Montan guardia en cada esquina del bar. Uno acodado en la
esquina de la barra, otro en la mesa de la entrada, encorvado y meditabundo,
con un palillo entre los dientes, aquel jugando a la tragaperras, arrullado por
las alegres melodías y las luces de colores, al fondo, en la penumbra, uno que
habla bien poco. Los señores-que-bajan-al-bar miran, entre aburridos y
aterrados, el férreo pasar del tiempo.
Yo, que ya voy amontonando años, también bajo al bar. Dicen
que hay que hacer mucha barra para luego escribir, sentarse entre la gente y
escuchar disimuladamente las cosas que dicen, hacer como si nada. Así que uno
baja, y pide una cerveza y un periódico, pero el periódico es para disimular,
para entretener la vista en algo mientras las orejas trabajan rastreando las
historias más bizarras.
Los señores-que-bajan-al-bar no son tanto como amigos, pero
tal vez son algo más que conocidos. “Drink buddies”, socios de beber, que
dirían en inglés, aunque los señores-que-bajan-al-bar no son borrachos al uso.
Se toman pequeños vasos de vino o botellines de un quinto, muy despacio,
mientras observan a la gente que sí tiene cosas que hacer pasar al otro lado de
las ventanas. Pocas veces se emborrachan, lo suyo es ir trabajándose el hígado
poco a poco, con esmero y tenacidad.
La cosa se anima cuando hay partido de fútbol, aunque ahora
los hay casi cada tarde. Añoro aquellos tiempos cuando el balompié se jugaba
los domingos y resto de la semana nos dejaban pensar en paz, eran, sin duda
tiempos más reflexivos. Pero ahora, con el fútbol a diario, todo se ha teñido
de la excitación, del alboroto, de la inmediatez del deporte rey, y así va el mundo,
como si todo se jugara a 90 minutos. El mundo está en tiempo de penalties. Y
nos los están metiendo todos.
Con el partido, los señores-que-bajan-al-bar, y que
habitualmente visten de marrón y tonos pardos, incrementan su nivel de
conversación. A veces, si el partido es importante, el bar se llena de
señores-que-bajan-al-bar y hablan a gritos con los camareros. Hay uno que es culé
al que tienen amargado. Los
señores-que-bajan-al-bar son, por lo general, además de grandes conversadores, son
grandes conservadores. Así que, cuando no hay fútbol, ponen los toros, y el bar
se llena de sangre.
Intento imaginarme qué es lo que hace que los
señores-que-bajan-al-bar bajen al bar a asesinar las horas de la tarde, cuál es
el motivo. Tal vez traten de olvidar a una mujer, a una mujer muerta, o huida,
o a una mujer que les espera en casa, con rulos y en bata, para hacerles la
vida imposible a modo de espejo de lo que ellos son, mostrando en qué triste
parodia se ha convertido la vida. Tal vez traten de llenar de algo el desempleo
rampante, de buscar un sentido a la existencia en el fondo del botellín o al
fondo de las redes de las porterías del Estadio Santiago Bernabéu. Estos luego
volverán a una buhardilla cochambrosa a pocas manzanas, cuando ya haya pasado
el telediario y el edificio ya esté en silencio, y se tumbaran en una cama
desecha de noventa a devorar el techo y preguntarse dónde irán mañana, y, sobre
todo, para qué.
Yo estoy ahí por las tardes, bebiendo cerveza y haciendo que
leo el periódico. Yo también seré un señor-que-baja-al-bar en un futuro no muy
lejano (no hay ningún futuro lejano), pero por el momento, como no me reconocen
como uno de ellos, me miran con cierto recelo y no me dirigen la palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario