lunes, abril 26, 2010

Jacques Derrida y la tortilla española

Ah, por fin, en mi última visita Asturias tuve la fortuna de probar la celebérrima tortilla deconstruida. Si ustedes no han pasado los últimos años en Marte recordarán el revuelo que se formó hace unos años en torno a este plato tan posmoderno que se convirtió en icono de la cocina de autor, tanto que se le otorgó la autoría al ubicuo y sacrosanto Ferrán Adriá (que acabó desmitiendo tal extremo, aunque alabando, eso sí, a tan distinguido plato). La cosa, si no se lo imaginan, consiste en un recipiente estrecho, una copa de helado o algo semejante, una base de huevo batido crudo, líquido, en el que flotan cuadraditos de patata y cebolla frita (porque, sí, la tortilla española lleva cebolla). Para consumirlo, el comensal tiene que tratar de reunir con la cuchara los tres ingredientes y llevárselos a la boca, donde se conjugarán en una explosión de sabor tortillil. La verdad es que me gustó mucho.

Anyway, hay una confusión en torno al término deconstrucción (he de decir que en el lugar en que tomé la tortilla la habían bautizado, con mucha más tino, como desestructurada -también he sabido de un pote asturiano desestructurado que sirven en El Corral del Indianu, el restaurante de Jose Antonio Campoviejo, sito en Arriondas), que los incautos suelen tomar como contrario de construcción y sinónimo de desmontaje, por ejemplo.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: la deconstrucción, tal y como la conocemos, es un método de análisis de texto popularizado por el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida, conocido por la oscuridad de su prosa y ciertas pajas mentales, muy propias de su época (los 60-70-...) y su país, allende los pirineos. Como la deconstrucción es una cosa bastante abstrusa y sesuda (de la que mejor hablamos otros día) y se aplica a textos, no tiene sentido hablar de una tortilla deconstruida, aunque quién sabe, tal vez a Derrida le pareciera una idea sugerente considerar una tortilla española como algo semejante a un sistema simbólico y tratar de estudiar las variaciones históricas y acumulaciones metafóricas de un vulgar pincho. O incluso de un café con leche. Grandes posibilidades se abrirían entonces al pensamiento.

Hablando de esto, señalaba el otro día Pepe Monteserín en su columna de La Nueva España, un caso inverso. Mientras que Woody Allen en su film Deconstructing Harry sí se refería a la deconstrucción de Derrida, aquí, siempre tan avispados, la tradujimos como Desmontando a Harry. Justo lo que teníamos que haber hecho con la tortilla. Ñam.

viernes, abril 16, 2010

Bonduelle

Hoy se montó un mendigo en el vagón de metro, pero no era un mendigo al uso, era alto y guapo y trataba de vestir limpio y conjuntado, con cierta coquetería, se notaba que la suciedad que llevaba encima no era fruto de la desidia propia del vagabundeo sino de la mera imposibilidad de lavarse. Tenía cierto aire a Julio Cortázar, que no era guapo pero que sí era guapo. A mí Cortázar me recuerda a ciertos hombres pez que salen en los terroríficos relatos de H.P. Lovecraft, con los ojos tan separados, y a una terrorífica exnovia mía de la que no voy a hablar ahora, sin embargo, Cortázar era guapo por lo que escribía, por su encantador acento francés, su voz grave, su erres arrastradas, sus problemas de dicción, por ser un cronopio de casi dos metros, por eso lo queremos tanto. Es curioso cómo vemos guapa a gente que no lo es físicamente, simplemente por que los admiramos, o los queremos o, simplemente, después de mucho tiempo, nos acostumbramos a sus rostros. Como digo este mendigo se daba un aire a Cortázar, era igual de alto y tenía una melena repeinada y grasienta que se colocaba a cada poco mientras esperaba a que los viajeros (clientes se dice ahora) tomaran asiento. Contó, después de pedirnos que disculpásemos las molestias y desearnos un buen viaje, que acababa de salir de prisión y que no tenía dónde caerse muerto, pidió algún dinero para comer algo, alquilar una habitación en una pensión y darse una ducha –se notaba que estaba deseando darse una ducha, porque, como dije, se lo veía coqueto y pulcro-, dijo también que si alguien llevaba algo de comida encima –cosa harto improbable a mi parecer- también lo aceptaría. Por alguna razón me cayó en gracia este expresidiario y, cosa rara en mí, sobre todo con la que está cayendo, le di un euro íntegro, fui el único que le di dinero. Contra todo pronóstico, una señora que viajaba sentada sacó de su bolso una pequeña lata de maíz Bonduelle y se la dio al expresidiario, que la aceptó agradecido. Me pregunto por qué lo meterían en la trena. Algo haría...

miércoles, abril 14, 2010

Un matadero

Como de la tragedia, no somos conscientes de las dimensiones de las cosas. Giramos en una esquina del Universo y pocas veces miramos al cielo alucinados y pensamos más allá, las distancias son, de todas formas, insondables, no se agobien (o agóbiense, dice Kant que lo sublime viene cuando la imaginación no alcanza la magnitud de las cosas). Pero no hay que irse tan lejos: caminamos por la ciudad mirando el culo de quien tenemos delante, las zapatillas del que cruza, los titulares en los televisores, pero una ciudad es mucho más que el laberinto de calles al que nos han constreñido (ni siquiera somos conscientes de que vivimos encerrados en líneas urbanas que se cruzan, que sólo nos dan opción a ir hacia delante o hacia detrás, salvo que tomemos la libérrima decisión de cruzar la calle, ¡oh, libre albedrío!).

