A las 9:30 de la mañana ha sonado el timbre.
- Fontanero.
La taza del váter (cómo se escribe el váter) llevaba atascada unos cuantos días y bajábamos en fila india a La Pepa para ir al baño. Era, sin duda, bastante triste: Ale sorprendió la otra tarde en el baño de la taberna a una señora con abrigo de visón tratando de defecar adoptando la postura del esquiador, ya saben, para no tener que sentarse y evitar coger enfermedades. A la señora le dio tanta verguenza que tardó un buen rato en abandonar el baño, esperando que no aguardásemos fuera.
En realidad tener que bajar a la calle para hacer nuestras necesidades -como los perros- no era tan incómodo, bastaba con hacerlo una vez al día, pero la situación en la casa nos provocaba cierta inquietud. El fontanero nos pareció de confianza, de la vieja escuela: entrado en años y con mono azul. Entró en el cuarto de baño, observó el desaguisado un instante y pidió una fregona. La sumergió en el agua estancada, hizo algo de fuerza y violá: desatascado. Nos quedamos de piedra, lo habíamos intentado con el desatascador repetidas veces sin ningún éxito, pero ya ven, la experiencia es un grado y el viejo fontanero con tan solo introducir la fregona lo solucionó en un momento.
Le preguntamos cuanto se debía.
- Son treinta euros.
Lo peor es que hace tres o cuatro semanas, cuando la avería se produjo por vez primera le habíamos pagado doscientos cuarenta europeos a un fontanero de urgencia - un sábado por la tarde- por repararlo.
Sí, definitivamente somos gilipollas.
jueves, noviembre 17, 2005
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario