
Abajo están los Fraguels. Siempre.
Nos mudamos a la Plaza de San Miguel, aledaña a la Plaza Mayor, hace casi un mes. Para quien no conozca el centro de Madrid (¿acaso existe algo fuera del centro de Madrid?), diré que en la Plaza de San Miguel, donde ahora, hace casi un mes, vivimos, está el Mercado de San Miguel. El Mercado de San Miguel, con su arquitectura modernista, era antes un mercado de abastos tradicional, donde uno podía comprar vegetales, carne o pescado a buen precio, en un ambiente castizo y popular, algo destartalado. Ahora, en el Mercado de San Miguel se puede comprar vegetales, carne o pescado, pero por un precio centuplicado. Lo que más se vende, sin embargo, son ostras y champán. Porque ahora, el Mercado de San Miguel, es un mercado
delicatessen y no un mercado de abastos tradicional, y en vez de señoras con carritos estampados a cuadros y señores enjutos acodados a la barra del bar con un mondadientes asomando entre los labios, hay turistas, y pijos, y turistas pijos. Cuando bajo cada mañana les veo el culo, están en el mercado bebiendo vino y comiendo jamón caro, en un eterno aperitivo ajeno al discurrir del tiempo. Al anochecer toman ostras y champán como si el mundo fuese una fiesta. Este fenómeno urbanístico es lo que se llama
gentrificación, pero de eso ya hablaremos, queridos amigos, otro día.
Los pijos, los turistas, los turistas pijos, no son los Fraguel. Los Fraguel son una banda de
homeless borrachos que se pasan el día bebiendo cerveza y
bricks de vino barato en los aledaños del Mercado de San Miguel, tratando de sacarle algo a los distinguidos clientes. Luego se lo beben todo y lo mean alrededor de mi portal, que siempre huele a pis con solera. Están siempre ahí, de cháchara, con bolsas de viaje, arrugas negras, chupas de cuero, muletas. Obviamente, me siento más cerca ideológicamente de los Fraguels que de los gentrificadores, aunque aún no hemos trabado verdadera amistad más allá del "no, no tengo suelto".
El otro día me tocó cubrir para mi periódico una cosa que se llama La Ruta de Max Estrella. Para quien no lo sepa, se trata de un recorrido nocturno por los lugares en los que se desarrolla
Luces de Bohemia, de Don Ramón María del Valle Inclán. En cada parada, un personaje de la cultura, escritor, poeta, dramaturgo, fotógrafo, actor, o lo que sea, se sube a una precaria escalerilla y da un breve discurso sobre la importancia de la bohemia, de la vida marginal, de la poesía, del anarquismo de Mateo Morral, que desde un balcón de la cercana calle Mayor atentó contra Alfonso XIII el día de su boda lanzándole un ramo con una bomba dentro. El caso es que una de las paradas es la Plaza de San Miguel, y allí paramos. El catedrático de turno se subió a la escalerilla empezó a hablar, rodeado de unas 300 personas expectantes. Entonces, uno de los Fraguels, uno con muletas que no falla nunca, se levantó de su mugriento portal y gritó “¡Maricón!”, “¡Maricón, vete con San Judas Tadeo!”. Así todo el rato. Mucha gente del público se ofendió y le mandó callar. No se daban cuenta de que ese Fraguel, todos los Fraguels, son los verdaderos bohemios de hoy en día, el Max Estrella de la obra de Valle que veníamos a homenajear. Qué bonita es la bohemia vista desde la butaca de un teatro, qué poco nos gusta cuando se mea en nuestros portales. Yo, por supuesto, estaba mucho más cerca ideológicamente de aquel Fraguel que del catedrático que arengaba a las masas desde su improvisado púlpito.
Y luego están las simpáticas cabritillas. El centro de Madrid es un zoo humano y una de las piezas más notorias son las cabritillas psicodélicas que están en Plaza Mayor. ¿A quién se le habrá ocurrido tales personajes? Con su simpleza e ingenuidad se ganan el corazón de los viandantes que les dan monedas solo por abrir y cerrar la boca frenéticamente, acompañando la gracia con movimientos espasmódicos. Descubrí, para mi sorpresa, que dentro de estos entrañables seres del mundo de la fantasía, se esconden unas gitanas muy pequeñas y muy feas, muy arrugadas y despeinadas, que parecen estar siempre de muy mala hostia. Dan un poco de miedo. Quién lo iba a decir, ese salto del exterior fantabuloso a la sucia y triste realidad de esas tipejas. Yo, por supuesto, estoy más cerca ideológicamente de la simpática cabritilla que de la horrenda mujer que lleva dentro. Pues así, con todo.