martes, octubre 31, 2006

Técnicas masturbatorias

A veces a uno le sacan de los sueños suavemente, con una leve caricia o un beso casi inexistente que se posa en el cuello, justo detrás de la oreja y que hace que el sueño o la pesadilla se diluya lentamente ante la presencia de ese elemento extraño y dé paso progresivamente a una nueva realidad con forma de mañana. Otras veces en cambio, a uno le despiertan de forma brutal, y así es como solía hacerlo mi TíaVicen cuando me encontraba en mi cuarto un sábado por la tarde aún durmiendo la mona del día anterior. Ella era entonces el ejército alemán invadiendo Polonia en 1939 o las fuerzas especiales estadounidenses liberando a Eliancito, el niño balsero cubano. La TiaVicen, sin el menor reparo o respeto por mi sueño reparador, irrumpía en mi cuarto en penumbra sin ni siquiera llamar a la puerta o pronunciar tímidamente mi nombre, simplemente abría la puerta de par en par -con tal violencia que ésta solía impactar contra la pared haciendo un ruido ignominioso-, encendía la lámpara del techo –la que más luz daba- y comenzaba recitar sus monsergas a todo volumen ante mi cuerpo indefenso que, enzarzado en una maraña de sudor, mantas y sábanas, se retorcía como una babosa moribunda. El despertar de mi sexualidad ocurrió de la segunda de éstas maneras.

Hubo un día soleado en mi pubertad en el que yo no sabía aún, ni había oído hablar jamás en ningún lugar, de lo que era una paja. Aquel día primaveral estaba yo esperando en la cola del comedor del colegio a que nos diesen el almuerzo, cuando dos de mis mejores amigos sembraron en mí sin ningún pudor la semilla de la duda. N. nos contó un chiste a A. y a mí, que escuchábamos siempre interesados sus historias: un hombre va caminando por la calle y se topa con un buzón de correos en el que se lee “Correos”. Y entonces el hombre se hace una paja allí delante. A., que, al parecer era más experimentado que yo, se carcajeó durante un buen rato pero yo me quedé frío ante aquella demostración incomprensible de humor. Más adelante comprendí que “correos” es el imperativo del verbo “correr”, equivalente en jerga a “eyacular” y que, de ésta manera, el amarillo cilindro postal plantado en medio de la calle incitaba a los viandantes al onanismo público. Ese era el chiste tal como debía ser entendido. Como yo por entonces no poseía estos útiles conocimientos sobre la vida, les pregunté a mis informados compañeros qué era una paja. Me explicaron pacientemente que era el proceso mediante el cual, frotándose el pene adelante y atrás, uno obtenía un gran placer sexual. Tienes que frotarla primero hacia atrás, me dijo A., y luego hacía delante. Y expulsarás un líquido –primero será agua- por la punta y se te acelerará la respiración. Yo recibí esta revelación con una mezcla de asombro y de miedo. Me parecía una cosa rarísima pero, sin duda, tenía que probarlo. Esa misma tarde, tras salir del colegio, me senté en el inodoro de mi casa –como me habían recomendado mis amigos- y procedí a practicarme mi primera paja. Me agarré el miembro con mi por entonces todavía inocente mano derecha e hice lo que me habían indicado: lo froté una vez hacia atrás y otra hacia delante. Una vez hecho esto solté emocionado mi pene y esperé, mirándolo con cierto escepticismo, a que todo aquello que me habían prometido se cumpliese. Esperé la respiración acelerada, esperé el sístole y diástole loco de mi corazón, esperé la secreción de misteriosos líquidos y esperé con ansia el placer total. Pero nada de eso llegó. Decidí entonces dejar el cuarto de baño y regresar a mi habitación, pensando que tal vez debía de esperar más. Pasaron los minutos y las horas y nada llegó. Al caer la noche lo intenté de nuevo sin resultado. Tres veces más.

