Puppy,
el enorme perrito hecho de coloridas flores que cuida de que ningún desalmado
atente contra el titanio del Guggenheim, debe de estar muy contento. De hecho,
si tuviera cola y pudiera moverla, la movería, porque papá, su creador, el
artista Jeff Koons ha vuelto a casa en forma de exposición retrospectiva.
Lo
que más me ha llamado la atención de la expo de Koons, que ya vive sus últimos
días, es la dura batalla de posiciones, al estilo de la Primera Guerra Mundial,
que se libra en sus salas entre los vigilantes y los seres humanos normales.
Nunca en ninguna otra muestra había visto tal marcaje al hombre, tales
escaramuzas, tal presión sobre el público por parte de los guardas ni tal deseo
por parte de los visitantes de traspasar las fronteras invisibles que nos
separan del arte o de fotografiarlo desde los ángulos que la autoridad no
permite: en esta exposición se han dispuesto diferentes photo shoots, lugares
señalados en el suelo desde los que se puede hacer fotografías solo a algunas
de la obras más icónicas. Nada más. Para vigilarlos, el personal ha aumentado, y unos
jóvenes ataviados con camisetas de Koons cuidan de que nadie dispare desde
donde no debe. No les falta trabajo.
En
menos de un minuto, por ejemplo, vi como la guarda de la sala dedica a la
serie Hulk Elvis tenía que enfrenarse a tres amenazas: un señor de gafas que se acercaba demasiado a
un cuadro, un matrimonio anciano que pasaba por detrás de una escultura y una inocente niña guiri que trató de tocar, cómo no, esa obra que
semeja una langosta hinchable. Lo flipante de las obras de Koons que parecen
hinchables es que en realidad son de metal pulido, pero, aún así, apetece
cogerlas y llevárselas a la playa. O mejor, venderlas por algunos millones de dólares,
aunque buena parte de la obra parezca sacada de un bazar chino de todo a cien:
la estatua hortera y gigante de Michael Jackson con su chimpancé Bubbles, los
perritos que parecen hechos de globos de colores o los espejos de colores
chillones.
- Voy a tener que sacar el látigo- murmuró la vigilante,
mientras llamaba al departamento de conservación, tomaba nota de los altercados
y comprobaba minuciosamente que no se había producido ningún desperfecto.
Cuidadín.
Si
hablamos de Koons, aparte de objetos de ensueño sacado del país de la gominola
y la fantasía hay que hablar de porno, en concreto de Cicciolina, la que fue su
esposa y una de las actrices para adultos más célebres y excéntricas (y con las cejas
más gruesas, como un Muppet), que llegó a ser diputada en Cortes del Partido Radical
italiano y que se ha implicado desde allí en la lucha feminista, antinuclear o pacifista (incluso llegó a ofrecerse a Sadam Hussein a Osama Bin Laden a cambio de la paz). Luego fundó el Partido del Amor. Dicen las malas lenguas que practicó sexo con un caballo pero, al
parecer, es una leyenda urbana. Con quien sí practicó sexo es con el artista:
Koons realizó con ella la serie de fotografías y esculturas Made in heaven,
algo así como el merchandising de una película eroticona que no sé cómo
resultaría en su tiempo pero que parece que ha envejecido bastante mal: las
parejas de ancianos que paseaban por el museo observaban plácidamente esta
gigantescas imágenes sin ser heridos en lo más hondo de su moral por ninguna
transgresión.
En
las entrevistas Jeff Koons, el artista que parece un broker de bolsa (porque
realmente lo fue), trata de envolver en filosofía su trabajo a modo de
justificación, como cualquier artista actual que se precie. En su discurso
abundan mensajes propios de la literatura de autoayuda, como cuando dice que su
arte quiere transmitir que cada uno de nosotros debe aceptarse como es y ser
feliz con ello (personalmente, yo no percibo eso por ningún lado). Y también
como cualquier artista actual que se precie cuenta Koons que lo suyo es una crítica
a la sociedad de consumo (¿qué arte hay hoy en día que no critique de forma
furibunda el consumismo?), aunque el estadounidense transita aquí sobre una
fina línea: hay veces, la mayoría (quizás excepto en la serie en la que
denuncia la publicidad como una forma de mantener inmóvil el sistema de
clases), que esto parece un ensalzamiento del capitalismo de seducción. Y si es
ironía, es una ironía finísima, nanométrica.
Habla
el artista sobre todo de la democratización del arte, y en esto sí que tiene
razón: en la obra de Koons, aunque puedan encontrarse a regañadientes
diferentes niveles de lectura, no hay que leer necesariamente nada. Al alcance
de cualquiera está entretenerse con la colorida visión de lo kitsch o de lo
neopop (como él prefiere llamarlo), por eso todo el mundo quiere tocar la obra
de Koons, porque la siente cercana y cree que, si no hiciera piezas tan
gigantescas, quedarían muy bien sobre el televisor de casa, aunque con las
pantallas planas de plasma ya se puedan colocar ahí pocas cosas.