martes, septiembre 21, 2010

Chinobirriza tu mundo

Un día, Isaac del Valle Mogarra, en pie en una céntrica plaza de Madrid y aferrado firmemente a una lata de Mahou Clásica, dijo: han convertido a esta ciudad en un gigantesco bar. Alrededor un enjambre de chinos con bolsas de plástico revolteaban de grupo en grupo una y otra y otra vez vendiendo cerveza.

Los chinobirras vendiendo su chinobirras a un mísero euro; cuando las tiendas de alimentación ya te niegan el suministro, cuando los bares tienen precios desorbitados: hay están ellos. En Malasaña, en Chueca, en las esquinas de Gran Vía. Y los hindúes haciendo lo propio en el sur del Centro, en Lavapiés y en La Latina. Como dijo el clarividente Del Valle Mogarra, Madrid es un gigantesco bar cuando anochece, porque no hay nada que más le guste a los madrileños que salir a la calle y beber. Por eso hay celebraciones de campeonatos mundiales, y días del orgullo gay, y fiestas en cada barrio, y noches en blanco, incluso manifestaciones cualquier día por cualquier cosa. En la calle estamos mejor. Y eso lo ha sabido ver la hacendosa civilización amarilla.

Siempre imagino a un ejecutivo chino, enjuto y trajeado, en despacho en lo alto de un rascacielos de Shangai, con una acongojantes vistas a través del ventanal, la ciudad, el legendario río Yangtsé, los millones de luces de neón en el distrito de Pundong, todo arrodillado a sus pies. Y en su pared, un plano del centro de Madrid en el que coloca chinchetas: “quiero a un chinobirra aquí, en Alonso Martínez, y otro aquí, en la esquina de Fuencarral y Velarde, y otro aquí, al lado de esta puta de Valverde”. Él lo maneja todo.

Porque además de bar, Madrid es un gigantesco prostíbulo, con meretrices enseñando las carnes por el más puro centro, donde todo el mundo está también están ellas (¿por qué no? ¿habríamos de esconderlas? ¿acaso cambia la realidad porque se la oculte?), como sólo ocurre en ciudades grandes y viciosas, salvajes y extremas, sucias, como Madrid.

Por lo demás el centro de Madrid es como casi todo lo que puedas imaginar. Yo cuando venía con mamá de niño a resolver asuntos relacionados con la danza siempre asocié Madrid a este arte. Cuando vine a vivir lo asocié primero con el flamenco, luego con el techno. También lo asocié con las casas okupas y los movimientos revolucionarios. Lo asocié con la física y la literatura. Lo asocié con el periodismo y la moda y cocktails. Lo asocié con todo esto en diferentes momentos, porque todo está aquí, y según como se mire, junto y revuelto, a presión, las tiendas de cómics, los jugadores de rol, los siniestros, las tascas de copla, los extranjeros, el sadomaso, los africanos, los musicales, la comida hindú, todo lo que puedas imaginar está aquí, regado por la burbujeante mercancía de los chinobirras. Salud.

lunes, septiembre 13, 2010

La cultura sí da de comer

Lo que da de comer a la cultura española no son las subvenciones, ni las becas, ni las ayudas a la creación o similares. Lo que da de comer, en el sentido más estricto, a intelectuales y artistas patrios, poetastros, letraheridos, performers, videoartistas y demás fauna, son los canapés que se sirven en presentaciones, inauguraciones, estrenos, conferencias, ruedas de prensa y todo tipo de eventos culturales. Porque, ya se sabe, el arte difícilmente da de comer, y en una ciudad como, por ejemplo, Madrid, donde se reúne gran parte del colectivo, con un poco de fría planificación y sana picardía puede uno desayunar, comer y cenar a diario a expensas de las instituciones promotoras de la cultura.

