domingo, diciembre 28, 2014

Las nadas de nada, las legañas

Oviedo es pequeño, pero no tanto, y como vivo desquiciado por los nervios, y aprovechando que ahora anochece pronto, salí a dar un paseo por algunos lugares de la ciudad que ni siquiera recordaba que conocía. Pensamos que las ciudades son nuestras, pero en realidad es al contrario: nosotros somos suyos, sus peleles, sus legañas, sus nadas de nada. Pasamos, vivimos nuestras efímeras existencias en ellas, pero luego ahí siguen, igual que estaban antes de que nosotros llegáramos. A mi me extraña que las ciudades no se derrumben si yo no estoy en ellas, de igual manera que me extraña que haya personas que no sean yo mismo. Pero el mundo existe, y vaya si existe.

Pasé por delante de la facultad de ciencias, dentro de cuyas aulas sufrí y sobreviví los dos primeros cursos de carrera: ahí aprendí, con el pelo teñido de colores, algunas cosas que ya he olvidado como resolver ecuaciones diferenciales o los misterios de la mecánica cuántica. Pasé por delante de la librería donde compre aquellos cuatro tomos de cuentos de Córtazar en Alianza Editorial y del solar donde estaba el bar en al que nos gustaba ir los viernes a beber kalimotxo. Pasé delante del colegio donde mi madre empezó a impartir clases de danza o detrás del edificio donde supe por vez primera cómo huele la marihuana.

Pasée buscando las esquinas y evitando la mirada de la gente, porque no quería encontrarme con ningún conocido (cosa bastante probable en Oviedo) y explicar por qué andaba tan lejos de casa, en Navidad, sin motivo, tratando de escapar del clavo en el entrecejo y el puercoespín en el estómago. Llevaba capucha porque llovía, por supuesto, y caminar bajo la lluvia es una de las cosas más tristes que puede hacer un hombre solo. Porque hay momentos en los que uno se encuentra tan cosmológicamente solo que piensa que si viniese un dios iracundo y lo pisase con su bota vengativa y lo dejase aplastado contra el suelo como un chicle de fresa gastado, a nadie le importaría y ni siquiera saldría en la sección de sucesos de la prensa regional. Porque hay momentos en los que uno está tan apocalípticamente solo ante la apisonadora del tiempo y el muro de la realidad que piensa, ay, ya está, para qué más.