Y entonces, apareció Javier Marías. Estaba yo tomándome una
birra y leyendo el periódico en una cervecería irlandesa de la calle Mayor,
haciendo tiempo para no irme ya a casa, cuando le vi cruzar por delante del
ventanal. Recién había anochecido y Javier Marías iba muy ufano, se diría que
contento, muy recto, fumándose su buen piti, aunque caminando un poco a
trompicones, con dificultad, como si fuese un mueble con patas, iluminado por
la primera luz anaranjada de las farolas. Fue visto y no visto, pronto se perdió en el puzzle humano que se forma en el Centro cuando es viernes
tarde-noche y las Navidades se acercan. “Wow, chico”, me dije como si estuviera
en una película estadounidense, “así que este es Javier Marías ¿eh? Formidable”.
Lo cierto es que ya era hora de que nos cruzásemos, después de nueve meses en
el barrio nunca me lo había encontrado ni en la Librería Méndez, ni en la Plaza
de la Villa, ni en el Mercado de San Miguel, ni atascado en una de esas
procesiones militares o religiosas que colapsan la vía pública y a las que
Javier Marías profesa verdadero odio. Pero, de alguna forma, sentía su
presencia poderosa, y pueda que, tal vez, él sintiera la mía, aunque sin identificarla.
Lo cierto es que viví otro avistamiento de Javier Marías
hace exactamente 10 años, es curioso. Por entonces yo acababa de llegar a
Madrid hacía un mes y pico y perdía el tiempo explorando la ciudad y fumando
porros en el jardín del Reina Sofía, mirando con mucha atención, con los ojos
enrojecidos, cómo la escultura móvil de Calder hacía esfuerzos por girar una
vez más. (Cuando a Salvador Dalí le enseñaron las esculturas móviles de Calder
dijo que lo primero que le había que exigir a una escultura es que se estuviese
quieta, informo). De aquella vino a visitarme mi amigo Txavi y, una mañana
gris, yendo al Prado a ver las Pinturas Negras de Goya, Txavi me dio un codazo
y me señaló al tipo que caminaba delante. No era gordo, sino más bien grande y
compacto, tenía una nuca arrugada y poderosa y una incipiente calvicie y se
movía como un mueble.
- – Creo que ese es Javier Marías, o Pedro Piqueras,
no estoy seguro, me dijo.
Como yo acababa de llegar a Madrid todavía no me había
acostumbrado a la tridimensionalidad de la gente que aparecía en la tele o en
los periódicos, así que me puse muy contento de haber visto a Javier Marías o a
Pedro Piqueras en el paseo el Prado (pues nunca conseguimos adelantarle y comprobar su identidad), y se lo conté a toda la gente que pude. De
hecho, yo tenía 21 años y aún no había leído a Marías, así que me puse a ello,
tras aquella primera aparición mariana.
A mi Javier Marías, qué quieren que les diga, me gusta. Sus
novelas, no las he leído todas, me parece que están bien. Yo soy estilista en
esto de la literatura, pero no de los que ponen la ropa a las modelos de la
portada del Vogue, sino de los que casi casi se fijan más en el estilo o la
“calidad de párrafo” como me la llama Guillermo Aguirre, que en los argumentos
y las tramas. Luego cuando me leo una novela o veo una peli nunca me acuerdo
bien de cómo iba la historia. Eso sí, disfruto con una escritura sorprendente,
o fresca, o muy elaborada, o irreverente, o cuando Javier Marías detiene el tiempo
(al parecer aprendió este recurso en el Tristam
Shandy de Lawrence Sterne) y utiliza 100 páginas para contar como un tío se
sirve un vaso de agua, o cuando se pone repetitivo, y se enrolla en plan Thomas Bernard o
Miguel Noguera. Si no pasa nada en una novela, me da igual. Si pasan muchas
cosas y están bien contadas, también lo acepto. De todas formas, ya casi no leo
novelas, porque estoy en Facebook, que es mejor. Respecto a los artículos de
Javier Marías en nuestro sacrosanto EPS, bueno, vale, a veces se me repite, y a
veces me parece un viejo cascarrabias, o muy monjil, o muy resabidillo, con sus
rollos anglófilos y su defensa académica de la lengua, con sus ataques a los
poetas que recitan en telefonillos, pero, bah, es Javier Marías protestando de
nuevo, y lo leemos. Total…
Como ven, la visión de Javier Marías cruzando la calle
Mayor, muy ufano y fumándose su buen piti, me hizo un poco de magdalena de
Proust y me dejó un poso espeso y aceitoso en el cerebro, ignoro si les
ocurrirá los mismo a sus coleguis Arturo Pérez Reverte y Agustín Díaz Llanes,
cuando salen en plan rat pack. Estoy
seguro que Javier Marías también vio un destello, o sintió un pinchazo en el
costado o un aura en el cráneo al cruzarse por delante de la cervecería, una
señal que seguro que no supo a qué achacar. Lo que si me di cuenta tras la
aparición o avistamiento, es que Javier Marías es lo que todo el mundo en el
mundo de la literatura quisiera ser. El que siempre se cita como epítome del
éxito, porque vendió un millón de ejemplares en Alemania y todo eso, pero
además, porque es literatura seria y no subliteratura comercial como su amigo
Pérez Reverte, o Carlos Ruiz Zafón. Vamos, que Marías triunfa y mola, y si no
te mola, al menos lo respetas, porque, como dicen, “contenta a crítica y
público”. A ver si dentro de 10 años vuelvo a verlo. A él o a Pedro Piqueras,
que también tiene tela.