lunes, agosto 30, 2010

Cittá di merda

Nápoles es sucio, ruidoso, cutre y caótico, como mi chabolo, como los escenarios que venían apareciendo en mis sueños hace tiempo, como la vida misma muchas veces. “Es como en los años 40” dicen algunos, “es como La Habana” (en el peor sentido de la palabra), dicen otros, “es la primera ciudad de África”, dicen los de más allá. Algunos italianos dicen “no contéis en España cómo es Nápoles”: se avergüenzan.

El barrio chungo aquí, muy pintoresco, se llama barrio español, un intrincado laberinto de callejuelas atravesadas de tendales de ropa húmeda por el que se matan los camorristi que fue construido en su momento para albergar a las tropas ibéricas, pues esta ciudad fue española durante dos siglos. “Más nos valía ser españoles”, dicen algunos napolitanos, porque, al parecer, cuando se fundó la República Italiana, Garibaldi y todo aquello, aquí empezó el declive. Las fachadas están llenas de desconchados y pintadas políticas: de los comunistas, de los camorristas, del movimiento de insurgencia civil que lucha contra las desigualdades entre el norte y el sur de Italia. Por el empedrado irregular y lleno de socavones de las calles se caen las viejas, y eso que aquí las viejas son muy duras. Un señor con tres dientes pincha y vende discos piratas de Renato Carosone, de canción napolitana, de tarantela, y las caóticas pizzas (aquí se invento la pizza, chavales) se desmoronan cuando la agarras de un extremo.

Es como una peli del neorrealismo italiano (por cierto, antes el neorrealismo imitaba a la realidad y ahora es la realidad la que imita al neorrealismo). La napolitanas (y no me refiero a las napolitanas de crema o chocolate, o a la pizza napolitana) son todas iguales y tienen el pelo rizado, la mirada felina y la piel bien requemada por el sol. Los napolitanos son vivarachos y llevan la camisa abierta hasta la barriga. Hay un viejo aire heroico en esta ciudad, en los edificios que fueron magníficos y ahora son ruinosos y decadentes. Huele a sal, huele a mar, gritan y venden pescados por las calles. Y la birra se llama birra, pero de verdad.

No sé, creo que me gustaría vivir aquí.

miércoles, agosto 18, 2010

El Corte Inglés y el espaciotiempo

Como todos los Cortes Ingleses son idénticos estar en uno de ellos es como estar en cualquiera de los demás. A veces da la impresión de que, como en aquel cuento de Millás sobre armarios, están todos interconectados, de tal forma que uno puede entrar por el de Granada (Carrera de la Virgen 20), por ejemplo, y salir por el de A Coruña (Ramón y Cajal 57). Incluso puede uno viajar a Portugal, donde la empresa ya tiene montados algunos de sus centros. Por lo demás, son útiles para combatir la morriña: yo hace tiempo que no la siento, pero cuando me vine a Madrid a veces apaciguaba mi nostalgia bajando a la calle y caminando hasta el Corte Inglés de Callao, o al de Argüelles, incluso al de Méndez Álvaro y allí, caminando entre el stand de Chanel y una mesa llena de best sellers (de mierda), sentía que estaba otra vez en el centro comercial Salesas, uno de los primeros de este calibre que se construyeron en España, en el que paseaba de niño con la TiaVicen o hacía la compra con mamá.

By the way, hace dos meses hice una cosa que pensé que nunca iba a hacer: cumplir 30 años. Parecía que el tiempo no iba a pasar, pero la principal característica del tiempo es, precisamente, que siempre, todo el rato, pasa. ¿Se acaba aquí la juventud o aguanta hasta los 35? El otro día un compañero me dijo que la juventud es un estado mental, pero a mí me sonó a wishful thinking, a discurso de autocomplacencia y autoconvencimiento. Sobre todo cuando la TiaVicen, octogenaria, dijo el otro día: “queremos llegar a viejos, no queremos morirnos y luego esta vida es una mierda”. O algo parecido, porque ella no dice mierda. A ver cómo le explicas lo de la actitud mental.

Cuando cumplí 20 años, pensé, absurdamente, que todo lo que merecía la pena había pasado, que los años interesantes habían quedado a mis espaldas y que todo lo había ya visto o hecho, y si no era todo, lo que quedada no tenía importancia. Se demostró falso, claro está, a mi la veintena me lleno de un gozo y una satisfacción inéditos. Ahora que cumplo 30 vuelvo a tener sentimientos crepusculares, vuelvo a pensar en mundos que se acaban, puertas que se cierran y cowboys perdiéndose en el horizonte, a la puesta de sol. Sé que vuelven a ser absurdos, pero así son los sentimientos, irracionales. Así que cuando me pongo tonto corro a refugiarme en un Corte Inglés, en el de Callao, en el de Argüelles, incluso en el de Méndez Álvaro, a ver si me da la impresión de que estoy en ese mismo Corte Inglés, pero con 10 años menos. Pero, claro está, no funciona.

viernes, agosto 13, 2010

Horizonte de petróleo

En una pequeña cala de piedras gijonesa había tres adolescentes bien lozanos, un chico y dos chicas, echados, al sopor de la tarde Cantábrica, sobre una única toalla blanca. Dos de ellos, el chico y la morena, eran pareja, así que pasaban bastante rato comiéndose la boca, besándose como sólo se besa cuando confluyen el verano de la vida (esa juventud crepitante) y el verano astronómico (es decir, agosto). Durante esos ratos, bastante largos, en los que las lenguas de ambos se entrelazaban de cualquier manera posible, la tercera en discordia, la rubia, miraba al horizonte, la línea recta que separa el oscuro azul del mar del suave azul del cielo, o jugaba con las pequeñas piedras que formaban la playa. Parecía tranquila y sosegada y en ningún momento observaba a la pareja, como si allí no hubiera nadie invocando un soplido del fuego del infierno.

A pocos metros dos viejos pellejos contemplaban la escena(al igual que yo, apoyado en la barandilla del Paseo Marítimo)desde unas grandes rocas contra las que, un poco más allá, rompía el mar violentamente, haciéndose todo espuma. Sin ningún disimulo se habían sentado como espectadores, con sus carnes blandas y requemadas y sus pelos canosos, encarando a los tres jóvenes, a unos pocos metros pero, en realidad, mucho más lejos: desde el gélido invierno de la vida.

Al fondo un gran barco petrolero hacía equilibrios sobre el horizonte, parecía de mentira. Yo estaba a favor de eso.

jueves, agosto 05, 2010

La lloca del Rinconín

En el Paseo Marítimo de Gijón, cuando la ciudad acaba y el paseo continúa por una zona de fincas, playas de piedras, chalets y restaurantes bautizada como El Rinconín, hay una estatua llamada Monumento a la madre del emigrante, de Ramón Muriedas. De niño iba con mi madre a menudo a visitar aquella estatua que se recorta contra la brisa salada del Cantábrico. Mi madre siempre me explicaba, con lágrimas en los ojos, cómo le emocionaba la visión de aquella madre de emigrante que alza su mano contra el viento, contra el horizonte a través del cuál su hijo ha partido en busca de un futuro mejor. “Hay que ser madre para entender esa pérdida”, decía mamá limpiándose las lágrimas. Ayer volví, muchos años después, a visitar la estatua y, cómo no, mamá se puso automáticamente a llorar al contemplarla. Se trata de una mujer con el pelo alborotado por la brisa, vestida con una túnica andrajosa, de complexión famélica, que, como digo, alza su mano débilmente contra el horizonte, una mano derrotada, que a la vez que llama, trata de agarrar y se ve desvalida, rendida, a punto de caer de nuevo en el vacío, tal vez ese vacío que deja su hijo emigrante. Pero sobre todo, esa mirada...

Las gentes de Gijón, en buena muestra de su sensibilidad, apodaron hace años a esa estatua como La Lloca del Rinconín, es decir, la Loca del Rinconín, por su aspecto alucinado. No es de extrañar que posteriormente llamaran a aquel otro monumento de Chillida, titulado El Elogio del Horizonte, que, en el otro extremo de la ciudad también enfrenta el viento, como el Váter de King Kong.