miércoles, marzo 28, 2007

oh sí nena

Ahí se van tus pasos
rigurosos
el ritmo musical
de una matemática
perfecta

ahí se van los tacones cirujanos
que me atravesaban el pecho

adiós

tu cuerpo
un instrumento de tortura
aún cuando está lejos

jueves, marzo 22, 2007

Moco

Yo a mi mujer le pego, claro, todas las noches. Le pego los mocos. Mientras ella lee uno de sus novelones a la luz amarillenta de la lamparita de noche, yo me hago el dormido y me escarbo secretamente la nariz emboscado en la penumbra, acurrucado, dándole la espalda para evitar que me descubra. Entonces, cuando después de mucha búsqueda en la profundidad de mis fosas nasales encuentro algún tesoro, algún moco importante (gordo, turgente, verde y compacto, pegajoso) me doy la vuelta torpemente, fingiendo estar adormilado, emitiendo quizás algún vago quejido como el que emite alguien que sueña y que por algún avatar de la oníria se ve impelido a cambiar de postura, y la abrazo. Es entonces cuando mi mano, ya en contacto con su cuerpo, comienza a reptar por su costado, bajo el camisón, con el dedo índice estirado portando en lo alto el moco elegido reluciente y hermoso, no falto de un cierto orgullo imperial, el moco kamikaze que se precipitará sobre su piel. Ella sigue enfrascada en algún recodo de la narración, tal vez un párrafo en el que se descubre un complot urdido entre el Papa, los dirigentes del Opus y la CIA, para ocultar a la población mundial la presencia extraterrestre en la Tierra, tal es la fascinación que le provoca que permanece ajena a todo lo que ocurre un poco más abajo, donde mi mano guerrillera avanza lenta pero imparable en pos del lugar adecuado para depositar su cargamento viscoso. Cuando por fin encuentro el sitio, entre el pecho izquierdo y el sobaco, mi dedo se abalanza como la cola de un escorpión y el moco queda allí pegado con tal mala suerte que de pronto ella sale de su absorta lectura y se hace cargo de la situación: me jala de los cabellos y, haciéndome pasar por encima de su cuerpo, me arroja fuera de la cama. Yo me doy un buen golpe y permanezco allí inmóvil, rezando porque siga leyendo y no se ensañe conmigo, pero no es así: notó primero un pie y luego el otro tomando tierra cerca de donde está mi cabeza y la oigo decir –ella es muy bruta-: me cago en todo lo que se mueve, ¿quieres dejar de una vez de pegarme tu putos mocos? Y después solo suelo recordar un caos de patadas en el hígado y en la frente mezcladas con los improperios que me sigue gritando, luego que todo se nubla y pierdo el sentido hasta la mañana siguiente, en la que me levanto dolorido y amoratado. Sí, mi mujer me pega. Todas las noches.

lunes, marzo 12, 2007

Une histoire de seduction

El primero sonó seco como si en vez de golpear un estómago hubiera golpeado un saco de arena. El cuerpo cayó arrodillado, abrazándose el vientre, para después quedar tendido boca abajo sobre las baldosas de la cocina. Álvarez decidió propinarle entonces un puntapié en la cabeza: el cuello crujió y el cuerpo se giró sobre si mismo, quedando ahora boca arriba y liberando por la oreja un pequeño reguero de sangre espesa que se extendía lentamente por el suelo.

Eran sus cejas, decían, sobretodo sus cejas como dos cuervos negros sobrevolando una mirada torva que aterrorizaba a sus oponentes sobre el cuadrilátero. Álvarez pegaba fuerte y tenía el alma sucia, así se alzó con el campeonato de boxeo durante siete años consecutivos en los que parecía que no había contrincante lo suficientemente fuerte para vencer a la bestia y que nunca lo habría.

Fue durante aquellos años cuando apareció Marian, una entre tantas mujeres de las que el Campeón disponía a su antojo. Marian se prendó de la rudeza de Álvarez, de la manera brusca en la que le hacía el amor -como si ella se opusiese resistencia-, de su forma torpe de acariciarla con las gruesas manos con las que rompía las narices de los otros aspirantes al título. Álvarez apreció de ella su inocencia, su eterna sonrisa y aquella candidez tan alejada de la eterna penumbra en la que vivía.

Ahora, viendo el cuerpo de Marian inerte sobre el suelo de la cocina, liberando aquel charco de sangre casi negra, Álvarez recordó cómo antes, tras conocerse, en las noches de insomnio él velaba su sueño y ella, iluminada por la trémula luz del amanecer que se filtraba, parecía casi muerta y era pálida y hermosa.

lunes, marzo 05, 2007

Proyecto

Me acordé de aquel momento justo cuando coloqué las flores junto a la fosa, recordé una de aquellas tardes cuando Millán estaba sumido en la tristeza espesa que le provocó la pérdida de su empleo y, en pie junto al ventanal que desde nuestro salón se abría a la calle, dijo con una botella de whisky en la mano y fijando la vista en el edificio de enfrente: tengo que saltar. Lo primero que pensé fue que se trataba de un desvarío de borracho deprimido, una locura efímera que se había cruzado por su mente nublada de alcohol y que pronto se disolvería en el olvido; todos nos asombramos cuando al día siguiente bajó al sótano a recuperar la bicicleta oxidada que había guardado allí cuando su nuevo trabajo –el que ahora acababa de perder- le había quitado todo el tiempo para dedicarse al ciclismo.

Lo cierto es que Millán comenzó a entrenar cada tarde con la bicicleta, se hacía unos cuantos kilómetros por la periferia y empezó a hacer mediciones de la distancia que había entre nuestro edificio y el que estaba justo enfrente, de siete pisos cada uno. Como parecía que esta actividad le aliviaba de su melancolía, Elena decidió ayudarle en los cálculos sacando sus viejos libros de física y estudiando de nuevo el tiro parabólico, calculando la resistencia del aire, la velocidad necesaria, el ángulo óptimo para el lanzamiento, buscando los materiales más aerodinámicos y un trampolín.

El día que decidieron por fin llevar a cabo el Proyecto, como habían dado en llamar a aquella idea absurda, nos reunimos un buen grupo de amigos en ambas azoteas. Millán se concentró durante un rato y en el segundo estipulando se lanzó a pedalear. Tomó el trampolín y describió una parábola perfecta en el aire, los demás contuvimos el aliento; de pronto la bicicleta se le escapó de las manos y fue a estrellarse en la fachada del edificio de enfrente tres pisos por debajo de donde impactó el cuerpo de Millán antes de caer a la acera ante el estupor de los transeúntes.

Después de colocar las flores y ver como se hundía el ataúd, pensé que mejor hubiera aprovechado el paro en otras cosas.