lunes, febrero 25, 2008

Bonsais

Y de pronto te das cuenta de que habías sido carcomido por la poesía, y que los pliegues de tu cerebro se habían llenado de la mugre de los versos, de su música y su ritmo. Así que hagamos el esfuerzo, qué coño, y volvamos a la vida –tan prosaica-, volvamos a tomar tierra y volvamos a tocar el suelo con las palmas de las manos, como un perro, un sabueso.

Ayer estuve viendo bonsáis, los bonsáis que Felipe González donó al Jardín Botánico, bajo una lluvia que no era lluvia sino la mansa suspensión de miles de millones de partículas de agua en el aire gris que tuvimos este domingo. Las explicaciones del experto amigo R. nos revelaron todos los misterios de estos arbolitos que, de otra manera, no hubieran suscitado tanto interés en mí. Y es que es fascinante, sí, es fascinante, cómo la mano humana encuentra árboles que no tuvieron las condiciones satisfactorias para desarrollarse correctamente, o que son arrancados de su lugar cuando aún son jóvenes para trasplantarlos a esas diminutas macetas donde se les guía con alambres o se les hace extender sus raíces alrededor de rocas, o se moldea su madera con un taladro, hasta que el árbol, la naturaleza, parece comprender su nuevo destino y empieza a crías hojas también diminutas y flores diminutas y aunque la corteza siga envejeciendo hasta darle la imagen de un árbol centenario, apenas supera el metro de altura. Este es un trabajo delicado y concienzudo, como casi todos los que emergen de la cultura milenaria del Japón, como los jardines zen, el ikebana, los haikus o los pequeños pies de las geishas después de años de vendajes. La cultura japonesa es la cultura del trazo mínimo, de lo sutil, de la mente en blanco, del gesto furtivo, en definitiva, del silencio. Porque lo que rodea a un bonsái es el silencio que genera su pequeñez, el no haber crecido, de igual manera que el silencio rodeaba a González cuando, atento a sus cientos de bonsáis, se acabó enterando por la prensa del caso de los GAL y otros corruptelas. Ahora creo –me han dicho- que el expresidente se dedica a la bisutería.

Oigamos ésta noche, pues, el ruido atronador alrededor de El Debate. Que disfruten, si pueden.

martes, febrero 19, 2008

Ahora papá es pasto de las flores o vive
hecho cenizas entre las aguas del océano,
quién sabe.

Un día después de cuatro meses
hallaron su cadáver olvidado
en su pequeño apartamento de soltero.
Imagínate: el mismo alcohol que le dio muerte
lo había conservado incorrupto,
empapado en ginebra blanca,
la piel acartonada, el cuerpo rígido
e inmóvil tendido sobre la cama,
muerto él y viva su imagen,
en una triste ironía.

Aún no sé en qué se ha convertido,
-han pasado quince años-
ni dónde yace lo que aún resta,
-si es que yace y si es que resta-.
Nadie avisó de la muerte y el traslado
a la otra punta del país, donde la costa
se acaba.

A veces pienso en papá viejo y borracho
abriéndose paso bajo la tierra,
escarbando con las uñas sucias,
o jugando feliz entre la espuma y las olas,
volviendo una y otra vez a la playa
igual que vuelve a mi memoria.

miércoles, febrero 13, 2008

Poema sin titulo (como siempre) para leer en voz alta a oscuras (como nunca)

La luz era tu piel y tu condena,
el nítido reflejo de la luz sobre tu vientre
hacía el mundo y la miseria,
la luz, siempre la luz, te oscurecía.

La luz te hacía fuerte en la mañana
y débil como un pájaro en la noche,
volvían los fotones a mi ojos
después de golpear en tus fronteras.

La luz quería dibujar lo indefinido,
hacer visible lo invisible,
vencer al miedo en el pasillo,
la luz, siempre la luz, se equivocaba.

Apaga de una vez
el foco, la bombilla,
que vuelva la serena oscuridad
que no quiero ver más

la luz, su claridad.

jueves, febrero 07, 2008

Soluciones capilares

Aunque tengan cosas en común no son lo mismo. Las peluqueras modernas del centro son esas que te encuentras en los clubs electrónicos más exclusivos, drogándose con gracia en noches infinitas, que te pinchan la música más trendy y te pasan una litrona, y que hacen con tu pelo lo que les da la gana. Tienen estilo y lo saben. Por lo general, cuando ya es demasiado tarde, te das cuenta de que han satisfecho su ultima fantasía ultramoderna sobre tu cuero cabelludo. En cambio las peluqueras de barrio son definitivamente complacientes: cada movimiento estratégico sobre tu peinado es consultado previamente, cómo lo quieres por delante, cómo lo quieres por detrás, cómo lo quieres por allí, cómo lo quieres por allá. Están totalmente al servicio del cliente y si la cosa sale mal es que la mala idea era tuya. Su gusto estético se ha formado en polígonos industriales y discotecas periféricas, así que las pobres nunca aciertan en el lugar de su anatomía donde tienen que ponerse el piercing o no se dan cuenta de que ya están mayorcitas para tatuarse una sabandija sobre el abdomen. Por lo general su modernidad, siempre a remolque de lo que sus compañeras fashion del centro dictan, no llega a convencer a casi nadie. A mi las peluqueras del centro me parecen muy respetables e influyentes, pero las de barrio me producen una ternura y una extraña excitación morbosa que las del centro están lejos de hacer florecer en mí.

