
La juventud actual es la menos moderna en casi 100 años. La más banal y la más conservadora, más preocupada por cambiar de peinado y de modelito que de cambiar de realidad, si es que tal cosa existe. Uno ya no es lo que hace, ni siquiera lo que tiene: uno ahora es lo que parece, posando para una foto del Facebook con su nuevo
total look, consecuencia nefasta de la democratización de los
gadgets cuando se cruzan con las redes sociales. Me lo decía el otro día una joven escritora y factótum del
underground capitalino a la que entrevisté: antes la gente hacía cosas, uno era músico o artista (o ambas cosas, pardiez!). Ahora para ser un
It Boy o una
It Girl, basta con cultivar la propia imagen, hacerse buenas fotos vestido/a de cierta manera y colgarlas donde sea preciso. Ya lo dijo nuestro amigo Guy Debord (en una extraña paráfrasis de nuestro otro amigo Carlos Marx) en
La Sociedad de Espectáculo, y cito de memoria: “el Capital se acumula hasta tal punto que se convierte en imagen”. "Los jóvenes de todo el mundo han sido autorizados a elegir entre el amor y una unidad recogida de basuras. En todo el mundo han elegido la unidad recogida de basuras”, dijo también Debord, hace demasiados años. Y sigue teniendo razón.
Desde las vanguardias artísticas de principios de siglo, o incluso antes (ver
Rastros de Carmín, en Anagrama, de nuestro amigo de más allá Marcus Greil), eso que se ha dado en llamar movimientos o subculturas juveniles han tenido algo de subversivo y/o contestatario. He aquí unos ejemplos evidentes: el izquierdismo surrealista o el dadaísta en la primera mitad del XX en centroeuropa. El cínico rechazo del sueño americano de la Generación Beat. La marginalidad (e incluso delincuencia) de los
rockers cincuenteros, las formas de vida comunitarias propuestas por los
hippies, la negación total del mundo propia del
punk. La efervescencia sexual/revolucionaria de los Mayos del 68 (que fueron varios, no solo París). Incluso los 90, con su ya bastante asimilado
grunge, por entonces tenía su componente de rechazo social, de oposición frontal al mundo tal y como se (re)presentaba.
Cuando yo tenía 15 años (ya ha llovido) en según qué ámbitos estaba mal visto comer en un McDonalds o lucir Nike. Eso se interpretaba como una concesión al Poder, una rendición, era casi obsceno, era bajar la cabeza, cerrar los ojos ante la injusticia, participar, incluso, de ella. Las multinacionales eran el Mal: ahora marcan tendencias. Entonces lo verdaederamente
cool era el citado Guy Debord, el
do it yourself, el patinete y oler un poco mal. El último estertor de esta serie histórica de acontecimientos fue el movimiento antiglobalización que persiguió a los poderosos por doquier rompiendo mobiliario urbano y demás bienes públicos y privados para denunciar ciertas políticas globales y globalizantes (en el peor sentido del término) que habían permanecido en cierta penumbra, lejos de la crítica pública, y que entonces descubrimos ¡oh! asombrados. Después de la caída de las Torres, ya no pasó nada más.
Con la extraña disolución y mezcla entre el
indie y el
mainstream (que nunca parecieron inmiscibles, la verdad, ver
Rebelarse vende, en Taurus, de ese par de clarividentes colegas, Joseph Heath y Andrew Potter), ha brotado una generación narcisista cegada por la moda, centrada en su ombligo, vacía de cualquier contenido. Ignorante de su propia situación, bailando en el centro del alegre incendio circundante. ¿Qué más da, joder? Ya ni siquiera sabemos qué es lo que ha pasado en la última década sin nombre (¿los
naughties?), qué juventud ha salido de ahí, qué propone ni en qué dirección avanza, más allá de la dirección al baño del club de moda, a recomponerse el tupé Kortajarena y a meterse una buena raya de
speed o, en el mejor de los casos, farlopa. Al grito de “los miércoles son los nuevos jueves”, la juventud toma la noche por asalto, pero ya no quiere estar fuera de eso que llaman Sistema, si no dentro, bien dentro, cuanto más dentro mejor, calentita y despreocupada por todo lo que acontece fuera, comprando todo lo que el Sistema vende para ser el más rápido en la muy
fashion carrera hacia el Abismo.
Dicen que las crisis provocan la reacción, la creatividad, el cambio. No hace falta irse a Túnez o a Egipto para ver movimientos. En Londres, Grecia, París o Roma, aquí al lado, en lo que algunos llaman Primer Mundo, la juventud (y no tan juventud) ha salido a la calle a defender sus derechos laborales o educativos y a protestar, a romper otra vez las cosas. Aquí, que tenemos más de un 40% de paro juvenil, nos preocupa más Cibeles o Arco que la revolución egipcia (que, atención, también se orquestó en Facebook, ya ven, sirve para otras cosas) y nadie ha movido aún un dedo, ni siquiera ante la oportunidad perdida de hacer una huelga general como ¿Dios? manda (“es que era ya tarde”, “es que los sindicatos tal y cual”)… Como decía el ilustre poeta Luis García Montero, la única huelga que sale mal es la que no se hace.
Nosotros, claro está, ese día estábamos de fiesta. Claro está también: luciendo nuestros mejores modelones, carne de
after, bien pasados.
(La ilustración es una amable cesión del amiguete Cristóbal Fortúnez para este post. Fortúnez parte la pana en su exitoso blog Fauna Mongola de Madrid. Pasen y vean. No quiere decir esto que el artista suscriba punto por punto todo lo que se dice más arriba, claro está. Gracias)