miércoles, diciembre 22, 2010

Musgo




Los libros se van extendiendo como musgo, van conquistando cada vez más espacio del cuarto como un ejército silencioso que toma posiciones, descansa, se rearma, y vuelve al ataque, tomando ahora la enésima balda, la postura más inestable, más tarde la mesilla de noche, formando luego una columna en una esquina olvidada, ganándole la posición a las litronas vacías y a la ropa sucia, columnas, hileras, montones de libros: tratados de ciencia, joven novela española, los ensayos de Montaigne orgullosos y entrados en carnes contrastando con la delgadez de los poetas que escribieron poco y murieron jóvenes pero perduraron mucho, como Jaime Gil de Biedma, como Arthur Rimbaud, que por las noches susurra y revolotea su aliento de absenta por el cuarto. Algunos de estos libros invasores los he leído, otros solo los he hojeado, con otros aún no he tenido la oportunidad; sé que muchos, tal vez la mayoría, jamás los leeré, pero ahí están, los sábados de madrugada observo sus lomos mientras duermen y me hablan de otros tiempos, cuándo llegaron a mis manos y a través de qué persona o qué editorial o qué carambola del destino. Pago cada mes no sé cuantos euros de alquiler por no sé cuántos metros cúbicos de vivienda (seguro que demasiados) rellenos de papel impreso que encierra la voz de gente que está en otro sitio o que ya se está pudriendo bajo tierra. Pienso, mientras asustado observo su proliferación desde debajo de la manta, que algún día tendré que dejar este cuarto y esta casa porque ellos seguirán avanzando despiadados, sin ningún miramiento, hasta echarme fuera con sus letras. Yo, como quien pone un pisito a su amante en la Gran Vía, les seguiré pagando el alquiler desde lejos, tal vez desde debajo de un puente, envuelto en periódicos, leyendo, antes de dormir, la publicidad del Media Markt.

lunes, diciembre 13, 2010

El zen y el arte de la seguridad privada



Pues ahora nos toca esto: este Madrid plomizo y despeinado, cruzado de gente despistada ante la lluvia: ¿qué coño es este agua que cae del cielo?, parecen preguntarse. Esta mañana, paseando por un barrio semiperiférico (Acacias) el panorama no podía ser más desasosegante, aquel tiempo turbio diluido entre la tristeza propia de los bloques de viviendas de ladrillo visto y toldos verde oscuro estilo Levante Español (por ejemplo Alicante, cuna de serial killers). Por ahí vi a mucha gente sola, sobre todo vieja, mirando a no sé dónde a través de la fina lluvia. ¿Quiénes son estas personas que vagan solitarias por las calles solitarias? ¿Serán fantasmas del más allá que cumplen su condena infernal paseando por estos sitios tan lúgubres, habitados por adolescentes con anorak que salen del instituto y destartalados parques de extrarradio de grava y metal? Yo creo que sí: ya dije alguna vez que en Madrid hay varios puntos de contacto entre el más allá y el más acá: las cafeterías de El Corte Inglés. En ellas se reúnen a merendar las ancianas que están a punto de morir y las que acaban de morir recientemente y aun no están integradas en el Infierno, para cotillear un poco. Una vez, incluso, vi a mi difunto padre en la de Callao tomándose un gin tonic. La pregunta es si las tortitas con nata que sirven son terrenales o supraterrenales, supongo que será cuestión de gusto.

¿Y los guardias de seguridad?, me pregunté en el Opencor de Acacias. ¿Son espíritus o carne mortal y hueso? Un curro difícil este, gente humilde y sencilla que tiene que conocer de primera mano el Mal, el Sistema, pasar al otro lado, denunciar a sus compañeros de clase (social, digo, no de escuela) ante las empresas multinacionales. Para ser segurata, como para ser guarda de sala en un museo, más vale ser un maestro Zen y controlar la meditación trascendental, si no, no me lo explico. ¿Cómo aguantan ocho horas de pie sin hacer nada? ¿Ponen la mente en blanco? Estoy seguro de que muchos han elaborado en silencio complejos sistemas filosóficos que algún día la humanidad conocerá sobrecogida. ¡Eh, se mira el cuadro desde detrás de la línea!

