Texto publicado en El Estado Mental
Foto de Liliana Peligro
He
viajado por casi todos los continentes, he subido a los palacios y he bajado a
las chabolas, he almorzado solomillo con consejeros delegados y bolas arroz
blanco con niños esclavos, he cruzado desiertos pedregosos y ahondado en
junglas pobladas por narcos y guerrilleros, en coches, ferrys, trenes
nocturnos, aviones de hélice, barcos veleros o patrols de las Naciones Unidas.
Y en todos los lugares a los que he llegado, siempre, inevitablemente, me ha
brotado la misma pregunta: oye... ¿aquí hay wi-fi?
En
O Campo de Toexe (Paradela, Sarria, Lugo, España, el planeta Tierra) no hay
wi-fi. Este lugar más que un pueblo es una aldea, y más que una aldea es un puñado
de casas diseminadas por las verdes colinas del interior gallego como si Dios
hubiera cogido un puñado de terrícolas y los hubiera arrojado al azar sobre
estas tierras. He venido desde Madrid, el rompeolas de todas las Españas, a
pasar unos días con la familia de Liliana a este lugar donde pocos saben lo que
es un Starbucks, no se oye el rumor del tráfico y El Corte Inglés más cercano
está en una galaxia muy lejana. Por no haber, no hay ni esa institución
fundamental para la vida social en el campo que es el "bar del
pueblo". El campo es la última frontera del urbanita y este lugar me
resulta tanto o más extraño que otros a los que tardé en llegar un día entero
en avión.
Muchos
dirán que contar cómo es la vida en una aldea es contar una obviedad, porque
multitud de personas viven o veranean en pequeños pueblos como este (un amigo
me ha dicho que me van a llamar pijo de ciudad por escribir esto: nada más cierto). Y es cierto, pero también es cierto que el éxodo del
medio rural al urbano es cada vez más fuerte. Más de la mitad de la población
vive hoy en zonas urbanas y se calcula que para 2050 ese porcentaje sea del
66%. Grandes zonas del centro de España como Soria, Guadalajara o Teruel se
quedan deshabitadas (se calcula que en España hay unas 1.500 aldeas abandonadas
en venta) mientras nos vamos aglomerando como ladrillos en las ciudades, esas
tierras de la oportunidad.
No
es un fenómeno nuevo ni mucho menos: mis suegros, Alicia y Pepe, dejaron estas
colinas gallegas en los años sesenta para buscar un futuro en Barcelona,
formando parte de aquella diáspora que llenó las grandes ciudades de
trabajadores de provincias (mi suegro era carpintero) en la época del
desarrollismo franquista: allí tuvieron hijos, que son catalanes de nacimiento,
y con ellos fundaron una familia. Así que, para los citadinos que no sabemos de
dónde salen las cebollas o cómo es una vaca, el campo, de donde salió el ser
humano para encerrarse en una jaula de acero, hormigón armado y cristal, es
toda una novedad llena de cielo, de verde, de cacas y de bichos terroríficos.
Así
que esto es un vaca.... El animal me mira con una mezcla de sorna y ensoñación
desde dentro de la penumbra de la cuadra
mientras rumia plácidamente. Pienso que mi madre tiene razón: los ojos de las
vacas se parecen a los de Sofía Loren.
-
¡Hola, vaca! - le digo.
-
¿Hola? ¿Quién es?
Quien
contesta, claro está, no es la vaca (aunque por un momento lo pareció, qué susto),
sino Ramiro, un ganadero menudo, con infantiles ojos de azules y unas manos
como las que tendría un árbol viejo. Se ha asomado a la puerta, vestido con
ropa de trabajo azul y botas altas de plástico negro, porque pensaba que le
saludábamos a él y no a la vaca, así que nos invita a pasar a la cuadra.
-
Venga, entrad, pero no os asustéis, que
huele un poco fuerte.
