jueves, marzo 21, 2013

Mi monstruo mira el mar



El monstruo que tengo bajo la cama ha salido hoy muy lentamente de su escondrijo. Es curioso, estaba bajo la cama de la otra casa pero, al hacer la mudanza, no le encontramos por ninguna parte. Sin embargo, al poco de instalarnos en la nueva casa ha vuelto a aparecer bajo la cama, hecho un ovillo entre un pequeño colchón de ochenta y unas cajas con zapatos que tenemos ahí debajo. Solo oímos su respiración.

Hoy ha salido, ha caminado muy lentamente, como adormilado, y se ha asomado al balcón. No me gusta que se asome al balcón porque le pueden ver los vecinos y si le ven ya tendríamos problemas, nada más llegar. El monstruo que tengo bajo la cama mide tres metros de alto y está cubierto de pelo azul, pero no pelo como el que tenemos usted y yo, si no pelos gruesos, con el grosor de una polla. Como muchas pollas flácidas y azules, a veces he pensado que podría matar al monstruo que tengo bajo la cama mientras duerme y vender sus pelos a rastafaris u hombres o mujeres voluptuosos. Tiene dos cuernos muy largos, muy sucios y muy retorcidos. Así que se ha asomado al balcón y se ha puesto a admirar el mar, lo que es extraño, porque enfrente de casa yo solo veo el edificio cuadriculado del Centro Dramático Nacional.

Salto y le agarro cariñosamente del cuerno, porque es mejor entrarle de buenas para que no se enfade y te devore.

Digo: ¿Qué pasa, monstruo?
Dice: Cojones, déjame en paz, hostiaputa ya.
Digo: ¿Qué haces?
Dice: Pues mirar el mar, o es que no lo ves.

Enfrente, en la pared del Centro Dramático Nacional dos operarios (ahora se dice así) vestidos con ropajes amarillo fluorescente tratan de quitar pintadas y carteles, la Expresión Soberana del Pueblo, con un chorro de agua a presión. La gente, aunque es bien temprano, ya empieza a pupular por el hormiguero de Lavapiés.

Digo: Te veo triste, monstruo. O reflexivo.
Dice: No sé, me pone triste el mar, supongo. Lo cierto es que no tengo ganas de nada, nada me hace ilusión, y me despierto siempre triste porque lo que sueño es siempre mejor que lo que vivo. Será la edad: estoy dejando de ser joven.
Digo: ¿Cuántos años tienes?
Dice: 767. ¿Hasta cuándo se es joven? Hoy dice que hasta los 780...
Digo: Claro, hombre, si estás en tu mejor momento. Oye, si te gusta soñar por qué no te echas un rato bajo la cama. Seguro que te levantas de mejor humor.
Dice: OK, pero porque quiero yo, no porque me lo digas tú.

El monstruo se va pesadamente a meterse otra vez, hecho un ovillo, bajo la cama. A mí el mar también me pone un poco melancólico. Ahora miro las olas que están hoy bastante en calma, y un barco petrolero que ha empezado a cruzar muy lentamente el horizonte. Todavía no hay nadie en la playa. Pero aquí, bajo el balcón, hay una joven con minishorts vaqueros y grandes pechos apenas contenidos por un pequeño bikini con la bandera estadounidense. Parece una actriz porno checa. Desde aquí arriba, además, hay unas vistas estupendas a su escote. Creo que le voy a escupir un esputo a ver si le acierto ahí en medio. Sí, creo que voy a hacerlo.

lunes, marzo 11, 2013

La única vez que estuve en el Caribe



Salí a pasear un domingo por Lavapiés y me puse a mirar en un escaparate unas camisetas y jerseys de rayas horizontales rojas y negras porque me gusta mucho ese rollo Freddy Krüger, o Kurt Cobain, si lo prefieren, y no es tan fácil como parece conseguir una de esas prendas sin cuello, sin botoncitos en la pechera, de las calidades óptimas. Lo cierto es que hay mucha mierda en el mundo de las prendas de rayas horizontales. Noté que mientras observaba el producto desde la calle, la tendera, que me miraba desde dentro, se impacientaba y mascullaba algo que pude llegar a oír a través del cristal.

-          Venga, cabrón, vas a pasar o no vas a pasar – dijo.

Así que pasé.

-          Oye – le dije-, tienes que tener cuidado porque desde fuera se te oye aunque lo digas en voz baja. Te he oído todo.

Había dos opciones, pensaba yo, que la tendera se avergonzase y enrojeciese y todo se resolviera entre risas o que se enfadase (a veces la gente es así) y aquello acabase a gritos. Sin embargo, cabía una tercera opción, que la tendera, cuarentona irredenta y algo jipi, no moviera un músculo de la cara, como si aquello no fuera con ella, y se quedase expectante a ver qué podía ofrecerme. Así fue.

Entonces le pregunté por las camisetas y los jerseys de rayas rojas y negras. Me mostró que estaban abiertos por delante, es decir, que eran chaquetillas y que, para colmo, llevaban un número estampado a la espalda, el 6 o el 7, al modo de las camisetas de rugby. No me interesa mucho, le dije, gracias, y me dispuse a irme.

Pero antes de salir por la puerta volvió a hablarme.

