En las ciudades de provincias, aunque haya muros opacos,
persianas bajadas, puertas, portezuelas y cancelas, costosas obras de
insonorización o gafas de sol Wayfarer, se vive en permanente vida pública. En
las calles, en los bares, en los
sex
shops, siempre hay alguien que conoces, o que te conoce, o al que no
conoces muy bien pero con quien alguna
vez (que no recuerdas) coincidisteis nosédónde. Así, levantas levemente la
mano, o ensayas un breve gesto con la cabeza, hola, qué tal, como va eso, y
luego ya a lo tuyo, a mirar los tangas o las novedades en DVD's de sexo geriátrico. Esto
pasa,
of course, en Oviedo, que ya en
la tradición literaria (véase La Regenta (la serie me refiero, no el novelón,
sino diría léase)) tiene fama de ciudad cotillera y criticona, y con razón. En
Madrid, no crean, la cosa es parecida: si uno lleva un puñado de años y se
mueve lo suficientemente rápido y
contundente por sus saraos y sus mentideros, acaba encontrándose a conocidos
con la misma frecuencia por la Gran Vía que por la recoleta calle Uría ovetense.
Porque Madrid es un pueblón. Así, la sensación es la de vivir, en vez de en una
ciudad, en un piso compartido en el que sabes que probablemente te encontrarás
constantemente con tus compañeros en el pasillo o en la cocina, y en ropa
interior. Porque cuando la gente habla mucho de la gente, y todo se sabe, vivimos
en calzoncillos. Ahí está Facebook, sin ir más lejos, que es como una capital
de provincias, pero sin catedral ni dulce típico (habrá que inventarlos),
aunque con muchos tontos del pueblo y muchos borrachos ilustres. Por lo demás,
algunos tenemos las piernas muy bonitas.
En las ciudades de provincia se cuentan muchas tragedias. A
mí, cuando llego a Oviedo después de una temporada larga sin dejarme caer por
aquí, en seguida se me pone al día religiosamente de fallecimientos,
enfermedades degenerativas o venéreas, intentos de suicidio (fracasados o
exitosos, signifique esto lo que signifique), divorcios o triunfos electorales
de la derecha. O ese familiar demente al que ya le cuesta reconocerte. Las
razones para esto, se me ocurre, son varias: el contacto íntimo entre todos los
ciudadanos, el contacto interno entre las familias, también la falta de grandes
eventos, que, tal vez, magnifica los eventos pequeños que configuran la pulpa de nuestras míseras
vidas, que suelen ser desgraciados y que corren de boca en boca dándole un poco
de color, aunque sea gris, a la peripecia cotidiana. Si uno se ha ido de su
ciudad natal, es probable que conozca poca gente en su nueva ciudad en edad de
desarrollar Alzheimer o morir de viejo. Y en las ciudades grandes hay muchos
que están muy solos. Y luego están todos esos amigos que, recién entrados los
30, se embarazan. Que no digo yo que esto sea una desgracia, eso que conste.
Se aprecia muy bien el continuo paso del tiempo: las
reuniones se llenan de hijos que corretean y los bares se vacían de caras
conocidas. Nos arrugamos, clareamos, engordamos, lo flipamos. Igual la moraleja
es que ya es hora de dejar de perrear, ponerle freno al bullate y construirnos una vida
como Dios Manda, con su primogénito, su domingo por la tarde, sus tachuelas. Cada
vez van pasando diez años de más cosas. Cada vez estamos más lejos de todo.
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