Cómo imaginar que una cosa tan, aparentemente, nimia nos iba a afectar tan profundamente. De buena mañana me reuní en la calle Campomanes con Isabel, la fotógrafa, a la que no conocía pero con la que luego descubrí que compartía muchos amigos comunes(así es Oviedo). Cogimos su coche y pusimos rumbo a Cangas de Onís, donde nos esperaba Berta Piñán, a la que íbamos a entrevistar (y fotografiar).
En un tramo de carretera cercano a Cangas, mientras hablábamos de curros, de fotos o de cualquier trivialidad ví, ahí delante, casi sin verlo, cómo algo beige claro cruzaba la calzada con rapidez y se echaba encima del coche que venía enfrente en sentido contrario, un coche grande. Todo pasó muy rápido, en décimas de segundo, pero en aquel tiempo infinitesimal me dio tiempo a identificar aquella cosa como un gato y, según el coche de enfrente se acercaba hacia nosotros, pude ver un rastro de pelusas que iba dejando a su paso, pelusas color beige que revoloteaban caóticas y alegres a la luz de aquel intenso sol que se había abierto paso minutos antes entre las nubes. Como digo todo paso muy rápido: entonces lo que vimos delante nuestro fue el gato panza arriba, sacudido por violentas convulsiones. Le dije a Isabel que frenara, pues, atenta a la conducción, no se había percatado de lo que acontecía más adelante. Isabel aminoró y esquivó al gato agonizante -el gato estaba ahí, ahí delante-, miramos atrás y su cuerpo se perdió, como una bolsa de plástico vacía mecida por el viento entre las decenas de ruedas de los coches que nos seguían. Nos quedamos callados un rato, profundamente impresionados, luego dijimos qué fuerte, dijimos pobre gato, dijimos de nada servía parar… Intentamos retomar la conversación. ¿Qué es eso que decías de la piraguas?, le pregunté a Isabel, pero la conversación se apagaba al instante, y volvíamos a mirar por las ventanas, mudos, con una sola cosa en la cabeza: aquel gato convulso, su rostro apretado de miedo y dolor, las zarpas contraídas, boca arriba, arrojado sobre la línea discontínua de la carretera. El espectáculo de la muerte -estaba ahí, ahí delante-, un instante que casi no existe y que separa el ser de la nada, la existencia del vacío, sobre el asfalto caliente.
La entrevista estuvo muy bien: la poetisa resulto ser ultramaja, hospitalaria, profunda y campechana, con una conversación ágil y llena de recovecos. Luego sacamos fotos entre la maleza y las rocas, a la orilla del río Sella. En el camino de vuelta creímos ver un cuerpo peludo, beige e inerte en el arcén, pero ya no recordábamos si ese era el lugar donde sucedió el atropello o si realmente era aquel –o había sido- el gato que vimos morir, o al que vimos vivir sus últimos segundos.
Vuelvo a casa, le cuento a mamá la historia y me habla de cuando, no hace mucho, decapitó un gato que se le tiró delante del coche. Vi por el retrovisor la cabeza por un lado, el cuerpo por el otro, me dijo mamá, y luego se me soltaron las lágrimas hasta llegar a mi destino. Me duró mucho tiempo, aún me dura, la congoja de ese gato. A mí también, mientras escribo esto, me vuelve y me acongoja -el vello de punta- la imagen del gato beige en la carretera de Cangas.
Ayer prohibieron las corridas de toros en Cataluña. Sin embargo hay gente que desea seguir asistiendo a este espectáculo macabro. ¿Se hubieran emocionado ante la visión del gato beige? ¿Albergarían algún sentimiento ante la agonía del bicho? ¿Les hubiera tocado su zarpa moribunda, aunque sólo fuera un roce, el corazón? Se ha hablado mucho de los toros últimamente: la ética, la tradición, la identidad nacional, el arte, la cultura, la extinción de la especie. Yo sólo apelo a una cosa: la simple compasión. ¿Es mucho pedir al ser humano?
jueves, julio 29, 2010
sábado, julio 17, 2010
Menaje y hogar
El primero fue el tostador. Yo estaba cortando queso y pan sobre la encimera de la cocina a las nueve menos cuarto cuando oí una voz. Como estaba solo en casa me giré sobresaltado para comprobar si la voz procedía de uno de mis compañeros que había entrado en el piso sin que yo lo hubiera escuchado, absorto como estaba en la preparación de la frugal cena, pero allí no había nadie. El cubo de basura, el corcho de los recados, la nevera al fondo, su ligero rumor, nadie. Pensé que se trataba de una pequeña alucinación auditiva así que volví a lo mío. Al cabo de un rato, escuché de nuevo una voz ininteligible. Seguía sin haber nadie en la cocina, así que revisé la casa. Nada en el salón, nada en el baño, nada en los dormitorios. Volví al bocata y volvió la voz, pero esta vez me encontré de frente con su procedencia. El tostador, con su boca llena de restos de pan quemado, me estaba preguntando por ti. “¿Dónde está Emilia? ¿Dónde está Emilia? Antes estaba siempre aquí, atareada, cocinando para ti”
Algo aturdido me fui al salón, alucinando bellotas con la charla que no pude mantener con la tostadora. Entonces habló el sofá, levantando torpemente los cojines- y también me preguntó por Emilia y me recordó las cientos de noches en que los dos nos habíamos tendido, aburridos, sobre su superficie, viendo la tele hasta quedar extenuados, su cuerpo terso y cansado como un pajarillo, ese al que alguna vez odié. Puto sofa, pensé, y en el baño, mientras me lavaba la cara buscando algo de cordura, vi el reflejo de Emilia en el cristal en vez del mío y ese reflejo suyo decía: “ya me he ido, ya me he ido...”. Correteé horrorizado hasta mi cama que me dijo que aun guardaba un hueco para Emilia, entre mi cuerpo y la pared, toda drogada, y salí también de allí, pero ya todo me hablaba de Emilia, la mesa, el ordenador donde ella discutió con alguien que no respetaba las normas más básicas de la ortografía, la ducha en la que se limpiaba todo el rato, cada tablilla del parquet que ella pisaba como un gato, cuando aún vivía aquí.