La ciudad es una bestia compleja, nos parece muy normal encender la luz y que se haga la luz, abrir el grifo y que salga el agua, como pequeños dioses orgullosos, pura magia. Para que eso ocurra, para que se haga patente el sortilegio, hay cientos de miles de metros de cable y tubería, centrales eléctricas, pantanos, grises funcionarios en la sombra, montañas de papeles burocráticos, cientos de interruptores en los que jamás pensamos. La ciudad también está llena de gente: vemos edificios sólidos e inertes, pero dentro, en cada uno de ellos, como colmenas, moran minúsculas vidas, en minúsculos salones, con sofas desvencijados, pósters, manteles de encaje, Playstations, figuras de Lladró de gondoleros, galanes y prostitutas. A mí, cuando camino y anochece, me gusta mirar las ventanas de las casas en las que se adivina luz: pocas veces se ve algo interesante, techos, mamposterías de escayola, la parte alta de ciertas estanterías, sombras, alguna cabeza que se cruza y se asoma a la ventana, y te devuelve, desafiante, la mirada. Entonces: sí, hay gente ahí.

Y la comida, ya lo dice el Lorca de Poeta en Nueva York, en unos versos casi periodísticos: “Todos los días se matan en NY cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes”. No somos conscientes del volumen de animales que comemos, ni sabemos de dónde vienen, debe haber en algún sitio enormes naves industriales llenas de bichos hacinados -aterrorizados por el olor de la muerte- listos para nuestro consumo. De niños nos enseñaron lo que era la gallina, la vaca, el cerdo en bonitos libros de colores, sin embargo, llegamos a adultos viendo hermosos filetes de añojo, lonchas de lomo adobado rojo infierno, o pollos rotando eternamente al calor de las rosticerías. No tendríamos lo huevos a matarlos con las manos, pero para eso ya existen matarifes (¿alguien conoce a un matarife?). Por lo demás, los mataderos que había dentro de la urbe, su arquitectura modernista, los convertimos en exclusivos centros de arte avant garde donde programar macroeventos de música electrónica avanzada en los que, eso sí, disfrutamos como animales.

Se me viene a la cabeza que tal vez el matadero es ahora la ciudad entera y nosotros aquellos agonizantes lorquianos, ya lo dijo Dámaso Alonso en los primeros versos de los Hijos de la Ira: “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Nota: ahora somos más de seis, incluso en primavera.

martes, abril 06, 2010

Asco

Como ustedes sabrán, en los suplementos culturales de los periódicos, en las revistas literarias, se prima reseñar lo bueno antes que lo malo. A falta de espacio, siempre es mejor recomendar algo aprovechable para el lector, que elegir algo para destruirlo en público, en plan circo romano. Con la excepción, claro está, de los grandes autores: si Muñoz Molina o Millás presentan su nueva novela y resulta ser una basura, es de ley airearlo a los cuatro vientos, que se vaya el tufo.

Por la demás, y tal vez base de leer tanto suplemento literario, yo soy más de ensalzar lo bueno que de criticar lo malo. Cuando era un adolescente combativo (como todos, supongo) me paseaba por ahí blandiendo un dedo acusador, señalando todo aquello que no molaba, que era retrógrado o comercial, que era una mierda. Sin embargo ahora me molestan las personas que, no siendo ya adolescentes ni mucho menos, siguen ejerciendo la crítica desaforada y adolescente por doquier. Da la impresión de que estar a la contra es la única forma que tienen de reafirmar su individualidad: yo contra el mundo. Y con esto no quiero decir que haya que aceptarlo todo o comulgar con ruedas de molino, ni mucho menos, pero un poquito de por favor, que la vida también está para disfrutarla.

Uno de los ámbitos en los que más me molesta esta actitud sombría es en el de la comida. Hay gente que va a un restaurante y en cuanto se sienta ya se está quejando de todo: del servicio, de la limpieza, de la calidad de la comida, de las esperas… A veces hay que reconocer que hay sitios donde se da mal de comer, pero yo prefiero ahorrarme las críticas hasta el final de la comida, hasta la digestión, cuando ya lo he probado todo y puedo formarme un juicio, digamos, panorámico. Sin embargo este tipo de gente ejerce la crítica en tiempo real, y va describiendo minuciosamente como cada plato, cada ingrediente, cada gesto del camarero les va incomodando. Al final la cosa te acaba dando asco. Aunque no sé si la comida o la compañía.