miércoles, febrero 20, 2013

¿Por qué dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy?



 Cuelgo aquí este texto originalmente publicado en la edición impresa de la revista Yorokobu, para su disfrute en la red, ya que la revista no lo publica online. 
 

Me ha costado mucho escribir este artículo. Al principio tenía varias semanas por delante para prepararlo. “Me iré documentando con calma”, me decía, pero cada día encontraba una cosa mejor que hacer: total, todavía quedaba tiempo. Así hice algunos arreglos en casa que tenía pendientes hace tiempo, fregué varias docenas de platos sucios y crucé la ciudad en varias ocasiones para realizar gestiones administrativas bastante infernales. Todo ello fue bastante productivo, pero el artículo seguía parado, sin avanzar, sin comenzar siquiera. ¿Qué me pasa?, pensé, qué raro. Me di cuenta, entonces, de que estaba procrastinando, que es el horrible palabro para la horrible costumbre de dejar para mañana lo que podemos hacer hoy. Es decir: estaba siendo víctima de la actitud mental malsana sobre la que tenía que escribir. Estaba preso de mi artículo y yo mismo era mi objeto de estudio. Por lo demás, la procrastinación no era nada nuevo para mí, como no lo es para ningún ser humano.

Busqué a un especialista para que me explicara por qué ocurre este fenómeno y localicé a Juan Francisco Díaz-Morales, profesor titular de la facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid,  al que por cierto, tardé varios días en telefonear porque siempre encontraba algo más urgente (o menos, pero más placentero) que hacer. ¿Qué me pasa?, le dije. “Definimos procrastinación como la tendencia a posponer el inicio o finalización de las tareas”, me explicó, “tendencia que genera sentimientos de inquitud, nerviosismo o abatimiento. Hasta que no se aproxima fatídicamente la fecha límite para realizarlas no nos ponemos con ellas. A veces resolvemos bien la papeleta, pero otras veces no”. Los psicólogos dicen que no hay que confundir esto con la postergación racional de una actividad cuando se impone otra más importante. Eso es muy normal y muy recomendable. Al contrario, el procrastinador suele distraerse en otras tareas irrelevantes, pero que ofrecen una satisfacción inmediata y no a largo plazo: un videojuego, ir a la nevera, las redes sociales, fumar un cigarrillo: estamos rodeados. “Hay tres tipos de procrastinadores”, continúa Díaz-Morales, “los que procrastinan por miedo a hacerlo mal, los que lo hacen por pura indecisión y los que no encuentran la motivación necesaria hasta que no le ven las orejas al loro”. El que firma esto se identifica especialmente con el tercer caso: hasta que no faltaban unos días para la entrega de este texto no sentí esa tensión creativa que me llevó a ponerme a ello con decisión y sin medias tintas.

Seguro que usted ha procrastinado alguna vez. Bien, no se preocupe, todos lo hacemos. Por ejemplo, el Dr. Díaz-Morales confiesa que él mismo, estudioso del asunto, deja muchas veces para más adelante tareas como hacer la compra o hacer reparaciones en casa. En casa de herrero, cuchillo de palo. Explica el profesor que en muchos países hay en torno al 14% tendente a la procrastinación. Y seguro que usted alguna vez ha bromeado con el asunto. Pero, lo cierto, es que puede tener consecuencias muy serias: si uno procrastina en el trabajo y es de los que no acaba con éxito sus tareas en el sprint final, puede ser despedido. Mucha gente ha procrastinado a la hora de hacerse chequeos médicos y ha sido diagnosticado de enfermedades como cáncer o sida cuando ya era demasiado tarde. El Dr. Piers Steel estima que la procrastinación tiene un coste económico al año en EE UU de 1,2 billones de dólares, y tiene claro que esta estimación es muy baja para el coste real que se produce.

Además hay casos extremos como los de los procrastinadores crónicos, que lo son de manera patológica en casi todos los ámbitos de su vida. Relata el Dr. Steel en su recomendable libro Procrastinación (DeBolsillo) el caso del poeta romántico inglés Samuel Colerigde que arruinó su existencia por su fortísima tendencia a dejar las cosas para otro momento: no contestaba las cartas, no cumplía sus plazos de entrega y se eternizaba en acabar sus poemas. Para colmo era adicto al opio, que era una de sus distracciones favoritas. Uno de sus más célebres poemas, el Kubla Khan, inspirado por el sueño del laúdano, en vez de los entre 200 y 300 versos que el poeta preveía, solo tiene 54. “Su existencia se convirtió en una sordidez de procrastinación, excusas, mentiras, deudas, degradación y fracaso”, según escribió Molly Lefebure. Y acabó triste, solo, y perseguido por sus acreedores.

Hoy en día, los procrastinadores por antonomasia son los estudiantes universitarios, que los psicólogos estudian, incluso, como un grupo aparte al resto de la población debido a su carácter intrínsecamente postergador. Si usted ha sido estudiante, lo entenderá a la perfección: es el momento de la vida en el que se combina la libertad del adulto con la falta de responsabilidades del menor y los objetivos a largo plazo como exámenes y trabajos… El cóctel procrastinador perfecto.

