
¡Ah, ser poeta! ¡Qué maravilla, aunque sea ser uno falso! ¡Levantarse por la mañana y escuchar el gorjeo de los pájaros, surcar las avenidas, aprehender el susurro de la piedra! Poesía, como arte, o amor, son palabras abusadas. Palabras cajón de sastre que se nos han quedado demasiado grandes. Palabras basura. Nosotros, los parlantes, somos demasiado vagos, desidiosos, imprecisos y no queremos enfrentarnos a los conceptos. Por eso usamos poesía, arte, amor, subsecretario, palabras que casi no dicen nada. ¿Acaso tiene algo que ver el amor de una pareja adolescente con el amor incondicional de una madre, con el amor a una fiel mascota peluda, con el amor de un hincha por los colores de su equipo? ¿Tiene acaso algo que ver con el amor el enamoramiento? ¿Con la pasión? Somos demasiado vagos para llamar a las cosas por su nombre, por eso tenemos poesía (qué paradoja), arte y amor. Arte es pintar las Meninas y los metros cúbicos de aire que contienen, pero también llenar de heces una lata de conservas y venderla por 90.000 dólares en Sotheby’s. Arte es esculpir como Praxíteles o Rodin, pero también arrimarte al morlaco como José Tomás, ser un matarife suicida de culo prieto y pocas luces (exceptuando el traje). El arte del buen conversador, el arte de la cocina, el Asesinato considerado como una de la Bellas Artes. Y, en fin, la poesía, qué no cabe ahí, que no cabe en el palabro más etéreo, una vieja desconocida que acompaña al hombre desde que el hombre es hombre sin haberse quitado la careta. ¿Dónde está la poesía? ¿Dónde la persiguen los poetas con sus cazamariposas, dando brincos? ¿En los orbitales electrónicos del átomo de hidrógeno? ¿En el fatídico borde de un suspiro? ¿En la barra de un bar de última hora? ¿En el amor? ¿Qué amor?
Esto le decía yo a Olga cuando, sentada en el sofá, de riguroso negro y bebiendo vino, me preguntaba: ¿y qué se siente al ser poeta?