Por eso los seguratas siempre se extralimitan en sus tareas: recogen las bandejas sucias que deja la gente en el Burger King, recomiendan libros en la librería de El Corte Inglés, guían a compradores despistados en el Carrefour. ¡Ese aburrimiento es una tortura guantanamera! Hay uno que deberían conocer en Lacasaencendida. Trabaja guardando las exposiciones de arte contemporáneo enfundado en su uniforme marrón, siempre solo en insoportables salas donde hay luces estroboscópicas, extraños ruidos a volumen rompetímpanos y proyecciones aún más extrañas. Tiene una poca bastante de pluma. Para entretenerse recibe al personal dándoles el folleto y se ofrece para una visita guiada amateur (“si tienen alguna duda yo les explico”) que todo el mundo rechaza (“este tío está loco”), pero que todo el mundo acaba por escuchar porque el tío se entromete. Y lo hace de puta madre, el tio: yo he comprendido muchas cosas de las que se exponen gracias a él (se poner cara de entender lo que se expone o se inaugura o se presenta aunque no lo entienda, es fundamental en mi curro). Mi madre incluso le preguntó si había estudiado Historia del Arte o algo. “No”, dijo él visiblemente emocionado, “pero me gusta mucho”.

jueves, diciembre 09, 2010

San John Lennon y las tetas gordas



Yo soy de los que opinan que el gusto de los varones heterosexuales por ciertos atributos de las mujeres es un grado de su primitividad: los grandes senos (lo que científicamente se denominan tetorras) y las caderas anchas, son preferidos por gran parte de la población masculina sin duda por la ventaja reproductiva que suponen: más espacio para albergar a la cría, más espacio para las mamas, más eficacia a la hora de multiplicarse. Le decía a mí madre que como a mí me gustan las hembras más chupaítas(decía mi amigo Isra que yo tenía preferencia por las anoréxicas, con cara de yonki y el pelo cortado hachazos. Con esto último se refería al peinado Inditex), soy un hombre más evolucionado porque primo otros valores civilizatorios que la mera reproducción de la especie. Me sitúo lejos de la jungla y las tetorras, y cerca de la civilización y la cultura, el progreso, el bienestar, la justicia, eso que diferencia, o debería diferenciar, al hombre de la bestia. Por eso también me sitúo lejos del liberalismo selvático (verbigracia: Esperanza Aguirre), donde todo vale y se espera que, abracadabra, todo encaje como debiera, y cerca de la ilustrada izquierda que es a Espe, en esto de lo político, lo mismo que yo a los admiradores de la chica de la contraportada del As. Mi madre me dijo: sí, es que hay mucho primate suelto.

Después colgué y me fijé que en el informativo de la tele estaban recordando el aniversario de la muerte San John Lennon. Salía Yoko Ono, algunos amigos del finado, pero, sobre todo, el cirujano que lo atendió cuando ingresó cadáver en el hospital, fulminado por cinco tiros a bocajarro en la puerta de su casa. Este señor canoso y de estupenda dicción, pese a ser estadounidense, explicó que, como no le quedaba otra, le abrió el pecho a Lennon y le masajeo el corazón directamente con la mano, a ver si así había manera de resucitarle.

No conocía esta técnica médica, pero desde de ahora es mi técnica médica poética favorita. Lo del desfibrilador ya me llamaba la atención, devolver la vida con un gran chispazo en el pecho, de hecho lo incluí en algún verso, pero esto de meter la mano en el tórax y acariciar el corazón me recuerda a un poema de Luis Rosales en La casa encendida (el libro, no el centro cultural madrileño) que era algo como, y cito de memoria: “esa mano que entra en tu pecho y te cambia de sitio el corazón”. Maravilloso Luis Rosales, maravilloso John Lennon, maravilloso ese cirujano con dicción inglesa. Por cierto, ¿cómo será matar a un mito?

lunes, diciembre 06, 2010

No recuerdo ni un solo día de sol
durante la década de los ochenta.

Nadie puede hacerlo: nunca lució
el sol aquella década.

Los ochenta son los charcos sucios
de mi calle, los coches viejos,
la pana gris en bares aún amarillentos,
el mundo en sepia, las nubes
siempre.

Una jaula de edificios y aceras,
de gente fea con ropa fea
con grandes sueños que iban muriendo.

Los ochenta: mi padre borracho
desplomándose con gran estruendo
sobre el asfalto húmedo.