Me gusta ver cómo se caen al suelo las ancianas. Dirás que
soy cruel, vil, frívolo o malvado, pero no hay maldad en ello, de hecho, me
gusta ver cómo se cae todo el mundo al suelo, pero especialmente las ancianas.
Me pasa desde niño: la primera noticia que tengo de mi vida, después de mi
propio nacimiento, es aquella ocasión que me cuenta mi madre con frecuencia en
la que mi abuela (que murió poco después de nacer yo y de la que no guardo
recuerdo alguno) se tropezó y se dio un buen hostiazo y yo, aún siendo un bebé,
me descojoné de la risa. Supongo que, desde entonces, me gusta ver el
descalabro de la orgullosa verticalidad humana, aunque sea momentáneo, a manos
de las implacables leyes de la naturaleza. Memento
mori.
Toda esta noche estuvo girando la Tierra lentamente y de mañana
subió el Sol. Dejé al Sol pasar a mi casa, a mi cuarto, a mi salón, y aquí,
tomándome un expresso y fumando de
liar, me he puesto nostálgico al escuchar una canción de los tiempos heroicos.
Entonces he empezado a recordar a todas las ancianas a las que he visto caer en
mi vida. Aquella, ya entre nieblas, que se tropezó en la calle principal de
Torremolinos. Aquella que, en Oviedo, se estampó sobre los pasteles que llevaba
bien envueltos. La que en un pueblecito ignoto se precipitó portando una bolsa del
supermercado en cada mano y no pudo usar los brazos para frenar el golpe.
Aquellas dos que se cayeron simultáneamente, una delante y otra detrás,
subiendo las escaleras del la estación de metro de Sol, a principios de este siglo. Mis entrañables viejas
kamikaze, algunas las recuerdo, pero otras creo que las inventé yo mismo en mi
memoria.
Dicen que si una anciana se cae corre el peligro de romperse
la cadera, una lesión complicada a esas edades. No es eso lo que yo deseo,
desde luego, solo verlas caer, y escucharlas emitir ese gritito y luego ver a
señores genéricos, con pies y con brazos y con manos yendo a socorrerlas,
escucharlas luego murmurar y maldecir, y amenazar con denunciar al
ayuntamiento: esa baldosa estaba suelta.
¿Recuerdas cuando íbamos a misa de ocho? Al final, las
ancianas, con su cabello morado pero nada punk, salían agarrando muy fuerte el
bolso, temiendo a los mendigos que esperaban en la puerta. Alguna rebuscaba alguna moneda
pequeña para alguno. Y luego se iban a la confitería a tomar pasteles y
descafeinado. Yo sé que las ancianas tienen soluciones para la Humanidad. María
Angustias, por ejemplo, sabe lo que hay
que hacer para frenar el cambio climático. Doña Remedios tiene la solución para
salir en un plis de la crisis y cortar la sangría del paro. Alfonsina sabe como
aprovechar los fines de semanas fuera de los bares. Ellas saben estas cosas
pero no las dicen por el mero gusto de saber que lo saben y que no lo sabe nadie
más. Que podrían cambiar el mundo, pero pasan. Por eso disimulan, y en vez de hablar de la emergencia China o de la solución
energética global, hablan de la hija de Conchita, que está claro que es prostituta, y
del hijo de la del quinto, que está claro que es drogadicto. Y luego mojan el
croissant en el café, y lo remueven y lo muerden, y se quedan sumidas en sus pensamientos
y piensan que jamás, jamás de los jamases, se van a caer al suelo.
2 comentarios:
Nunca he visto caer a una anciana. Una vez atropellé a una con mi bicicleta, pero sólo se hizo un pequeño rasguño.Creo que no se trata solo de una invención de mi memoria.
Espero que tengamos el placer de ver caer ancianas algún día. ¿Te importa que ponga el texto en mi blog? Añadiendo el enlace a tu página, por supuesto. :D
Un beso y un bonito recuerdo de un resbalón en la acera, desde
1sombraenlaoscuridad.blogspot.com/
ponlo, claro. te deseo un próximo avistamiento de una anciana desabaratada
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