En
efecto, huele "un poco" fuerte. Ahora entiendo lo que me querían
decir cuando decían que mi habitación olía a cuadra. Se trata de un profundo
olor a mierda, un olor que casi se mastica y que se mete por los orificios nasales
como si más que un gas fuera un líquido. A pesar del impacto trato de mantener
el tipo y veo que Ramiro tiene allí más de cuatro decenas de vacas frisonas
que, muy ordenadas (aunque aún no ordeñadas), mascan hierbajos
-
¿Y todas tienen nombre?
-
¡Claro! Mira: esta es Palmira, esta es
Navarra, esta es Mirta, esta es Xata... Acaba de parir hace cuatro días.
Los
animales, indiferentes, echan por sus partes traseras litros de meado o kilos
de caca blanda cuando les viene en gana. Ramiro coge una pala y arrastra la
mierda sobre unas rendijas que la recogen para usar posteriormente como
fertilizante. Lo hace como si estuviera moviendo cajas de cartón en un almacén,
tan tranquilo, porque lleva tratando con este material cara a cara toda la
vida, y ya cuenta 74 años.
Mientras
nos muestra cómo ordeña (en efecto esto es una vaca, que en la India es sagrada
y a la que los veganos ni tocan) nos cuenta los problema que vive el sector lácteo.
"Ahora traen mucha leche de Francia, más barata, y aquí casi nos sale a
pagar producir leche". Precisamente andan los ganaderos esta temporada
dando batalla, reivindicando ante el gobierno (que no quiere fijar un mínimo)
unos precios dignos para el litro del líquido blanco y no tener que vender a
fabricantes y distribuidores por debajo del precio de producción: cuesta 34 céntimos
y la venden a 28. Después de meses de protestas y movilizaciones y una Marcha
Blanca hasta Madrid las empresas del sector han firmado un pacto que trata de
garantizar su sostenibilidad. Sin embargo, los sindicatos recelan y no lo han
firmado.
"Venid
a ver el zoo". Ramiro, además de vacuno, tiene tres cerdos, un par de simpáticas
cabras, algunos perros de caza, y un montón de aves, entre las que se pasea el
elegante faisán, como si por aquí él fuera el rey del mambo. Tal vez sea este
trato directo con el reino animal lo que más le llame la atención al urbanita
del mundo del agro. Para nosotros, en las ciudades, los animales son esos
personajes de ficción que aparecen dibujados en los libros de educación
primaria o en los carteles de los supermercados. De hecho, es precisamente en
el supermercado, y a trozos, y muchas veces en bandejas plastificadas, donde
vemos a los animales. Nuestra idea de ellos se parece más a las Ideas de Platón,
perfectas y en un mundo aparte lejos de la sucia realidad, que a estas cosas
que en las aldeas se mueven, pían, gruñen y rebuznan (me gustaría hacer aquí una
mención especial a los encantadores borriquitos). En fin: que me he comido
muchas más vacas y más pollos que los que he visto en mi vida.
Otra
cosa reseñable, volviendo al tema de los supermercados, es la poca necesidad
que aquí hay de ellos (de hecho no hay ninguno cercano). Esto se lo decía yo a
Luis, un hombre que pasa de los cincuenta, vivaracho y encantador, primo de
Liliana, que vive enfrente.
-
Oye Luis, aquí si hay una catástrofe
nuclear ni os enteráis. Podéis aguantar años.
-
Bueno, un año al menos sí. Aquí pueden
salirnos las cosas mejor o peor, pero al menos es todo natural.
Luis
y su mujer, Teresa, que tienen un perro que se llama Trotsky y que parece un
lobo, ni siquiera son campesinos a tiempo completo: son funcionarios, pero
aprovechan las tardes para currar en el campo. Hacen sus propios chorizos y
embutidos, su propio aguardiente y orujo de hierbas, su propio vino y su propio
pan, tienen leche, cerdo y ternera (excelentes chuletones) del propio pueblo.