Un servidor, primero por motivos familiares, más tarde por amistades o afición, finalmente incluso por trabajo, siempre ha asistido habitualmente, desde niño, a este tipo de saraos. Cocktails, vinos españoles, refrigerios hay muchos, tantos como eventos, así uno se puede encontrar desde la austeridad de una copa de crianza y una triste rodaja de embutido, o ni siquiera eso, hasta grandes fastos con delicatesen de todo tipo, cienes y cienes de bebidas, o sushi y tempura, qué últimamente se estila mucho cuando se quiere quedar guay.

El público también es variado. Por lo general está mal visto que los más pudientes (los más ricos) o más poderosos (directores de museo, ministros de cultura, comisarios) coman o beban demasiado, suelen ser comedidos que ya tienen para comer en casa. Además pronto les viene un coche a recoger y trasladar a su correspondiente urbanización. Los que se quedan tomando posiciones estratégicas para asaltar las bandejas itinerantes son los canaperos: artistas, amigos de artistas, curiosos, interesaos, gente que pasaba por allí, estudiantes y ancianas. Las peores, como suele pasar, son las ancianas: recuerdo la inauguración de la expo de Juan Gris en el Reina Sofía cuando aquel grupo de jubiladas se apostó con cierta violencia, a codazo limpio, cerca de la puerta por la que salía el (exquisito) jamón y vació sistemáticamente todas las bandejas en sus bolsos. He de resañar que los mejores pincheos suelen ofrecerse en el centro cultural La Casa Encendida de Madrid. Los malos abundan por todo tipo de pequeñas librerías y galerías de arte.

Ahora la ultima moda es que la bebida que se ofrece sea un gin-tonic pijo que el barman tarda en preparar unos siete minutos. Con su cáscara de naranja o de limón impregnando los bordes del vaso, su angostura, su pepino, su tónica vertida sobre la parte convexa de una cuchara, todo su ceremonial cutre que ahora hace flipar a lo más granado, a la par que paleto, de la cultura capitalina. El problema con esto es que se forman una colas de la leche y para pedir una bebida tiene uno que esperar del orden de 40 minutos, eso sí, rodeado de interesantísimas obras de artes. Obviamente, no apetece tomarse una segunda. Que vuelvan las copas de toda la vida, tres piedras de hielo, alcohol, refresco, o simplemente, la cerveza, que yo a lo que voy a las exposiciones, como todos, es a beber y a tratar de olvidar todo esto.

martes, septiembre 07, 2010

Mi amiga mutante

Tengo una amiga que es mutante: donde todos los demás tenemos los sobacos, ella tiene las axilas. Y eso no es todo, mi amiga vive en un mundo diferente y paralelo, en el que los ciegos no son ciegos, sino invidentes, y las cosas no decrecen, sino que crecen negativamente, y las parejas no rompen, sino que consideran que deben ver a otras personas durante algún tiempo.

En el sitio donde vive mi amiga –me lo ha contado en muchas cartas, que ella llama comunicaciones postales- no hay pobres ni hay ricos, sino que hay humildes y hay pudientes -qué maravilla- y no hay despidos masivos ni quiebras, sino expedientes de regulación de empleo y suspensiones de pagos. Últimamente ya ni siquiera hay suspensiones de pago, sino, abracadabra, concursos de acreedores. Mi amiga que vive al otro lado está muy guapa aunque tiene sus añitos porque en vez de arrugas tiene líneas de expresión facial (cuando sea vieja no será vieja, será uno de nuestros mayores). Tal cosa le permite, en vez de ser un buen zorrón, que es de lo que la tacharíamos aquí, ser solo un poco ligerita de cascos. En vez de follarse a cojos, mancos, tuertos y todo tipo de lisiados, mi amiga mantiene relaciones sexuales con discapacitados. Es su perversión, digo, su parafilia. Y en los lupanares, lo que hay son meretrices. ¿No es excelente?

Yo creo que me voy a ir a vivir a donde vive mi amiga, porque allí la gente no tiene resacas, sino migrañas, y nunca muere de cáncer o cosas chungas, postrada en una cama, enchufada a una máquina, atravesada de tubos; sino que fallece después de una dura batalla contra una grave enfermedad. Y si algo hay más auténtico allí, eso es la felicidad.