Al día siguiente cuando conté en el colegio que me había hecho cuatro pajas no sabían si tomarme por un loco o por un dios de la virilidad. Después de unos instantes de confusión y revuelo expliqué minuciosamente como había procedido para masturbarme cuatro veces en un intervalo de tiempo tan corto. Cuando se descubrió que mis presuntas pajas consistían en una sola oscilación genital, en un pasito p’alante y otro pasito p’atrás, reinó la hilaridad. Me explicaron entonces que debía perseverar en el frotamiento y que así, al cabo de un rato y progresivamente, comenzaría a experimentar los síntomas ya citados, que culminarían en una gloriosa y flamante primera eyaculación -o corrida-. Mi primer orgasmo no tardó en llegar, días después, mientras mamá dormía la siesta en su habitación y en la tele emitían una corrida de toros. Y he de decir que se abrió ante mí un mundo fascinante. Pero eso ya es otra historia. Disfruten.

viernes, octubre 27, 2006

Yo soy la Juani

El día que cumplí veinticinco años (26-06-05) fue un día aciago por varias razones. Aparte del desasosiego causado por algunas opiniones que aseguraban que en ese momento comenzaba el declive físico del individuo (pérdida de pelo, piel menos firme, menor ángulo de erección) estaba sumido en la convocatoria de junio y tenía examen al día siguiente, al otro y al de más allá, y por tanto, no podía extraviarme en una retahíla de celebraciones autodestructivas. Llegué a mi confortable casa de Ópera –cuánto añoro su calefacción en los duros días de invierno- al anochecer, tras un día de duro estudio en la biblioteca, ebrio de ecuaciones y conocimiento, avanzando con dificultad entre las luces anaranjadas de las farolas y el calor, como si el ambiente fuera de gelatina. Cuando, frente al portal, bajé la cabeza con gesto derrotado para elegir la llave que abría aquella puerta de entre todas las llaves que había en la palma de mi mano, descubrí sorprendido, un poco más abajo, sobre el escalón del portal, una pequeña cartera que alguien debía haber perdido o abandonado. Ese debía ser mi único regalo de cumpleaños, pensé.

La cartera, una de esas de hilo de colores con algún símbolo esotérico o jipi que se venden en mercados de artesanía y que la gente suele utilizar para guardar el hachís, el papel de fumar u otras sustancias ilícitas –la droga en estos días es un valor a la alza-, resultó pertenecer, a juzgar por lo contenía, a una tal Verónica. Esparcí todo lo que había allí dentro sobre la mesa de la cocina: un dni, una tarjeta de videoclub, otra del banco, un carnet de gimnasio…, y pensé que era fácil reconstruir la vida de una persona en base a lo que uno encontrase dentro de su cartera, de igual manera que se puede conocer a alguien completamente urgando en su basura. La chica que me miraba desde la foto del dni era guapa y de aspecto moderno, tenía el pelo recogido, un flequillo cuadrado de esos que tanto se estilan ahora y entonces, y dos grandes pendientes de aro plateados que muy bien podrían pertenecer a una flamenca. Verónica tenía unos 22 años y vivía al norte de Madrid, en la zona rica que yo casi nunca piso, según pude comprobar tras buscar la dirección que figuraba en su carnet en un plano de Madrid incluido en la guía telefónica. También sabía que hacía ejercicio y que veía películas alquiladas; por supuesto, su gimnasio y su videoclub estaban en su barrio. Pero lo que me permitió localizarla finalmente fue una nota de papel cuadriculado y arrugado donde se leía garabateado un número de teléfono y un nombre presumiblemente extranjero, Romana o algo así. Al día siguiente telefoneé a ese número y al otro lado de la línea se escuchó una voz efectivamente extranjera. Traté de explicarle que había hallado fortuitamente la cartera de Verónica en la calle y que no la conocía, pero que si ella podía facilitarme el teléfono de la chica yo haría lo posible por devolvérsela. Romana, o como se llamara aquella mujer, pareció confusa en un primer momento, como si no entendiese nada o no conociese a Verónica. De pronto parecieron aclarársele las ideas y recordó –o eso me pareció a mí- de quién le estaba yo hablando. Posteriormente Verónica me explicaría que Romana –o lo que sea- y ella se habían conocido justamente el fin de semana anterior y que no eran amigas, lo que tal vez explicase el despiste de mi interlocutora.

Tras mi ardua investigación y con el número que me proporcionó Romana pude contactar con Verónica, que se mostró agradecida y encantada de concertar una cita conmigo el jueves siguiente –creo recordar- en un bar de la Puerta del Sol para recuperar su cartera. Ese día por la mañana la luz atravesaba el mundo y había una huelga de taxistas que se manifestaban por la calles del centro tocando el claxon para llamar la atención sobre sus reivindicaciones. Una vez en la Puerta del Sol y, algo aturdido por lo pitidos, llegó la duda: habíamos quedado en un bar con nombre caribeño o tropical y allí había dos, el Jamaica y el Hawai. Entré en ambos intentando reconocer a Verónica en la barra o en alguna mesa, pero resultaba harto difícil con la única foto de la que disponía. Así que, después de algún momento de indecisión, pedí una cerveza en el Hawai, que me parecía más amplio y luminoso. Al cabo de unos minutos, en los que me sumí en la lectura de no se qué, apareció en el bar una joven con vestido florido y primaveral y media melena, un aspecto algo más recatado del que yo había imaginado a juzgar por la foto del dni, en la que mostraba gesto duro y ceño fruncido. Aún así la reconocí al instante y ella a mí, pues me levante del taburete escrutándola con la mirada. Verónica era sonriente y había elegido la opción inversa a la mía: estaba en el Jamaica aunque, afortunadamente, se había dado cuenta de la ambigüedad de la cita y había decidido pasar por el Hawai por si yo estaba allí. Así que, como yo ya había acabado mi consumición, regresamos a donde ella estaba. Me sorprendió, al llegar a la mesa donde se había instalado, ver, al lado de la caña demediada que había pedido, un libro autobiográfico de Gonzalo Suárez, en cuya portada aparece él de joven luciendo una hermosa barba y una profusa melena. Por ahí comenzó la conversación, le expliqué que Gonzalo nació en Oviedo, como un servidor, y que además, y curiosamente, vivía actualmente en mi misma manzana, en Ópera, por la parte de atrás, cerca del monasterio de la Encarnación y que regularmente le veía por las calles del barrio donde siempre tentaba la posibilidad de decirle algo pero nunca le decía nada, de pura vergüenza. Ella confesó no conocerlo aún mucho pero aseguró que el libro le estaba gustando. Además me contó que era actriz y que actuaba en la obra Inferno basada en la Divina Comedia del divino Dante. Yo extendí sobre la mesa todas mis virtudes como escritor diletante y físico en ciernes, y caña tras caña hablamos de ciento un mil cosas, como el mercado inmobiliario, los after hours más desaconsejables o la difícil carrera del que quiere abrirse un camino en el mundo de la interpretación. Sinceramente, y aunque Verónica parecía extrovertida y echada p’alante, la visualicé en un negro futuro plagado de barras de bar y castings, como tantas otras chicas simpáticas y bonitas, trabajando como camarera eternamente en busca de su gran papel en una publicitada producción del cine patrio, tal vez un papel secundario. Tras cinco o seis y cañas y tras compartir la última la acompañé a Callao –ella tenía que visitar a su agente- y prometimos volvernos a ver, intercambiamos los teléfonos –yo ya tenía el suyo-, apalabramos un par de fiestas que uno y otro vislumbrábamos en el horizonte. La realidad, como suele pasar, fue que cruzamos un par de mensajes en las semanas siguientes y lo prometido se disolvió en la marea del tiempo y nunca, nunca más nos volvimos a ver.

Cómo de grande fue mi sorpresa cuando, viendo el trailer de la nueva peli de Bigas Luna, “Yo soy la Juani”, descubrí asombrado que la nueva gran promesa del cine nacional y la chica que posa en pose provocativa en los gigantescos carteles de la Gran Via –el mismo rostro de gesto duro que vi en su dni-, no es otra que Verónica, Verónica Echegui, la chica cuya cartera yo salvé del abismo del olvido y que ahora llena las páginas de los periódicos y la revistas de tendencias gratuitas que reparten en los lugares más tendenciosos. Y fantaseé entonces con la posibilidad de que Verónica se convierta en una gran estrella, la más rutilante de la historia española, como Marilyn o Audrey Hepburn, y que en el futuro se imprima su rostro en bolsos y camisetas y la gente la considere un mito, y su memoria persevere generaciones y generaciones, pero al fin y al cabo yo sepa que es una persona de carne y hueso, que duda y que pierde carteras y que se cita con los que se las encuentran, e imaginé también haber vivido en otro tiempo y haber coincidido en clase, en la escuela, con Sofía Loren, o haber jugado en mi pueblo con Grace Kelly al escondite, y saber que todos y cada uno de los dioses tienen los pies de barro, y mocos, y legañas cuando se despiertan después de una mala noche y, además, resaca.