Pero ¿por qué procrastinamos? Cuenta en su libro Piers Steel que probablemente se trate de un asunto de la evolución: los seres humanos somos iguales a como éramos hace muchos miles de años y nuestras preocupaciones eran siempre inmediatas: comer, dormir, escapar del depredador, reproducirnos. Entre los animales no hay plazos de entrega, informes de fin de ejercicio, ni ningún tipo de tarea a largo plazo, todo lo se hace se hace en el instante. Y estamos programados para actuar y obtener la recompensa en el instante. Por eso preferimos distraernos con cualquier cosa que nos dé satisfacción rápida (y cada vez hay más distracciones que nos bombardean desde todos los ángulos) que embarcarnos en un trabajo laborioso que nos será pagado o recompensado dentro de bastante tiempo. Aunque esta teoría no es compartida totalmente por toda la comunidad científica.

Afortunadamente, existen múltiples terapias y estrategias para la gestión del tiempo que pueden ayudarnos a dejar de procrastinar (pero ya las contaremos otro día…) Y afortunadamente, cuando la fecha de entrega se atisbaba ya en el horizonte, como digo, y me empezaban a llamar de Yorokobu, dediqué todos mis esfuerzos a este artículo y este es el resultado, que creo que no ha quedado tan mal. Ahora mismo son las seis de la mañana del día antes de la entrega, tengo el cenicero lleno de colillas, profundas ojeras, y he tomados seis cafés. Espero que al menos hayan leído hasta aquí y no lo hayan dejado para otro momento venidero.

martes, febrero 12, 2013

Uralita



 El primer día, cuando me asomé a sacudir el mantel lleno de migas en el patio de luces, escuché el fuerte sonido metálico de algo que chocaba contra el techo de uralita del taller mecánico de abajo. Se había caído el mando a distancia de la tele, que viajaba oculto entre los pliegues del mantel, y ahora no éramos capaces de recuperarlo. No podríamos ver la televisión hasta que compráramos otro (eso fue un par de días después). Aunque hacía un incómodo frío otoñal y soplaba algo de viento que mordía el cuello, nos quedamos allí un buen rato, en silencio, mirando el mando distancia que estaba perdido allá abajo, entre algunas colillas y algunas hojas secas que el viento había arrastrado desde el parque de al lado.

Los días siguientes siguieron cayendo cosas, plásticos, botellas, algún viejo candelabro. Una mañana apareció allá abajo, con gran alboroto, una vetusta mecedora que debía de pertenecer a la vieja que vivía en el quinto. Una noche, al volver del supermercado (anochecía pronto entonces), nos encontramos, entre los otros objetos, la pantalla de un ordenador obsoleto, con el cristal partido. Siempre nos quedábamos un rato, en perfecto silencio, mirando las cosas que iban cayendo en el patio de luces (tuercas cubiertas de herrumbre, pilas de nueve voltios, turistas despistados), hasta que no quedaba ya más luz entre aquellas paredes de ladrillo.

Llegó el invierno y desde la ventana de la cocina, cuando tomábamos el té vespertino y tú intentabas aprender a tejer, seguíamos viendo las cosas que caían: postes eléctricos, viejos candiles, pequeños animales muertos. Un álbum de fotos familiar amarilleado por el tiempo con el rostro de personas que no creíamos que viviesen en nuestro edificio, o que ya no estaban vivas.

Después de Navidad, un domingo plomizo en el que el mundo permanecía en estricto silencio, oímos el estruendo más grave. Era una ballena negra enorme que se había quedado varada en el patio de luces, sobre la uralita, con dos gaviotas posadas encima. Se fue a morir muy lejos, nos dijimos.

Después volvíamos callados a la cocina y nunca sabíamos explicar lo que nos pasaba. Aquel patio de luces arrastraba la vida y, a veces, nos dejaba solos.



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Inspirado en el poema Crecida, de Berta Piñán

martes, febrero 05, 2013

Rajoy es de peluche



 Yo siempre quiero abrazarle. Me enternece su húmeda dicción y la encantadora forma en la que alarga las eses. Su verbo florido y cervantino, esa barba que va caneando y que, dicen, esconde cicatrices de otros tiempos. Mariano Rajoy, imagino, siempre tiene sus candorosos labios húmedos y apuesto a que, en las ruedas de prensa, alcanza a los periodistas de la primera fila con las gotas que salen de su párvula boca, que siendo tan niño me enseñó a besar. Por eso muchas veces no acepta periodistas, porque no se hizo para ellos la ambrosía. Quien pudiera estar allí y recibir sus sabios y salados perdigones.

A veces, en mis noches más tristes, fantaseo con ir a Pontevedra y, tras un pantagruélico banquete, lubina y nécoras, fumarme un puro con él y beber un chupito de hierbas, y escuchar sus chistes de señorón de provincias y sentirme un poco más cerca. Imagino que me rodea con sus brazos, como un árbol milenario, y suspiro en mi soledad. Cuando le veo por la tele, entristezco, él y yo, tan lejos, yo en mi minipiso, él en la Moncloa, yo en el freelancismo, él con su pensión vitalicia. Por qué saliste del pueblo, Mariano, por qué...

Porque yo, con Mariano, me siento pequeño como el más pequeño de los garbanzos, más chiquito que un grano de avena, porque él sacó con duro esfuerzo unas opos y fue registrador de la propiedad a los tiernos 23 (él nunca necesito meterse en el partido para amasar riqueza…) Regístrame, Mariano, regístrame bien, que soy un indocumentado de la vida, que voy por ahí perdido, como un viento raro, como un moco. Gobierna España.

Mariano, sé mi peluche como lo eres de esa Angela, la pelandrusca, que no soporto verte cuando la visitas en Berlín. ¿Acaso no te sirvo? Permanece en mi cama esperando la noche, no queda otro remedio, con los brazos bien cálidos y los ojos bien abiertos.