martes, diciembre 27, 2011

Ciudad de provincias: instrucciones de uso

En las ciudades de provincias, aunque haya muros opacos, persianas bajadas, puertas, portezuelas y cancelas, costosas obras de insonorización o gafas de sol Wayfarer, se vive en permanente vida pública. En las calles, en los bares, en los sex shops, siempre hay alguien que conoces, o que te conoce, o al que no conoces muy bien pero con quien  alguna vez (que no recuerdas) coincidisteis nosédónde. Así, levantas levemente la mano, o ensayas un breve gesto con la cabeza, hola, qué tal, como va eso, y luego ya a lo tuyo, a mirar los tangas o las novedades en DVD's de sexo geriátrico. Esto pasa, of course, en Oviedo, que ya en la tradición literaria (véase La Regenta (la serie me refiero, no el novelón, sino diría léase)) tiene fama de ciudad cotillera y criticona, y con razón. En Madrid, no crean, la cosa es parecida: si uno lleva un puñado de años y se mueve lo suficientemente rápido y contundente por sus saraos y sus mentideros, acaba encontrándose a conocidos con la misma frecuencia por la Gran Vía que por la recoleta calle Uría ovetense. Porque Madrid es un pueblón. Así, la sensación es la de vivir, en vez de en una ciudad, en un piso compartido en el que sabes que probablemente te encontrarás constantemente con tus compañeros en el pasillo o en la cocina, y en ropa interior. Porque cuando la gente habla mucho de la gente, y todo se sabe, vivimos en calzoncillos. Ahí está Facebook, sin ir más lejos, que es como una capital de provincias, pero sin catedral ni dulce típico (habrá que inventarlos), aunque con muchos tontos del pueblo y muchos borrachos ilustres. Por lo demás, algunos tenemos las piernas muy bonitas.

En las ciudades de provincia se cuentan muchas tragedias. A mí, cuando llego a Oviedo después de una temporada larga sin dejarme caer por aquí, en seguida se me pone al día religiosamente de fallecimientos, enfermedades degenerativas o venéreas, intentos de suicidio (fracasados o exitosos, signifique esto lo que signifique), divorcios o triunfos electorales de la derecha. O ese familiar demente al que ya le cuesta reconocerte. Las razones para esto, se me ocurre, son varias: el contacto íntimo entre todos los ciudadanos, el contacto interno entre las familias, también la falta de grandes eventos, que, tal vez, magnifica los eventos pequeños que configuran la pulpa de nuestras míseras vidas, que suelen ser desgraciados y que corren de boca en boca dándole un poco de color, aunque sea gris, a la peripecia cotidiana. Si uno se ha ido de su ciudad natal, es probable que conozca poca gente en su nueva ciudad en edad de desarrollar Alzheimer o morir de viejo. Y en las ciudades grandes hay muchos que están muy solos. Y luego están todos esos amigos que, recién entrados los 30, se embarazan. Que no digo yo que esto sea una desgracia, eso que conste.

Se aprecia muy bien el continuo paso del tiempo: las reuniones se llenan de hijos que corretean y los bares se vacían de caras conocidas. Nos arrugamos, clareamos, engordamos, lo flipamos. Igual la moraleja es que ya es hora de dejar de perrear, ponerle freno al bullate y construirnos una vida como Dios Manda, con su primogénito, su domingo por la tarde, sus tachuelas. Cada vez van pasando diez años de más cosas. Cada vez estamos más lejos de todo.

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