jueves, octubre 26, 2006

Pequeña autobiografía intelectual


Ay, que bien frecuentar la Facultad de Filosofía para cursar mis minuciosamente elegidas asignaturas de libre elección y comprobar que es una Facultad de verdad, que huele a añejo y que es fea y amarilla y tiene las paredes cubiertas de planchas de madera marrón oscura –yo siempre asocié este tipo de madera al pensamiento e imaginaba a Einstein o a Nietzsche dictando clases magistrales en sitios semejantes repletos de humo-; no como la mía – la de Física- que recién reformada parece el Corte Inglés o un tanatorio de reciente construcción, con sus suelos de mármol y su moderna cafetería y donde, al acercarse a la ventanilla de secretaría, más bien parece que vas a hacer un ingreso en Caja Madrid o a pedir un Happy Meal en el McDonalds, aunque sea solo por el juguete de regalo, que era por lo que lo pedíamos. La Facultad de Filosofía es una facultad de verdad, como las que yo imaginaba de niño –cuando comía, insensato, hamburguesas-, o las que veía en la tele, donde huele a partes iguales a rancio y a conocimiento, y la gente pierde el tiempo en la taberna haciendo planes para cambiar el mundo o ideando revistas literarias o subversivas, y las alumnas son regordetas pero hermosas y usan gafas de pasta para ver más allá de donde ven los demás, porque ellas se saben a Hegel y a Marx, y ellos saben Lógica y Ética y lucen estilosas medias melenas, jerseys de lana y perillas, y todos con pañuelos por el cuello y fumando de liar. ¿Saben? yo siempre me considere de letras –o de Humanidades como dicen ahora-, y siempre se me dieron mal, fatal, las matemáticas, pero como se me daba bien la ciencia y no había que empollar tanto, ni echarle horas, sino deducir, inducir y entender, acabé eligiendo ciencias puras en el bachillerato y finalmente Astrofísica como carrera, inspirado por los documentales sobre el Cosmos que Carl Sagan presentaba en las sobremesas de la 2. Así acabé estudiando esta cosa, que resultó –como todo supongo- menos excitante de lo que en principio yo imaginé, aun así siempre me sentí un estudiante de filosofía frustrado. Lo cierto es que, ya pensando como un adulto, la Física ofrecía más salidas –dicen que no hay paro- y la Filosofía era más bien un callejón sin salida, razón por la cual se instaló en mí una suerte de fascinación por aquellos que, ajenos a los dictados de Capital y del mercado laboral, habían elegido el camino hacia el abismo, valorando más el pensamiento abstracto que la futura estabilidad económica. Así que en tercero de Física, en un arrebato de intelectualidad y coincidiendo con mi traslado desde la nublada y entrañable Asturias al salvaje y soleado Madrid, decidí simultanear estudios, esto es, estudiaría lo mío presencialmente y la Filosofía a distancia, por la UNED. El resultado, tras un año, fue el previsible, un desastre académico y una crisis de identidad galopante. Ahora cuando visito la Facultad de Filosofía mi sentimiento es la mezcla del que deben sentir el desertor del ejército y el niño que va a Disneylandia, y mato el tiempo entre las clases leyendo los programas de las asignaturas y los resultados de los exámenes en los tablones, como si eso fuera conmigo, y a veces rezo secretamente para que ninguno de los que tuvieron el valor de elegir ese camino me identifique como infiltrado, un cobarde o un extraño.

Cada día anochece más temprano.

domingo, octubre 22, 2006

Coche

Papá era calvo y tenía una barba canosa y vestía con una horrible cazadora amarillo salmonela y olía siempre a ginebra. El coche de papá, en cambio, olía siempre a tabaco y el aire allí dentro parecía más denso -como la atmósfera de algún planeta extraño y peligroso-; la tapicería, estampada en blanco y negro -ajedrezada- se veía amarillo nicotina y en el cenicero no cabían más colillas. Papá unos días me decía que era agente secreto de la policía y otros días me llevaba de bares y financiaba generosamente mis partidas a los videojuegos mientras él, acodado en la barra, se ponía tibio a Gordons tónica. Papá desapareció un día y ya no tuve que esconderme más por las calles de Oviedo, buscando las esquinas y bajando la cabeza, de regreso a casa; o sorprenderme cuando le veía plantado muy erguido y orgulloso en la parada del autobús del colegio cuando mis compañeros me preguntaban, quién ese hombre raro que te espera, y yo intentaba decir algo pero no decía nada. O tener que soportar el desgarro de mi padre tirando de mí por una manga y mi madre y mi tía a dúo por la otra, y sentir mis brazos en cruz como un pelele crucificado al que algún día iban a partir salomónicamente por la justa mitad. Tengo la patria potestad, decía papá, es mi derecho, y yo no entendía nada, porque aquellas palabras, patria potestad, me sonaban absurdas y anodinas, sobre todo potestad, porque patria sí lo entendía, aunque ahora, más viejo, ya no lo entiendo. Lo cierto es que pensábamos que su desaparición se debía a un viaje a Algeciras, su tierra natal, donde habitaba su (¿mí?) familia, constituida básicamente por un tropel de suicidas, contrabandistas, esquizofrénicos y alcohólicos. Nunca pensamos que había muerto.

