A Madrid, los cielos grises del otoño le sientan como un
tiro, se pone arisca, respondona y sucia, te empuja al último cuarto de la
casa, bajo la manta. Hay otras ciudades que se toman mejor el otoño, como, por
ejemplo Oviedo. Oviedo es una ciudad hecha para otoñear: como debió nacer por
estas fechas, se toma con naturalidad la llegada de la herrumbre, la caída de
las hojas, el aire que respira el plomo. En Oviedo no hay problema en pasar la
tarde lluviosa mirando el orbayu caer
a través del ventanal, en un bar de madera, tomando un té, recordando a algún
amigo muerto. Pero Madrid debió nacer un equinoccio de primavera, ahí justo en
el borde, porque parece que está hecha para explotar, para ser aplastada por el
pulgar del Sol, para hervir y quemarse un poco. Así que cuando el tiempo se
pone tonto, Madrid se pone muy fea.
Pero bueno, tal vez no debería generalizar de esta manera
sobre Madrid, porque Madrid cada día es diferente. Cada vez que salgo por el
portal alucino bellotas porque me encuentro una cosa distinta. Hay días que
Madrid parece un parque de atracciones, pero hay días que parece un procesión
de nazarenos. Hay días que Madrid parece una narcosala en días de fiesta, y
días que parece el Jardín de las Delicias de El Bosco. Hay días que Madrid se
levanta flamenca, y otros días de réquiem, y otros días bakala, y hay días en
los que Madrid ni se levanta. Hay días que parece un alegre burdel, y hay días
que parece una nevera vacía con un solo pimiento rojo pudriéndose al fondo a la
derecha. Y ese pimiento eres tú. Porque el madrileño también cambia cada día, y
a veces parecemos Ewoks o gallifantes, y a veces plañideras, y a veces
floripondios, y a veces guerrilleros, y cerilleras, y top models, y sucias
alimañas y centauros del desierto. Yo a veces salgo del portal y alucino bellotas
porque me miro a mí mismo y descubro que aún estoy vivo, disfrazado de minero o
marinero o freelancista. Y ahí
enfrente todavía está Madrid, la Gran Travesti.