jueves, julio 19, 2007

Tamagotchi

En aquella época nos comprábamos antes una guitarra eléctrica que unos technics. Tratábamos de emular a los Pixies y no a James Holden. El grunge hizo mucho daño a nuestra higiene postural. Todo el día encorvados, sujetando los pantalones que se nos caigan. Pero más daño nos hizo la práctica del skate. Nuestros cuerpos adolescentes enteramente magullados. Lo peor, sin duda, era el tamagotchi. De tamago, huevo y chi, afecto, en japonés. El huevo del afecto. Se llamaba Pablito, el tuyo, decías. Recuerdo tu cuerpo desnudo perlado de sal en una playa de Cádiz. Cuando aún no habían construido todos esos hoteles en la costa. Buscabas tu tamagotchi en el capazo a cada rato para darle de comer. Le quitabas la arena. Recuerdo también el viaje en autobús hasta el Pop Festival, en Badalona. Te pasaste todo el trayecto preocupándote de que Pablito fuera bien dormido. No hacías otra cosa, no prestabas atención a mis palabras. Recuerdo, sobretodo, la tarde de domingo en la que nos desvirgamos. Sobre la cama de tus padres. Y cómo después de hacerlo te pusiste histérica porque Pablito había desaparecido. Finalmente lo hallaste perdido entre las sábanas húmedas. Estos son solo algunos ejemplos. Siempre sospeché que querías más a ese puto aparato que a mí.


Tal vez te llame un día de estos para preguntártelo. Debe estar ya muy crecido. Ese Pablito.


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Este texto y el anterior fueron compuestos para el proyecto Canciones en Braille de la cibercompañera eme. Lo podéis ver en su blog Polaroid Mondo

domingo, julio 15, 2007

Yogur

Decían que había que echarle un chorrito de aceite de oliva para que no dañara el estómago. ¿Te acuerdas? Le pediste a tu madre que dejara yogures durante su ausencia. Se puso contenta de que comieras algo sano. Luego, a la noche, cuando ya se habían ido, nos invitaste a todas al chalet. Tenías un poster del Dirty en la habitación. Alguien dijo que lo pincharas. Encendimos velas, también. A mediados de los noventa lo que deseábamos era acabar las noches yaciendo inconscientes en una esquina. Con el pelo grasiento y los vaqueros rotos. Pero nunca lo conseguíamos. Por eso aquel nuevo intento. Primero pulverizamos concienzudamente todo el hashís. Lo hicimos repartiéndonos la piedra en trozos pequeños, uno para cada una. Estábamos excitadas. Parecía un ritual. De vez en cuando alguien saltaba al ritmo de la música. Seguíamos el ritmo con la cabeza. Nuestros labios pronunciaban la letra sin emitir sonido alguno. Luego lo mezclamos todo. Espolvoreamos el hashís en los yogures. Echamos un poco de aceite. Lo removimos bien con cucharillas. Al cabo de un rato salimos a caminar por la urbanización. Estaba oscuro. Caminábamos en silencio, en fila de a dos. Alguien le dió una patada a una lata. Rebeca dijo, de pronto, que la urbanización parecía una maqueta. Era sorprendente, pero todas estábamos pensando lo mismo. Todo parecía plano, como hecho de cartón piedra, las casas, los coches, las farolas. Empezamos a palpar los muros, los troncos de los árboles, alucinadas, buscando las cosas que se escondían detrás. Algunas corrían y saltaban, no podíamos parar de reír. La sensación de irrealidad era brutal. Estuvimos un buen rato vagando. Luego decidimos volver. Más alcohol, más música. Entonces fue cuando notamos la falta de Al y nos pusimos a buscarla por la casa. La encontraste tirada en mi cama. Se había puesto amarilla. No paraba de revolverse y sudar. Decía que sentía vértigo, que estaba mal. Llamamos a sus padres, que vivían cerca. Nos asustamos. Recuerda a la madre de Al, cuando llegaron, cogiéndole de la muñeca, poniéndole paños húmedos en la frente y cómo ella se resistía. Y su padre caminando alrededor de mi cama llamando a un médico por teléfono, furioso. Recuerda como nos costó decirles lo que habíamos hecho. Cómo bajamos la cabeza de vergüenza. La mueca de pánico en el rostro amarillento de Al. Sus ojos perdidos. Y cómo trataba de explicar que sentía que el mundo no era real.
Que éramos pegatinas.

lunes, julio 09, 2007

Pequeñas perversiones

El primer coño que vi lo saqué de un pequeño sobre blanco que me entregó Adolfo aquella mañana antes de la clase de matemáticas. Después, los misterios del cálculo y el álgebra me parecieron nimios ante el desconcierto de aquel pedazo de cuerpo arrugado, flácido y colgante. Adolfo fue el primero que tuvo los huevos de pedir revistas porno en el kiosko de su pueblo y se convirtió en un fiel divulgador de la secreta anatomía femenina y las más oscuras prácticas del sexo. Un par de veces por semana aparecía con aquellos pequeños sobres blancos que repartía muy discretamente entre sus mejores amigos. Los sobres contenían fragmentos recortados de las páginas de las revistas que compraba, Adolfo se esmeraba para que en la porción de cada uno hubiera algo de interés por ambas caras y en eso era un maestro. A veces te tocaba una anónima teta siliconada en una cara y en el dorso una porción de mamada. Luego, en el recreo, comparábamos nerviosos, ocultos de los ojos no iniciados, lo que nos había dado a cada uno.

María ya nos parecía una macarra y aún teníamos trece años. Tenía unas espesas cejas negras y el cuello lleno de mordiscos. Nos hablaba de sus múltiples amantes: el motero que la paseaba en su Harley, el camionero que le llevaba en su camión a sitios raros. Una vez faltó a clase durante unas semanas, a su vuelta dijo que un marinero se la había llevado en barco a cruzar no se qué mares. Por alguna extraña razón que se me escapa todos aquellos hombres mitológicos tenían la insólita obsesión de hacer viajar a María en sus respectivos medios de locomoción. Yo, que no tenía ninguno de esos medios, podría haberla llevado entre mis brazos, pero era enorme y, además, fea. María también manejaba algo de material porno, principalmente una revista titulada Polvo Violento, que decía encontrarse cada mes en una papelera de su barrio.

A Gabriel le sorprendieron durante un recreo encerrado en clase cascándose una paja con la revista futbolera Don Balón. No se qué ha sido de él ni que excitación encontraba en las fotos de las plantillas de los equipos de la Liga.

Hace años, muchos años, que abandoné aquel colegio. Las noticias que ahora me llegan hablan de drogas y otras cosas. Como una adolescente de la que se difundió un video casero en el que se masturbaba mientras decía, entre sollozos, quiero ser tu puta. Era un regalo para su novio que fue interceptado y divulgado, tal vez por él mismo, en un fascinante momento de irresponsabilidad. Tanto que la niña, dicen, tuvo que dejar el colegio y, su familia, la ciudad. Pero esto son solo rumores.

La ignorancia nos hacía perversos polimorfos. Íbamos, todo hay que decirlo, a un respetable colegio de pago.

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Los nombres se ha modificado para proteger a los culpables.

El otro día recité para presentar el libro, veanlo pinchando aquí.

miércoles, julio 04, 2007

Imaginaria (fragmento)

Las cosas que aún no han ocurrido son siempre mejores que las cosas que ya han tenido lugar porque cuando todo está todavía por delante uno puede imaginárselo en cinemascope, con los mejores colores, en días soleados, y tu sonrisa es perfecta y no hay ni una sola arruga en tu falda y todo sale siempre bien. Después, cuando el presente alcanza al porvenir y se funden en una misma cosa -y luego se convierten en pasado- siempre aparece una nube inoportuna que ciega al sol o un bordillo con el que te tropiezas para caer sobre un charco o una gota de café que se precipita sin piedad sobre tu falda. Lo múltiple, las infinitas posibilidades, se convierten en lo uno, se concretan, toman cuerpo, se almacenan en la experiencia y entonces ya solo se pueden recordar, y la memoria no es la expectativa, es siempre más gris y al final se pierde en las brumas.
Por todo esto, cuando alguien se va, lo más triste no es recordar las cosas que habéis hecho juntos, sino caer en la cuenta de que no llegarán esas cosas que habíais planeado hacer -las habías visto en tu cabeza, en los mejores colores, en días primaverales, perfectas- y que nunca ocurrirán.

martes, julio 03, 2007

Madrid Grotesque

Hay un hombre sin brazos que sujeta con la boca un vaso de plástico en el que los transeúntes arrojan sus monedas. El hombre gruñe, cabecea, y suena el sonido del metal chocando contra el metal. Lleva una camiseta de tirantes y se puede apreciar cómo mueve sus muñones, parece un pájaro sin alas. Me pregunto cómo, acabada la jornada, saca las monedas del fondo del vaso. Me pregunto tambien como hace uso del dinero. Si no tiene manos.

Hay una anciana diminuta que pide limosna. Lleva en una bandeja una muestra de cajas vacías de los medicamentos que necesita. Gelocatil, cosas así. Las arrugas que surcan su rostro son tan profundas que podría esconder en ellas todos mis secretos. Y no son pocos.

Hay una mujer arrodillada en el suelo durante horas, con la frente golpeando rítmica y levemente el asfalto. Va vestida de negro y repite un lamento, una oración, algo así como mantra que nadie entiende. A nadie parece, por supuesto, importarle.

Los viandantes pasamos caminando al ritmo fuerte de nuestros auriculares, en brazos de la prisa. Los miramos sorprendidos las tres primeras veces. Luego aprendemos la pericia de esquivarlos, haciendo a veces acrobacias imposibles. Una vez superados los escollos miramos al frente y comprobamos reconfortados que el mundo sigue ahí. Todo en su sitio.