El futuro no forma parte del tiempo, como dice Rafael Chirbes, pero tampoco lo hace el pasado: miramos al futuro con los ojos de la imaginación, es un muro lleno de pequeñas puertas cerradas, como contra las que un montón de chinos desesperados corrían en Humor Amarillo, y detrás de cada una de esas puertas está una vida diferente que imaginamos, y que casi nunca se concreta; o tal vez la muerte, que vendría a ser uno de esos chinos cachas, monstruosos y vociferantes que atrapaban a los sorprendidos concursantes y los arrojaban sin piedad a un apestoso estanque.
El pasado, en cambio, es sólo una puerta, una puerta cerrada a cal y canto tras la que se esconde todo lo que nos ha ido ocurriendo, territorio exclusivo de la memoria. Sin embargo, también el pasado está sujeto al cambio y la modificación, y también la imaginación con sus húmedos tentáculos manipula el recuerdo de cuanto nos ha ocurrido, de modo que si me repito muchas veces una mentira, una versión falsa de un hecho, acabo recordándolo como me digo que sucedió y no como sucedió en realidad, si es que podemos aplicar esa palabra, realidad, a alguna cosa ¿real?
Hace un tiempo yo tenía una fuerte intuición respecto a la naturaleza del tiempo, una extraña teoría, en virtud de la cual todo estaba sucediendo simultáneamente (aunque esto suene a contradicción en los términos) y nuestra conciencia sólo iba pasando por los diferentes sucesos como un abalorio que se escurre por el hilo del collar. Así, yo estaba naciendo al mismo tiempo que estaba muriendo, o que me comía un helado a los 5 años en la parada del autobús de línea, del mismo modo que en el espacio yo puedo estar aquí escribiendo esto, mientras usted está allá donde esté haciendo cualquier otra cosa, todo a la vez. Por entonces, cuando era tan joven como para pensar y preocuparme por estas cosas, tenía una novia por la que sentía unos estrambóticos celos, pues, al tiempo que estaba conmigo, por ejemplo, viendo una peli en aquel sofá verde una tarde aburrida de domingo, yo sentía que estaba también con un novio pasado o uno futuro, crujiendo sudorosa bajo las sábanas, o comiendo un helado en la parada del bus, o viendo una peli en aquel sofá verde, una tarde aburrida de domingo, simplemente intercambiados él y yo, y una fecha en el calendario.
En fin, como dijo San Agustín : el tiempo, si no me preguntas lo que es, lo sé, si me lo preguntas, lo ignoro. Buenas tardes.
miércoles, octubre 28, 2009
martes, octubre 20, 2009
Canciones que molan: 'Get me away from here i'm dying' de Belle and Sebastian
Belle and Sebastian: ¿son alegres y dulces o son melancólicos? Nadie sabe decirlo a ciencia cierta (en buena medida porque esto no es ninguna ciencia), por un lado su música siempre suena soleada aunque también está siempre traspasada por cierta nostalgia. Get me away from here I’m dying es una de las grandes canciones de B&S, esa que le gusta a todo el mundo, que todo el mundo recuerda, esa que conocen los que sólo conocen una canción de la banda.
A mi me recuerda a aquellos viajes que hacíamos a principios de siglo a Tapia de Casariego, un pueblecito pesquero en el occidente asturiano, casi ya en Galicia, donde el amigo A. tiene una pequeña casita de pescadores, asomada a un acantilado (parecía que el continuo retumbar de las olas violentas del Cantábrico, allá abajo, iban a arrancar el peñasco y a llevarnos a la deriva hasta despertar confundidos frente a las costas de Irlanda), una pequeña casita donde nos hacinábamos para pasar un findesemana de esos de la media juventud, con mucho alcohol y mucha charla, de la que ya no hay (cuando nos hicimos más viejos dejamos de charlar tanto, porque perdimos nuestras convicciones y ahora casi nadie discute nada porque nadie defiende nada porque nadie entiende por qué él mismo ha de poseer la verdad y no el otro: somos posmodernos). Ahora hablamos de sueldos, puestos de trabajo, hipotecas, de esas inmundicias.
Así que recuerdo el coche en la serpenteante carretera rodeada de vegetación frondosa y verde oscuro, Txavi iba delante pinchando, yo detrás, no sé quién conducía, fuera llovía de forma lenta y triste, como a veces llueve en Asturias, parecía que ni siquiera el cielo quería llover, o lloverse a sí mismo, y Txavi puso el If you’re feeling Sinister de B&S, el disco de portada roja donde se encuentra esta canción, y nosotros la tatareamos alegres (ese ooooooooh con el que empieza), como si aquella canción, aquella melodía perfecta, fuese una hoguera que encendiésemos dentro del coche para calentarnos, (I could kill you sure / but I could only make you cry with these words). Luego Txavi se puso a clasificar los tipos de arreglos posibles en la música pop, y después definimos a la música electrónica más comercial que se hacían entonces (Daft Punk, Moby, Chemical Brothers) como música cojonuda, apelativo que todavía recordamos con hilaridad (You're so naive!) . Al llegar a Tapia hicimos lo de siempre, fue por aquellos tiempos cuando empecé a sufrir el ardor estomacal que me hizo abandonar la ginebra y que, aún así, me acompaña hasta hoy mismo que escribo estas líneas. Una acidez diametralmente opuesta a los Belle and Sebastián, claro está.
I always cry at endings…
A mi me recuerda a aquellos viajes que hacíamos a principios de siglo a Tapia de Casariego, un pueblecito pesquero en el occidente asturiano, casi ya en Galicia, donde el amigo A. tiene una pequeña casita de pescadores, asomada a un acantilado (parecía que el continuo retumbar de las olas violentas del Cantábrico, allá abajo, iban a arrancar el peñasco y a llevarnos a la deriva hasta despertar confundidos frente a las costas de Irlanda), una pequeña casita donde nos hacinábamos para pasar un findesemana de esos de la media juventud, con mucho alcohol y mucha charla, de la que ya no hay (cuando nos hicimos más viejos dejamos de charlar tanto, porque perdimos nuestras convicciones y ahora casi nadie discute nada porque nadie defiende nada porque nadie entiende por qué él mismo ha de poseer la verdad y no el otro: somos posmodernos). Ahora hablamos de sueldos, puestos de trabajo, hipotecas, de esas inmundicias.
Así que recuerdo el coche en la serpenteante carretera rodeada de vegetación frondosa y verde oscuro, Txavi iba delante pinchando, yo detrás, no sé quién conducía, fuera llovía de forma lenta y triste, como a veces llueve en Asturias, parecía que ni siquiera el cielo quería llover, o lloverse a sí mismo, y Txavi puso el If you’re feeling Sinister de B&S, el disco de portada roja donde se encuentra esta canción, y nosotros la tatareamos alegres (ese ooooooooh con el que empieza), como si aquella canción, aquella melodía perfecta, fuese una hoguera que encendiésemos dentro del coche para calentarnos, (I could kill you sure / but I could only make you cry with these words). Luego Txavi se puso a clasificar los tipos de arreglos posibles en la música pop, y después definimos a la música electrónica más comercial que se hacían entonces (Daft Punk, Moby, Chemical Brothers) como música cojonuda, apelativo que todavía recordamos con hilaridad (You're so naive!) . Al llegar a Tapia hicimos lo de siempre, fue por aquellos tiempos cuando empecé a sufrir el ardor estomacal que me hizo abandonar la ginebra y que, aún así, me acompaña hasta hoy mismo que escribo estas líneas. Una acidez diametralmente opuesta a los Belle and Sebastián, claro está.
I always cry at endings…
jueves, octubre 15, 2009
Cadena causal abajo
Una noche entré en el Flamin’ y, mientras me abría paso entre los cuerpos, las luces, las sombras, la música, me topé con una tipa que me señalaba mientras decía: “me gustas mucho”. Eran los primeros meses de 2004 y yo lo acababa de dejar con mi novia, así que frecuenté una temporadita a A., que así se llamaba aquella chica plantada señalándome en medio de la pista del Flamin’ y que tenía entonces la edad que yo tengo ahora. Salimos por ahí, nos reímos, me llevó en su coche, me visitó en Madrid alguna vez. Luego ya no nos vimos más.
Tiempo después A. se vino a vivir a la capital –como todo el mundo- y, después de dar algunos bandazos, la acabé alojando en la casa en la que entonces vivía con otros compañeros. La llegada de A. supuso también la llegada de muchos de sus amigos, modernos y delirantes, con los que empezamos a montar fiestas excesivas entre aquellas cuatro paredes que ya son casi territorio mítico. En una de aquellas fiestas, por ejemplo, apareció Mr. E, que es mi actual compañero de piso, con el que me mudé cuando aquella casa se desmanteló. Sigo viendo en noches de fiesta a mucha de aquella gente que A. traía a la casa en 2005. Sin embargo a A. hace tiempo que no la veo.
Pero aún hay más: una de aquellas mañanas, a principios de 2006, apareció B., con un vestido negro y aparatoso que se parecía un poco a un tutú, y después de hacer el canelo algunas horas, acabó durmiendo conmigo. Durante los tres años siguientes, hasta que rompimos hace unos meses, compartí con ella la cama y la vida.
Todo lo que ha pasado en estos tres años, las cosas buenas y las malas, los viajes, las llamadas telefónicas, las celebraciones, sobre todo la aparición de B. aquella mañana con una especie de tutú negro, son consecuencia de una casualidad cósmica, consecuencia casi directa de que, una noche, durante los primeros meses de 2004, decidimos ir al Flamin’, en Oviedo, a cierta hora, no un rato antes o uno después, sino en ese preciso momento, y me abrí paso entre la gente por el centro de la pista, no por la izquierda o la derecha, sino por el justo medio, y allí, precisamente, estaba A. -supongo que por otro juego de casualidades- que me señaló, me dijo “me gustas mucho”, y, que, años después, me trajo unos amigos, una casa, un amor.
Tiempo después A. se vino a vivir a la capital –como todo el mundo- y, después de dar algunos bandazos, la acabé alojando en la casa en la que entonces vivía con otros compañeros. La llegada de A. supuso también la llegada de muchos de sus amigos, modernos y delirantes, con los que empezamos a montar fiestas excesivas entre aquellas cuatro paredes que ya son casi territorio mítico. En una de aquellas fiestas, por ejemplo, apareció Mr. E, que es mi actual compañero de piso, con el que me mudé cuando aquella casa se desmanteló. Sigo viendo en noches de fiesta a mucha de aquella gente que A. traía a la casa en 2005. Sin embargo a A. hace tiempo que no la veo.
Pero aún hay más: una de aquellas mañanas, a principios de 2006, apareció B., con un vestido negro y aparatoso que se parecía un poco a un tutú, y después de hacer el canelo algunas horas, acabó durmiendo conmigo. Durante los tres años siguientes, hasta que rompimos hace unos meses, compartí con ella la cama y la vida.
Todo lo que ha pasado en estos tres años, las cosas buenas y las malas, los viajes, las llamadas telefónicas, las celebraciones, sobre todo la aparición de B. aquella mañana con una especie de tutú negro, son consecuencia de una casualidad cósmica, consecuencia casi directa de que, una noche, durante los primeros meses de 2004, decidimos ir al Flamin’, en Oviedo, a cierta hora, no un rato antes o uno después, sino en ese preciso momento, y me abrí paso entre la gente por el centro de la pista, no por la izquierda o la derecha, sino por el justo medio, y allí, precisamente, estaba A. -supongo que por otro juego de casualidades- que me señaló, me dijo “me gustas mucho”, y, que, años después, me trajo unos amigos, una casa, un amor.
miércoles, octubre 14, 2009
Violáceo
Me gustaría hablar hoy, por ejemplo, de Gustav Metzger, el hombre que creó el arte autodestructivo, aquel que inventó la huelga del arte (estuvo tres años de brazos cruzados sin crear como forma de protesta), aquel al que una limpiadora de la Tate le tiró una obra a la basura pensando que era un desecho. Me gustaría hablar también de la aparición de Nocilla Lab, la tercera parte de la trilogía de Agustín Fernández Mallo, que estoy deseando leer, o me gustaría hablar de la inauguración de café teatro Arenal que anoche me destrozó el estómago a base de vino blanco y similares. Pero como no puedo hablar de otra cosa, ni pensar en otra cosa, hablaré del otoño. Ya ha quedado patente en este sitio muchas veces que el otoño es una estación que no me parece de recibo. El mundo se muere lentamente y lo peor es que al final, cuando por fin acaba, llega el sórdido invierno. Hay gente enferma, perversa polimorfa, a la que le gusta, como las anchoas (el otoño es la estación más anchoa). Sin embargo, en esta ciudad vivimos en un tiempo detenido en el que todos los días muestran el mismo cielo azul herido, ese cielo de Madrid que tanto ama todo el mundo, sus atardeceres violáceos. Da lo mismo: el otoño, más que una estación es un estado del alma, de manera que hay gente que siempre vive en otoño, igual que hay gente que siempre vive en primavera. Por lo general, el común de los mortales vamos viviendo alternativamente en todas estaciones, y sólo coinciden eventualmente con la que ordena el calendario, orgulloso y horrendo, colgado en la pared. Los calendarios son también objetos muy anchoa, y aún así hay gente que los tiene en sus cocinas. Lo que vengo a decir, coño, es que cuando el tiempo atmosférico no se corresponde con el estado de ánimo es como una traición del Universo.
Como pueden comprobar hoy es un miércoles muy miércoles, el padre de todos los miércoles, y eso es todo en lo que puedo pensar.
Como pueden comprobar hoy es un miércoles muy miércoles, el padre de todos los miércoles, y eso es todo en lo que puedo pensar.
viernes, octubre 09, 2009
Los miércoles NO son los nuevos jueves
Pues ahora resulta que, en Madrid, se ha puesto de moda salir los miércoles. Como la cosa siga así vamos a tener que salir todos los días de la semana y nuestras vidas, mecánicas y celestes, se convertirán en una espiral de destrucción o, mejor, en un sueño. Lo celebro.
La cosa empezó a oírse poco antes del verano por un garito que se llama, inexplicablemente, Aguacate; pero lo que ahora se ha puesto verdaderamente caliente es el Zombie Club. Yo pensaba que, al fin y al cabo, no era tan extraño que la gente guardase enormes colas para entrar en los clubs un miércoles noche de agosto, por ejemplo, cuando muchos tienen vacaciones, y juzgaba, esperanzado, que con la rentrée laboral las cosas volverían a su cauce y la juventud madrileña se quedaría en su casa viendo Muchachada Nui como Dios manda y no perdiendo tiempo y salud en agujeros. Pero no. El Zombie se llena cada miércoles hasta las trancas.
Supongo que no tenemos freno y que lo que mola es el placer morboso de estar bailando un miércoles de madrugada, ahora que ya todo el mundo está curado de espanto con eso de salir los jueves, que es como para estudiantes universitarios y monaguillos, y sólo escandaliza ya a las monjas de las Descalzas. Porque, además, los miércoles NO son los nuevos jueves. El fenómeno no se reduce a adelantar un día el comienzo del fin de semana: los miércoles hay una nueva escena, un nuevo espíritu, un nuevo rollo que se ha creado alrededor del Zombie: la gente se maquea y sale con auténtica vocación de pasárselo bien. Los artífices del garito, capitaneados por un tal Edgar, se lo montan bastante guay: han recuperado una estética algo macarra y noventera, tatuada y viril, y pinchan como les da la puta gana, bailando y a lo bruto: ni siquiera se trata de electrónica, sino de temazo tras temazo de lo que sea: desde Guns and Roses hasta los Pixies (la otra noche el dj celebró mi camiseta de Black Flag desde la cabina), pero ecualizado a lo burro, con parones, subidas, bajadas, en fin, con el único objetivo de pasarselo teta. Bien.
Dice el bloguero analista de los azares y vericuetos de la noche madrileña Popy Blasco (al que recomiendo) que estamos ante el resurgir de la cultura de club, que lo cierto es que andaba algo anquilosada – si es que andaba. Bueno, yo no sé si será para tanto pero lo cierto es que es un soplo de aire fresco, siempre y cuando podamos hablar de aire fresco cuando hablamos de antros cerrados, llenos de humo y alcohol, estados alterados, música a tope y desbarre general. ¿Será que, tras el ominoso regreso de los ochenta, vuelven los noventa? Lo veremos. Nos vemos.
La cosa empezó a oírse poco antes del verano por un garito que se llama, inexplicablemente, Aguacate; pero lo que ahora se ha puesto verdaderamente caliente es el Zombie Club. Yo pensaba que, al fin y al cabo, no era tan extraño que la gente guardase enormes colas para entrar en los clubs un miércoles noche de agosto, por ejemplo, cuando muchos tienen vacaciones, y juzgaba, esperanzado, que con la rentrée laboral las cosas volverían a su cauce y la juventud madrileña se quedaría en su casa viendo Muchachada Nui como Dios manda y no perdiendo tiempo y salud en agujeros. Pero no. El Zombie se llena cada miércoles hasta las trancas.
Supongo que no tenemos freno y que lo que mola es el placer morboso de estar bailando un miércoles de madrugada, ahora que ya todo el mundo está curado de espanto con eso de salir los jueves, que es como para estudiantes universitarios y monaguillos, y sólo escandaliza ya a las monjas de las Descalzas. Porque, además, los miércoles NO son los nuevos jueves. El fenómeno no se reduce a adelantar un día el comienzo del fin de semana: los miércoles hay una nueva escena, un nuevo espíritu, un nuevo rollo que se ha creado alrededor del Zombie: la gente se maquea y sale con auténtica vocación de pasárselo bien. Los artífices del garito, capitaneados por un tal Edgar, se lo montan bastante guay: han recuperado una estética algo macarra y noventera, tatuada y viril, y pinchan como les da la puta gana, bailando y a lo bruto: ni siquiera se trata de electrónica, sino de temazo tras temazo de lo que sea: desde Guns and Roses hasta los Pixies (la otra noche el dj celebró mi camiseta de Black Flag desde la cabina), pero ecualizado a lo burro, con parones, subidas, bajadas, en fin, con el único objetivo de pasarselo teta. Bien.
Dice el bloguero analista de los azares y vericuetos de la noche madrileña Popy Blasco (al que recomiendo) que estamos ante el resurgir de la cultura de club, que lo cierto es que andaba algo anquilosada – si es que andaba. Bueno, yo no sé si será para tanto pero lo cierto es que es un soplo de aire fresco, siempre y cuando podamos hablar de aire fresco cuando hablamos de antros cerrados, llenos de humo y alcohol, estados alterados, música a tope y desbarre general. ¿Será que, tras el ominoso regreso de los ochenta, vuelven los noventa? Lo veremos. Nos vemos.
martes, octubre 06, 2009
Canciones que molan: 'Wicked game' de Chris Isaak
Una vez tuve una novia que tenía el mal gusto de pasarme los cd’s que le grababa su exnovio y que, incluso, estaban rotulados con su propia caligrafía -a aquel tipo le gustaba hacer letras muy curradas, con diferentes diseños, se veía que tenía tiempo libre-. Lo cierto es que no había malos discos en aquella pequeña colección: así, a bote pronto, recuerdo el Black Light de Calexico que todavía es uno de mis favoritos. También estaba el Forever Blue de Chris Isaak y dentro de él la canción Wicked game, que es la que nos ocupa aquí y ahora.
Chris Isaak es ese tipo que, en principio, debería de caerle mal a todo el mundo: surfista guaperas californiano, vestido a veces como un trasunto de Elvis, con ese tupé impertérritoy perfecto. Y siempre tan triste, cantando con voz profunda baladas de desamor. ¿Por qué estabas siempre tan triste, Chris, tú que lo podías tener todo?
Aunque, prejuicios aparte, lo cierto es que no lo hacía mal: hay que reconocer que sabía componer canciones que te escarbaban en el alma. Wicked game, es un tema bastante minimalista (aprovecho para recomendar a The xx, reciente banda de veinteañeros que han firmado el disco del año y que han sido múltiples veces comparados con Isaak): hay mucho espacio vacío dentro de la canción, igual que, según Dalí, había mucho espacio vacío dentro de las Meninas de Velázquez. Apenas un bajo, unos tímidos acordes, el punteo principal y la voz de Isaak que empieza dolida con unos versos abrumadores: World was on fire / no one can save me but you. Un comienzo de una melancolía pesada y espesa que duele mucho.
Recuerdo que cuando llegué a Madrid visité, algo alucinado, una exposición en el Reina Sofía de la video artista Pipilotti Rist. Hace tanto tiempo de eso que el museo por entonces ni siquiera había sido ampliado por Jean Nouvel. El caso es que en una pequeña sala oscura Pipilotti proyectaba un video sobre una esquina, de forma que la imagen iba evolucionando simétricamente a un lado y otro de la separación entre los dos muros que convergían. Pipilotti siempre cuida mucho la música, y la que allí sonaba era precisamente Wicked game, pero sustituyendo la voz de Isaak por el de una mujer chillando. This world is only gonna break your heart. Presenciando aquello sufrí una especie de experiencia mística, cosa que por entonces me pasaba a menudo. Ya no tanto.
Creo que era noviembre del año 2001, un otoño que fue especialmente gris. Yo estaba muy triste entonces. También lo estoy ahora.
Por cierto, el final del tema no es menos desolador: Nobody loves no one, dice esta vez Isaak con voz aguda antes de apagarse y dejarnos tan mal cuerpo.
Chris Isaak es ese tipo que, en principio, debería de caerle mal a todo el mundo: surfista guaperas californiano, vestido a veces como un trasunto de Elvis, con ese tupé impertérritoy perfecto. Y siempre tan triste, cantando con voz profunda baladas de desamor. ¿Por qué estabas siempre tan triste, Chris, tú que lo podías tener todo?
Aunque, prejuicios aparte, lo cierto es que no lo hacía mal: hay que reconocer que sabía componer canciones que te escarbaban en el alma. Wicked game, es un tema bastante minimalista (aprovecho para recomendar a The xx, reciente banda de veinteañeros que han firmado el disco del año y que han sido múltiples veces comparados con Isaak): hay mucho espacio vacío dentro de la canción, igual que, según Dalí, había mucho espacio vacío dentro de las Meninas de Velázquez. Apenas un bajo, unos tímidos acordes, el punteo principal y la voz de Isaak que empieza dolida con unos versos abrumadores: World was on fire / no one can save me but you. Un comienzo de una melancolía pesada y espesa que duele mucho.
Recuerdo que cuando llegué a Madrid visité, algo alucinado, una exposición en el Reina Sofía de la video artista Pipilotti Rist. Hace tanto tiempo de eso que el museo por entonces ni siquiera había sido ampliado por Jean Nouvel. El caso es que en una pequeña sala oscura Pipilotti proyectaba un video sobre una esquina, de forma que la imagen iba evolucionando simétricamente a un lado y otro de la separación entre los dos muros que convergían. Pipilotti siempre cuida mucho la música, y la que allí sonaba era precisamente Wicked game, pero sustituyendo la voz de Isaak por el de una mujer chillando. This world is only gonna break your heart. Presenciando aquello sufrí una especie de experiencia mística, cosa que por entonces me pasaba a menudo. Ya no tanto.
Creo que era noviembre del año 2001, un otoño que fue especialmente gris. Yo estaba muy triste entonces. También lo estoy ahora.
Por cierto, el final del tema no es menos desolador: Nobody loves no one, dice esta vez Isaak con voz aguda antes de apagarse y dejarnos tan mal cuerpo.
viernes, octubre 02, 2009
¿Algún Wittgenstein en la sala?
Imaginen que escribo algo. Imagen que escribo, por ejemplo, casa. Esto es, cuatros símbolos en negro dispuestos sucesivamente, en este caso, sobre fondo blanco. Ninguno de esos cuatro símbolos (que, vamos a decirlo ya, se llaman letras) tiene forma similar a una casa. Ni siquiera el conjunto de los cuatro símbolos (que, adelantamos desde ahora, se llama palabra), recuerda vagamente a una casa. Sin embargo, cuando usted lee esa palabra, como por arte de magia, se hace la imagen mental de una casa. Casas hay muchas, eso es cierto, desde la inocente casa que un niño garabatea con los plastidecor hasta las trazadas elegantemente por Le Corbusier, pero, en cualquier caso usted verá una casa, en toda su casidad. Somos animales simbólicos. Más lo primero que lo segundo, claro.
Pero volvamos al principio. Imaginen que escribo “algo”. Es decir: “algo”. Cuatro letras que forman una palabra. ¿Y qué ven ustedes en su cabeza? Yo no voy a decir lo que veo, si es que veo algo (coño, qué lío), pero seguro que daba la cosa para algún estudio psicológico.
En cualquier caso: ¿hay algún Wittgenstein en la sala?
Pero volvamos al principio. Imaginen que escribo “algo”. Es decir: “algo”. Cuatro letras que forman una palabra. ¿Y qué ven ustedes en su cabeza? Yo no voy a decir lo que veo, si es que veo algo (coño, qué lío), pero seguro que daba la cosa para algún estudio psicológico.
En cualquier caso: ¿hay algún Wittgenstein en la sala?
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