De lo de la muerte nos enteramos meses después, nueve tal vez. La casera del pequeño apartamento en el que vivía, aledaño a mi casa, al final de un pasillo largo y oscuro, y consistente en habitación, baño y un salón cocina en el que ambas estancias se separaban por una puerta corrediza plegable que imitaba a la madera -pero que era de plástico malo-, dejó un día de recibir el pago mensual por el alquiler. Al cabo de unos meses, cuatro o así, y en vista de la ausencia injustificada de mi padre, decidió entrar con su llave en el inmueble. La sorpresa fue mayúscula o superlativa al descubrir que mi padre no se había ido a Algeciras ni a Tombuctú ni a ninguna parte, simplemente se había tumbado una noche cualquiera –presumiblemente tarde, amaneciendo y muy cocido- en su cama de noventa a esperar lo inesperado -pero bastante esperable-, un infarto de miocardio –el corazón, el corazón- que le dejó seco -literalmente- allí tumbado y que impidió que pagara la renta a la casera durante los meses siguientes, y que también impidió que me invitara en adelante a su casa a ver el fútbol merendando canapés de atún con mayonesa sobre pan recién hecho que comprábamos en la panadería de abajo, y también que me esperara en la parada del autobús del cole con gesto orgulloso o que tirara de la manga de mi cazadora que mi madre y mi tía dejaban libre tirando al mismo tiempo del otro lado, porque él tenía la patria potestad y yo no entendía nada, como Jesucristo en el Gólgota clamándole al cielo.

Todo esto llegó a mis oídos, y nunca mejor dicho, una noche en la que, contando catorce primaveras, abandoné mi habitación sigiloso en mitad del sueño para echar una meada. En la cocina, contigua al servicio, aún se mantenían despiertas mi madre y mi tía, que había decidido visitarnos a esas horas intempestivas. Mientas mi orina iba cayendo en el agua del inodoro pude oír, entremezclado con el ruido del agua cayendo sobre el agua, como mi tía le relataba a mamá la historia. Luis ha muerto, dijo, y yo lo oí y oí también algunos detalles, porque aunque se pueda dejar de ver no se puede dejar de escuchar pues los oídos no tiene párpados ni nada que los separe de lo que existe ni nada que los preserve del horror o de lo real, que viene a ser lo mismo, los oídos son honestos y no pueden esconder lo que ocurre al que los posee. Yo volví a mi habitación algo turbado y, contrariamente a lo esperado, concilié el sueño sin dificultad. Al día siguiente, al despertar, digerí la situación y le dije a mi madre, mamá, sé que papá ha muerto, y después me reí, y con aquella risa quería simplemente expresar que no deseaba ser objeto de lástima o de pena o de nada. No quise ser una víctima ni quise ver los ojos piadosos de mis familiares posándose en mí. Reí como diciendo no os preocupéis, aquí no pasa nada. Nada pasa. La muerte de papá supuso un impacto más filosófico que emotivo pues lo cierto es que me libraba de la tristeza de soportar a un padre alcoholizado y plasta, y de las comidillas de los compañeros y de las miradas de pena de los adultos que estaban al tanto de mi problemática. El cadáver de papá fue misteriosamente trasladado a su tierra y enterrado o incinerado y sus cenizas, tal vez, esparcidas por las aguas del atlántico o del mediterráneo, quién sabe, y nadie nos avisó a mi o a mi madre o a mi tía o a nadie de la familia, de tal manera que aún desconozco donde reposan sus restos o si estos reposan en paz.