Y, por supuesto, frutas y verduras a tutiplén. Aquí el tomate es gordo y feo,
no como las relucientes bolitas rojas de los supermercados, pero sabe a otra cosa,
que debe ser el sabor real del tomate: una espectacular explosión pirotécnica
en la boca. La gente de esta aldea se pasa absolutamente todo el tiempo
agasajando a los invitados con diferentes manjares, hasta que tienes que decir
basta. Un día Luis me lleva a mirar como beben los peces en el río, y de paso a
pescar alguno, y otro día me enseña con orgullo una antigua nave que era una
cuadra: ahora la tiene repleta de leña ordenada como en un Tetris perfecto y de
un pequeño desierto de granos de trigo. Con la leña alimentan la calefacción
todo el invierno. Lo único que me ofrecen que no es de su propia cosecha es la
cerveza que es, cómo no, Estrella Galicia.
-
¿Te gusta? - pregunta Luis-. Creo que
ahora ha ganado algunos premios en Alemania, tierra de cervezas, y se bebe
mucho.
Mientras
me habla de jabalíes y corzos, en una cocina que preside una hermosa cocina de
leña, yo me apreto un par de chupitos de su orujo de hierbas, que masajea el
cerebro de forma extraordinaria.
Como
urbanita explorador del campo aprecio de este la estrecha comunión con la
naturaleza, el conocimiento del nombre de los árboles y de las aves, el extraer
de la tierra con las propias manos aquello que te da sustento. Una forma de
vida más esencial, menos meliflua: no hablar del culo de la Kardashian sino de
un roble que un rayo derribó la noche antes. Ver los ritmos de la vida, el paso
de las estaciones y los años, el ciclo de las cosechas, el envejecimiento de
todo lo que vive. La matanza. Si hay algo que sea ser humano, es esto. Tal vez
en estos pueblos tengan, incluso, una mejor relación con la muerte y eso que en
lugares como estos, de población envejecida, se muere mucho: este verano
cayeron cuatro y cada vez van quedando menos. En la cercana iglesia de
Santalla, y en muchas de la zona, los nichos mortuorios rodean estrechamente el
templo, dejando solo un estrecho pasillo alrededor, como si los muertos (que en
pueblos como este han llegado a vivir mucho) esperaran impacientes a los vivos.
Pero aquí saben que muere un animal, pero vive otro, que llega el invierno,
pero detrás la primavera. Quizás, fantaseo, pero puede que por aquí no utilicen
muchos antidepresivos, no conozcan las virtudes de los ansiolíticos. Seguro que
ya lo estoy flipando.
¿Me
vendré a vivir al pueblo, pues? Aquel día que un enorme perro desconocido, con
melenas del color de los leones, apareció de detrás de un muro y subió a él muy
aristocrático para mirarme, como uno de esos dioses del bosque de La princesa
Mononoke, pensé que sí, que aquel perro apolíneo y poderoso me estaba
ordenando que dejara toda mi vida rodeada de asfalto, vivida en pequeñas jaulas
de ladrillo, azorado por las prisas y el fast food. Y que tenía que obedecer o
caería fulminado, que los árboles de ese bosque en San Facundo que parece
sacado de una peli de terror vendrían de noche a sacarme el corazón con su
ramaje. Pero luego se me pasó, claro. Todo esto del pueblo es muy bonito, pero
el trabajo allí es muy duro y también es muy duro soportar esa quietud, sin
poder ir a los bares de moda, a los canapeos, sin el olor de los kioskos y las
comidas del mundo, sin las grandes manifestaciones y las exposiciones del año,
sin los turistas y los jevis de la Gran Vía, sin las terrazas y los after
hours.
Así
que, llegado el fin de la vacaciones, nos cogimos un autobús, desde donde
recuerdo esto, y nos volvimos a la gran ciudad, donde se ruedan los anuncios y
discuten los políticos, donde protestan los vecinos y tarda en llegar el metro,
donde hay una jeringuilla en el baño, pongamos que hablo de Madrid. Porque, al
final, alguien tiene que venir de fuera para volver y contarlo. Pero toda esta
vivencia me recuerda a lo que una vez me dijo el artífice de un festival artístico
que se desarrollaba en el medio rural y en el que artistas e intelectuales de
las ciudades se iban de visita al campo: "No lo hacíamos para que la gente
de pueblo aprendiera de los que venían de la ciudad sino para que los pijos de
la ciudad se empapasen un poco de las buenas maneras de las gentes del
campo".