lunes, marzo 29, 2010

Videoclip

Nos gusta la música porque nos gustaría que la vida fuese un videoclip. Yo siempre me relato el futuro como si así fuera: me imagino cogiendo un coche en verano y viajando al sur, sacando la mano por la ventana y dejando que sea mecida por el viento, parando en polvorientas gasolineras y áreas de servicio, colocándome una botella de horchata congelada en los cojones, sudando, con gafas de sol y buena música de fondo. El pasado también me lo imagino así, claro (porque el pasado también se imagina). A veces uno se pone una canción, se enciende un piti y se queda inmóvil en la silla, con los ojos bien abiertos, casi sin parpadear, moviendo apenas el brazo para llevar, a cada rato, el cigarro a los labios, después al cenicero rebosante. El poder evocador de la música no tiene parangón, tan sólo es comparable con el de algunos olores, así que en ese momento uno no está mirando a ninguna parte, ni siquiera al aire que tiene delante, sino que está recordando todo lo que la música le trae a la cabeza, pero no en una narración continua como una novela, si en no imágenes entremezcladas, cortadas y editadas como en un videoclip, porque así se presentan los recuerdos, sobretodo cuando son arrancados del centro del cerebro por canciones, y porque además lo recuerdos son ficción, como los videoclips. También cuando uno se pone los auriculares y sale a caminar, entonces uno está en un video, yo soy de los que de pronto me sorprendo en el reflejo de los escaparates dando brincos con el subidón de turno, o cabeceando violentamente en el vagón metro al ritmo de un riff de guitarra descerebrado, no puedo evitar bailar cuando camino, ni ir canturreando, por eso me miran raro, porque quiero, como todos, que mi vida sea un videoclip.

jueves, marzo 25, 2010

Maldad

A mi ya hay pocas cosas que me emocionen, sin embargo, el otro día, ante mi sorpresa, algo consiguió tocarme dentro. Y no era una canción ni un poema, era la aprobación de la reforma sanitaria de Obama, mire usté. Al día siguiente, leyendo la crónica de Antonio Caño en El País -ni siquiera lo había visto por la tele, con el poder emotivo que a veces tienen las imágenes- se me humedecieron los ojillos cuando Obama explicaba cómo, desafiando los intereses ajenos, las empresas, los lobbys, habían conseguido llevar hacia delante aquel difícil asunto, y sacar a 32 millones de ciudadanos de la indigencia sanitaria. Sé que la reforma no es la hostia vista desde aquí, pero es un salto de gigante para los prósperos y tan paradójicos Estados Unidos. Recordé tantas charlas de taberna, tantos panfletos, tanta indignación e impotencia, tanta peli de Michael Moore denunciando los abusos de esas fantasmales y malvadas corporaciones. Y he aquí que aparece Barack Hussein Obama, el Negro, y les vence la partida, al menos en parte. Un hombre que no se preocupó por el precio político de su proyecto, de arruinar su carrera, de perder las elecciones: sólo de arreglar lo que había venido a arreglar. Como decía David Trueba, el presidente que antes de cada discurso para explicar la reforma se quitaba la chaqueta y se remangaba la camisa, como el obrero que va a bregar duramente con su tarea.
Obama juega en campo más grande que el de la política: juega en el campo de la sentimentalidad y la poesía, por eso es algo más que un político y puede emocionarte como sólo una canción o un poema lo haría. Por eso hacen camisetas.

Por lo demás a mi me da asco la gente que se queja de la Seguridad Social española. Que se retrasan las horas de visita, que hay mucha gente, que mi médico no me hace caso. Me dan asco por insolidarios (piensan que sólo viven ellos en este país) y por ignorantes (tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo). Cállense señoras. Y respecto a la actitud de los conservadores, que dijeron que la aprobación de la reforma era el mayor retroceso desde la Ley de Derechos Civiles (que otorgó igualdad a los negros), sólo me cabe pensar que su único móvil es la maldad. La más cruel y aberrante maldad.

viernes, marzo 12, 2010

Magma

Como la roca madre de la Tierra, dijo él,
como el magma que se retuerce por debajo,
así será siempre nuestro amor,
encima de los demás estratos
pasarán las civilizaciones,
las catástrofes, las tormentas, los pétalos
de las flores irán cayendo año a año,
y los terremotos sacudirán el mundo,
y explotarán lejanas supernovas
en galaxias rotando a miles de años luz;
nacerán niños con mi nombre, morirán
mujeres bajo el tuyo y nadie sabrá nada.

Habrá incluso quien crea en otras cosas
que llamarán ingenuamente amor e incluso Dios.

Llegará el día en que no quede ni una sola huella
de nosotros, ni nada que mantenga
un solo recuerdo de lo nuestro,
ni una foto amarillenta, ni un poema como este,
ni un cerebro.
Pero incluso, dijo él, cuando todos los imperios hayan caído,
y no quede un rastro de vida en la superficie del planeta,
ahí seguirá dormido nuestro amor,
como el magma que gira y que bulle en el núcleo,
como la roca más dura, más tenaz, más madre,
más terrible
de la Tierra.

Por eso,
dijo ella,
para que siempre duerma,
no quiero verte más.

miércoles, marzo 10, 2010

Espía

Salgo a la calle al atardecer y me encamino hacia los lugares en los que he vivido antes. Lo hago a veces, cuando me asaltan inesperados ataques de melancolía o de nostalgia (otras veces no son tan inesperados, pues coinciden con resacas, problemas o tardes de domingo amarillentas), con la vana esperanza de encontrar algo, no sé muy bien el qué: el tiempo cambia los lugares, las personas y las cosas, y los sitios donde uno ha sido feliz o infeliz pierden su significado íntimo cuando ya no está allí quién compartió con nosotros esos momentos. Aunque si ese alguien retornase y viniera a ese mismo lugar de nuevo tampoco sería lo mismo. El tiempo cambia los lugares y las personas, pero aún más la combinación de ambos, que hace los cambios aún más evidentes. Triste ejercicio de la nostalgia, esta vuelta a comprobar que ya no queda nada, como si uno no lo supiera de antemano, como detenerse a escudriñar bien un cadáver.

Cuando vuelvo a Oviedo es evidente: ya no queda casi nadie de la gente que antes estaba, los comercios han cambiado, muchos de nuestros bares ya no tienen los mismos dueños -no son nuestros- y ya no se conoce a nadie por la calle. La ciudad se ha convertido en un escenario de cartón piedra en el que todos los actores han huido, y sólo quedan ya recuerdos por doquier en cada esquina. Y no es que aquellos tiempos fueran mejores o peores, la nostalgia no distingue de eso, siempre se duele del tiempo pasado, fuera bueno o fuera malo, eso, después mucho tiempo, da lo mismo. Es el miedo al tiempo que pasa, a su mero discurrir, el amor al tiempo vivido, y no tiene ningún remedio, si no que cada vez se agrava.

En Madrid camino hasta la casa de Ópera, o hasta la de Atocha. Pienso: debería subir a mi antigua casa, debería llamar al timbre y esperar a que alguien se asome, debería decirle a ese alguien, fuera quien fuera: déjame mirar mi antiguo cuarto ¿Quién vive ahí? ¿Cómo se llama? ¿Sabe todo lo que en otros tiempos pasó aquí? En la casa de Delicias incluso alcanzo a ver el salón a través del balconcillo, todos estos años he ido constatando los cambios en la pintura, en los trastos almacenados en el propio balcón, en la ropa que tienden los intrusos. A veces veo la sombra de uno pasar contra la pared del fondo, que ahora es blanca. ¿Quién será? ¿Qué hace ahí? ¿Fui yo cómo el alguna vez? ¿Me espía, como un exnovio celoso, algún viejo inquilino a través de las ventanas de mi casa?

jueves, marzo 04, 2010

así
como el polvo del ala
de la mariposa
o la polilla
la pestaña
la mejilla leve
esa piel

así
me hilvano en el humo
que se disuelve
me voy con él

como la tinta que se acaba
en un vaso de agua
y ya no es

así quiero acabarme
disuelto después de todo
disuelto
-hoy es domingo-
disuelto
así

disuelto en ti