Fue terrible: cada mueble, cada electrodoméstico, la terraza entera, todas las cosas de la casa hablaban de Emilia al mismo tiempo, y ya no entendía nada y trataba de taparme los oídos con las manos pero aquel coro de voces seguía allí, y me volvía loco. De pronto, el piso entero, como un monstruo, pronunció tu nombre: Emilia. Y la calle entera, y el barrio entero, y toda la ciudad, pronunció muy grave y lento tu nombre: Emilia.
Y después, en aquel silencio atronador pensé: tengo que romper con esta ciudad, con este barrio, con esta calle, con esta casa, con esta cama, con este cuerpo, sobre todo, con este cerebro e irme, por fin, al Nepal, por decir algo. Yo soy el que me voy.
Algo aturdido me fui al salón, alucinando bellotas con la charla que no pude mantener con la tostadora. Entonces habló el sofá, levantando torpemente los cojines- y también me preguntó por Emilia y me recordó las cientos de noches en que los dos nos habíamos tendido, aburridos, sobre su superficie, viendo la tele hasta quedar extenuados, su cuerpo terso y cansado como un pajarillo, ese al que alguna vez odié. Puto sofa, pensé, y en el baño, mientras me lavaba la cara buscando algo de cordura, vi el reflejo de Emilia en el cristal en vez del mío y ese reflejo suyo decía: “ya me he ido, ya me he ido...”. Correteé horrorizado hasta mi cama que me dijo que aun guardaba un hueco para Emilia, entre mi cuerpo y la pared, toda drogada, y salí también de allí, pero ya todo me hablaba de Emilia, la mesa, el ordenador donde ella discutió con alguien que no respetaba las normas más básicas de la ortografía, la ducha en la que se limpiaba todo el rato, cada tablilla del parquet que ella pisaba como un gato, cuando aún vivía aquí.
Fue terrible: cada mueble, cada electrodoméstico, la terraza entera, todas las cosas de la casa hablaban de Emilia al mismo tiempo, y ya no entendía nada y trataba de taparme los oídos con las manos pero aquel coro de voces seguía allí, y me volvía loco. De pronto, el piso entero, como un monstruo, pronunció tu nombre: Emilia. Y la calle entera, y el barrio entero, y toda la ciudad, pronunció muy grave y lento tu nombre: Emilia.
Y después, en aquel silencio atronador pensé: tengo que romper con esta ciudad, con este barrio, con esta calle, con esta casa, con esta cama, con este cuerpo, sobre todo, con este cerebro e irme, por fin, al Nepal, por decir algo. Yo soy el que me voy.
sábado, julio 03, 2010
Es tu manera de saltar de enredarte en los jirones
los pies descalzos apenas pisando sobre el humo la niebla
lo indefinido con ese salto tuyo que es casi vuelo
con ese vuelo tuyo que es casi aire
con ese aire mío que se vuela en remolino
esa manera de caminar aún sin rodillas ese aleteo tuyo
sin el asfalto que al final es medicina esa
manera de tocar lo que no tocas o que se toca tú
a ti misma, ¿cómo voy yo a poner suelo
a los andares tuyos? ¿qué hormigón
qué triste ingeniero proyectará un destino
para las palmas voladoras de tus pies?
hay un camino tuyo que bien podría ser mi lomo
mi vientre mi forma de pensar cómo caminas
las palabras pisa rotundamente estas palabras
que más que aun para ti
son rotundamente mías
me estás pisando por dentro
los pies descalzos apenas pisando sobre el humo la niebla
lo indefinido con ese salto tuyo que es casi vuelo
con ese vuelo tuyo que es casi aire
con ese aire mío que se vuela en remolino
esa manera de caminar aún sin rodillas ese aleteo tuyo
sin el asfalto que al final es medicina esa
manera de tocar lo que no tocas o que se toca tú
a ti misma, ¿cómo voy yo a poner suelo
a los andares tuyos? ¿qué hormigón
qué triste ingeniero proyectará un destino
para las palmas voladoras de tus pies?
hay un camino tuyo que bien podría ser mi lomo
mi vientre mi forma de pensar cómo caminas
las palabras pisa rotundamente estas palabras
que más que aun para ti
son rotundamente mías
me estás pisando por dentro
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