-          Oye, ¿tú eres de los que viajan a menudo a Nueva York?
-          No – le dije-, la verdad es que no suelo.
-          Pues que sepas que todo lo que se pone de moda en Nueva York lo fabrican en las Bermudas o las Bahamas. De alguna manera, en la sombra, no son tanto los poderosos los que manejan el mundo, si no otros que están alrededor y que no tienen tanto poder.

Volviendo a casa iba pensando en esto y, ya que mis amigos Jimena La Motta y Mario Tardón estaban pasando las vacaciones en las Bermudas o las Bahamas, podría hacerles una visita y conocer aquellos lugares. Lo bueno es que podría viajar en avioneta por la mañana y volver a Lavapiés a la noche.

Las Bahamas o las Bermudas eran una isla muy pequeña y alargada, donde había una pista de despegue, una carretera, un par de hoteles y poca cosa más. Todo era muy silvestre. En el medio de la isla había una montaña que era más bien como una gran roca parecida al Naranjo de Bulnes (en los Picos de Europa) pero un poco más escarpado y rodeado de la frondosidad verde oscuro de la jungla. Mario Tardón, que lucía una florida camisa hawaiana tope hipster, tenía no sé qué cosas que hacer, así que cuando llegué me fui a una pequeña playita que había en un extremo de la isla en compañía de Jimena La Motta.

El agua estaba en calma y cristalina, así que me puse a remojo, tanto tiempo estuve bañándome que se hizo de noche, una noche oscura, cerrada, como un muro negro que lo recubría todo. Me asusté porque estaba metido en el mar Caribe y no sabía cómo volver a la costa, no sabía cómo orientarme si estaba todo oscuro. Llamé a mi madre con el teléfono móvil que llevaba no sé dónde (y que no se había mojado o se había mojado y no se había estropeado) y le dije que no se preocupara, pero que me había venido a pasar el día desde Lavapiés a las Bermudas o las Bahamas en avioneta y me había puesto a remojo en el mar Caribe  y que estaba allí tan a gusto que se me había hecho de noche, una noche muy oscura y que ahora no sabía cómo regresar a la costa y se me estaban cansando las piernas de tanto nadar y empezaba a tener frío. Mamá Peligro me aconsejó que abriera bien los ojos, que mirara bien, a ver si conseguía localizar un punto de referencia en la oscuridad para orientarme y salvar el pellejo. Me giré y resulta que a mis espaldas, a pocos metros, estaba la isla toda iluminada, era hermosa: las luces amarillas y naranjas se vislumbraban en las cabañas perdidas de la jungla, en los hoteles de la costa y subían por el monte, desperdigadas, hasta la cima. Me quedé un momento admirando aquel espectáculo en medio de la nada y luego, con alguna dificultad debido a la resaca (la resaca del mar) conseguí llegar a la playa, donde Jimena La Motta aún me esperaba tan tranquila.

Mientras salíamos de la playa encontramos una caja con una muñeca de Beyoncé. Es curioso porque aunque la caja estaba ilustrada por un par de fotos de la diosa de ébano vestida únicamente con un bikini dorado mínimo (y más mínimo perdido entre la voluptuosidad de la negraza), la muñeca que contenía era de color blanco nuclear, de ojos azules y tenía el pelo rubio despelurziado. Antes de volver al hotel, donde nos esperaba Mario Tardón, todavía tuvimos tiempo para apoyarnos en el capó de un coche a leer unas novelas que no recuerdo cuáles eran. Jimena parecía absorta en la lectura, sin embargo yo andaba dándole vueltas a la cabeza: ¿cómo iba a regresar a Lavapiés si ya era de noche y probablemente no había más vuelos de avioneta? No sé, pensaba, tal vez haya algún tipo de taxi o autobús que, de alguna manera, me puedan llevar al otro lado del océano Atlántico.

El hotel era muy bonito, con unas piscinas muy agradables rodeadas de bungalows. En uno estaba Mario Tardón esperándonos, también estaba allí mi compañera del colegio Carolina Cofiño y un mulato cachorras que yo no conocía. Miré la habitación y era bastante pequeña para los cuatro lo que me puso algo nervioso, porque, en caso de no poder regresar a Lavapiés tampoco ellos podrían acogerme. Me ausenté un momento para ir a la recepción a preguntar por mis posibilidades de regreso. Vi que había algún carrito de las limpiadoras por allí aparcado y, por un momento, me tentó la idea de robar una manta o una toalla de las que llevaban a bordo dobladas y limpias, por si tenía que dormir en una hamaca de la piscina, en el arcén de la carretera o, incluso, en las entrañas de la selva. Pero no lo hice.

En recepción (no sé por qué lo primero que hizo la recepcionista fue servirme un vaso de agua) me dijeron que las avionetas ya no salían pero que podía coger un autobús de línea que tenía una parada subiendo la montaña, en medio de la jungla. Tenía que esperar allí y hacerme ver por el conductor, en caso contrario no pararía. ¿A qué hora pasa?, le pregunté. A las 6:30 de la mañana, me dijo. Y todavía no era ni las diez y media de la noche. Decidí llamar a Esther Minia para que no se preocupase en caso de que no pudiese volver de las Bahamas o las Bermudas a Lavapiés. Y me desperté.

Es uno de los sueños más largos y nítidos que he tenido últimamente. Me encantó el Caribe.