto al Sr. Reverte aquí, en un diario digital.

lunes, noviembre 19, 2007

Enemigo

Apenas levantan un metro cincuenta del suelo y, sin embargo, ellas son el Enemigo. Los domingos por la tarde pisan fuerte la escalera de la iglesia aferrandose a su bolso mientras rebuscan algo de limosna para los mendigos de la puerta. Son altivas a pesar del cuerpo de botijo, lucen pelo corto y teñido de colores a veces imposibles. Tienen la certeza de estar en lo correcto en todo lo que dicen y en todo lo que piensan, si es que piensan y no solo repiten. A su espalda queda el párroco recogiéndose en la sacristía, orgulloso de todo lo que poco antes sermoneó desde los púlpitos

ayudad a los más desfavorecidos.
amad al prójimo.
echad pasta en el cepillo (y en la máquina automática de velas).


Ellas a su vez adoctrinan a sus nietos con palabras de la Biblia

ofreced la otra mejilla.
lo valioso es dar cuando no tienes, no cuando te sobra.
es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de lo Cielos.

Y los niños, antes de dormir, escuchan atentos y asombrados las vivencias del judío galileo. Y a veces, los más listos, plantean el dilema que ninguna abuela se atreve a resolver: pero abuela, Jesús era un jipi, ¿verdad?, con ese pelo largo y predicando el comunismo.

Los domingos por la tarde van del templo a la confitería como un grupo de gallinas. Toman chocolate y el pastel más caro, tratando de disimular que tienen una pensión de mierda, dando a entender que jamás entrarán en el Reino de los Cielos (al menos no antes que el camello por el ojo de la aguja). Y allí cotorrean sobre Elena, la hija de Paquita, que parece una putilla, sobre Jorge que yo creo que se droga, y los nuevos inquilinos del cuarto que son -seguro- terroristas. Sobre tanto marica que se casa y sobre la desmembración de España. Cada cuatro años dan su voto a la derecha que ya está bien de tanto moro que llega a nuestras tierras.

Ayuda a los desfavorecidos, ama al prójimo como a tí mismo: mentiras al igual que democracia y socialismo. Las viejas que salen de misa, ellas son el Enemigo, que si ahora apareciera Jesucristo les faltaría tiempo para escupir en su camino.

lunes, noviembre 12, 2007

Que era mar y mano al mismo tiempo y me mecía,
más arriba, más abajo, donde no podía tocarme,
donde el dolor, donde la herida que se abre cómo un pétalo
que huele a miel pero es veneno.
Que era muerte y Dios y cielo al mismo tiempo
línea de horizonte e infinito,
huracán y suave brisa,
y yo era escoria, desecho, despojo, desperdicio,
residuo de un hombre suplicante de rodillas,
títere vencido, pelele, marioneta.
Pero a veces me hacía creer que yo era bueno,
que había algo en mí que era valioso,
para luego mostrarme la verdad obscena:
que ella era sucesivamente el mundo
y yo era cada vez menos,
nada más que mugre entre sus dedos.

martes, noviembre 06, 2007

Memoria

Diciembre del 39. Fausto es fusilado. Los cargos: rojo, sedicioso, revolucionario, leal a la República. Al igual que otros miles de personas. En consejos de guerra ilegítimos donde las sentencias ya estaban dictadas de antemano. Franco Franco Franco. En la fachada de los ayuntamientos. El águila, el yugo, las flechas. Un colosal mausoleo para los caídos por Dios y por España. Y una gran cruz de madera. El Cielo estaba de su parte. A Fausto, en cambio, le fusilaron de madrugada. Junto a otros 16 hombres. Contra el muro del cementerio. No hubo Dios que los salvase. Ni misericordia alguna. Aurora, su hija, pudo saber donde se hallaba su cuerpo enterrado. En una fosa común. En una cuneta. En un país cuyas cunetas esconden miles de cuerpos. La vergüenza oculta al borde de las carreteras comarcales. Envuelta en el silencio. Uno de los hombres que cavó la fosa de Fausto, amigo de la familia, le dijo a Aurora dónde yacían sus restos. Cual era el lugar exacto. Al reabrir la fosa se encontraron los cuerpos de todos los hombres. Incluso niños. Sus esqueletos en todo tipo de posturas. Habían sido arrojados sin cuidado. Como escombro. Lo más difícil fue identificar a qué cuerpo correspondía cada hueso. Quién era el dueño de cada costilla. De cada vértebra. Antes de ser fusilado su mujer le preguntó a Fausto cómo le reconocerían. Pues le iban a enterrar en una fosa común. Fausto dijo que se ataría un cordel en el tobillo. Cuando el tiempo eliminase la carne pútrida y el hueso quedase desnudo, aún estaría allí el cordel que le identificaría. Así fue. Un cordel alrededor de un fémur fue la pista que dio con los restos óseos de Fausto. Cuando a Aurora, octogenaria, le fue entregado el cráneo de su padre, ella beso su dentadura. Dijo sentir un gran sosiego. La paz que por fin la embargaba. Abrazando el esqueleto de su padre. Setenta años después.