Después de un día entero de dudas y zozobra decidí, la otra tarde y aprovechando las horas libres en El País, ir a una pelu de mi barrio, situada en el Paseo de las Delicias, donde en otra ocasión me había cortado el pelo muy mal –fatal- un ser de tamaño monstruoso del que no sabría determinar el sexo, la raza, la edad o la profesión, porque peluquero/a no debía de ser. En esta ocasión, afortunadamente, me atendió una autentica peluquera de barrio rechoncha y, por tanto, alegre y dicharachera. Antes de que procedieran a deshacerse de esas guarrísimas greñas que habían poblado mi cráneo en los últimos tiempos, tuve que esperar un rato, que ocupé con la lectura de un libro sobre Heiddegger y en observar el local. Aunque Heiddegger resulta incomprensible para mi intelecto positivista –dice cosas sin sentido como “el mundo mundea y la nada nadea” – y no me gusta en absoluto, disfruto leyendo los tratados más sesudos posibles en sitios como peluquerías de barrio, estadios de fútbol (bueno, esto nunca lo he hecho), o ascensores del Corte Inglés. Se me presenta entonces la dicotomía entre la alta cultura y la vida popular: toda esa gente que me rodea todos los días y que imagino –quién sabe- ignorante de todo lo referido a la metafísica, la literatura o la ciencia. Es un acto de snobismo privado, ya lo sé, pero no deja de ser fascinante que existan tantas personas que en su vida no hayan oído hablar de las cosas que a mi me preocupan y que para ellos son totalmente ajenas. Demuestra esto, sin duda, que las pajas mentales que ocupan tanto tiempo en nuestras inquietas mentes, son completamente accesorias e irrelevantes para la vida, donde lo único realmente importante es ganarse el sustento, comer, dormir, divertirse un poco y hacer caca regularmente. El transeúnte distraído, la señora en la cola del mercado, la peluquera de barrio, jamás se han preguntado nada sobre la naturaleza del lenguaje o la estructura del espacio tiempo y, por lo demás, parecen más aptos para la supervivencia que el que suscribe estas líneas. Como digo, además de desentrañar las tonterías de Heiddegger, también eché un vistazo a la peluquería: es uno de estos lugares decorados de tal manera que más bien parecen una nave espacial que un negocio de estética: hay muy poca estética en las luces azules fluorescentes o los tonos metalizados, más bien parece uno encontrarse en los baños de una discoteca de pueblo donde la moda de los ochenta hizo estragos, además de la heroína. En cualquier momento parece que van a aparecer unos robots de serie B o Tino Casal bajando, siempre tan glamouroso, las escaleras que dividen el local. Otra escena bizarra fue la mujer entrada en años que, como en un trío de cine porno, recibía la atención de dos trabajadoras: una, vieja y cubana, le lavaba el pelo mientras que la otra, rubia de bote y nacional, le hacía la manicura. Cuando la de la manicura tuvo que ausentarse un momento y subió las escaleras por las que definitivamente no bajaba Tino Casal, la clienta mantuvo la mano en alto pero lánguida y muerta, como hubiera hecho Marlene Dietrich si hubiera frecuentado este tipo de sitios. Aquella mano suspendida en el aire, los dedos finos y largos, las uñas afiladas, las venas sobresalientes, propias de la edad, me produjo un extraño sentimiento de terror cotidiano pero también cierta satisfacción al tener la oportunidad, como un paparazzi en un día de suerte, de contemplar tal escena. Finalmente, tras todas estas tribulaciones posmodernas, llegó mi turno. La señora cubana me lavó el pelo con champú normal y sin crema, y la peluquera de barrio, oronda y asertiva, se puso a mi completa disposición. Le di instrucciones detalladas cual mariscal de campo y ella siguió punto por punto mis indicaciones, hasta el extremo de hacer preguntas decididamente absurdas para una profesional del ramo. El corte, todo hay que decirlo, ha resultado ser bueno, no en vano ejercí de maestro de obras. Tengo algunas dudas sobre cierta sobreabundancia de pelo en los laterales de mi cabeza, pero en términos generales me quedé satisfecho con su trabajo. Lo hizo mejor que muchas modernísimas peluqueras del centro lo han hecho a veces y por una tercera parte del dinero que les di a aquellas para sus fiestas y sus trapos de Fuencarral, así que desde aquí te doy las gracias peluquera de barrio, allá donde estés –en el taller mecánico de tu novio, viendo supermodelo 2008, tatuándote una nalga, o ciega de keta en la rave de tu pueblo-. Estar en las afueras también es estar adentro.

domingo, febrero 03, 2008

Mi corazón es pájaro y metáfora y mi pobre corazón
babea a popa y mi pobre corazón se va a la mierda
cuando late contra el mundo y él no cede. Ya no hay
casi lugar para el sístole y diástole y mi laico corazón
-tan metafórico-, tiene plumas empapadas y grandes alas
de cadenas. La asfixia de mi rojo corazón
-duro y mecánico-, aumenta a la inversa del espacio
que pierde a cada rato mi inútil corazón
-tan desplumado-, cansado de volar,
muerto en la jaula.