El coche de mi padre, un Ford Fiesta metalizado y con múltiples abolladuras en su carrocería, permaneció aparcado en una calle cercana a la mía durante meses y cada vez que pasaba por allí me asomaba a su interior y posaba las yemas de mis dedos en la ventana y me preguntaba si allí dentro seguía encerrado aquel aire saturado de humo o si su aliento todavía seguía contenido en aquel coche y también si todas las palabras que en algunos viajes me había dicho todavía revoloteaban por allí sin oídos distraídos que las acogieran. El coche finalmente desapareció envuelto en el mismo misterio en el que desapareció él mismo –papá- o su cuerpo inerte, tal vez se los había llevado la grúa municipal, a ambos. Todavía podría ir a allí, a la calle donde estaba el coche aparcado –que han peatonalizado quizás en honor de papá-, y señalar aquel sitio exacto con el dedo.

martes, octubre 17, 2006

Manzana

¿Recuerdas que amabas los manzanos y lo habías olvidado? Y yo bajaba la vereda con la fruta entre las manos, brillante, verde y soleada. Madre, enséñame qué cosas son las buenas. Y por allí caía el valle y en él los prados de los bueyes y el abuelo, que se parecían tanto. Y abajo la casa oscura de la vieja tía Práxedes que no moría nunca y olía a antiguo y a tierra y a humedad y no tenía ni luz ni agua corriente y parecía de otro mundo. Su rostro lo surcaba un dédalo de líneas subcutáneas. Hijo, las cosas buenas de la vida serán las que tu quieras que lo sean. Solo tienes que cogerlas con las manos y morderlas.

lunes, octubre 09, 2006

Plan de fomento de la lectura

Fue estupendo descubrir que los cuatro tipos que ocupábamos los asientos de ese flamante vagón de la recién estrenada línea tres de metro teníamos buen gusto literario o que teníamos, al menos, gusto literario fuera como fuese. El más molón sin duda un grueso volumen en edición inglesa e ilustrada de Alice in wonderland de Lewis Carrol, aunque tampoco se quedaba a la zaga la más modesta edición de bolsillo de La espuma de los días de Boris Vian que sujetaba entre sus escuálidas manos el tipo sentado al lado del primero. Por lo demás enfrente de mí un calvo cercano a los cuarenta se ocupaba en algo de Mario Vargas Llosa mientras yo, cuarto y último, aparte de registrar todo esto, trataba de no perder el hilo de un Antonio Muñoz Molina corto y divertido que me ha dejado Ana. La quinta en discordia no completaba el póker sino que era una mujer bien madurita y sin libro, sentada entre Boris Vian y Vargas Llosa, que me escudriñaba ávidamente tras sus pequeñas gafas de sol de lente redonda manteniendo una postura digna y erguida; yo sentía como sus ojos leían en mí como si mi cuerpo fuera un libro o un poema y estuviera recubierto de palabras aquí y allá, en las manos, en el pelo, en el pecho, en las mejillas, y cada vez que yo interceptaba su mirada con la mía ella movía rápidamente sus ojos huidizos para enfocar hierática al frente, tratando de disimular su lascivia menopáusica, hasta que de nuevo me sumía en la lectura para después de un rato levantar instintivamente la cabeza y encontrar otra vez a la mujer observándome y disimulando. Me pregunté qué pensarían sus hijos, probablemente de mi edad, de aquello y me pregunté también si dado el caso me llamarían Txe o simplemente papá, e iríamos juntos de copas, e imagine vívidamente su cuerpo pálido y enjuto, y su ropa ocre y anodina tirada por el suelo y sus gafas y sus joyas esperando sobre la mesita de noche. Y sentí desagrado y repulsión por aquella mujer que nada leía en un vagón tan literario y que solo simulaba mirar al frente distraída, pero después, perdido entre las líneas de mi libro, experimenté cierta pena y nostalgia adelantada, pues seguramente a esas alturas se echan de menos el ángulo de erección y la algarabía de la juventud desenfrenada.

miércoles, octubre 04, 2006

Otoño, Madrid

Temo a este otoño como los cazadores temen a los osos cavernarios, como temen los niños listos los rostros de las muñecas de porcelana, como temen las beatas enlutadas los poderes luciferinos, como quien teme a la enfermedad y a la muerte. El otoño viene cortando cabezas y estoy muy asustado.

Yo amaba las flores y las danzas del estío.

No es que me entristezcan las grietas grises del asfalto ni los paseos encorvados de los ancianos de este barrio. No es que vea a los niños jugando delante de mi portal con balones y bicicletas ajenos a esta tragedia y piense, ilusos, no siempre es así. No es que Perséfone regrese a su rapto infernal y a su paso el mundo muera y languidezca de nuevo y las hojas se caigan y los cielos se nublen de plomo. No es solo que quejarme en Octubre me parezca estéticamente perfecto y que tu garganta supure pus y tu cuerpo aterciopelado tiemble lejos en la sierra y tengas frío. Es todo esto junto, revuelto, y mucho más.