miércoles, febrero 28, 2007

Diecinueve

Dicen que la ola de frío viene de Siberia y ha dejado a su paso por Europa más de doscientos muertos. Yo sigo igual, como si nada ocurriera, paseando por los bulevares con el abrigo grande y la bufanda roja que ya no huele a ti. Hoy el cielo está gris, gris, tres veces gris, y las ramas negras y desnudas de los árboles se proyectan contra él como grietas, como si el cielo fuera a quebrarse de un momento a otro y a caer sobre nuestras cabezas. Es domingo y, sin embargo, nadie pasea por aquí, las baldosas están húmedas y sucias. Hace un frío de muerte y estoy sola.

Siempre he tenido frío, desde niña. Nunca sirvieron de nada las estufas y las mantas conmigo, el frío traspasaba mi piel y se adhería a mis huesos, como si en vez de hueso mi esqueleto estuviera forjado en metal. Una mañana encontraron escarcha sobre mis sábanas, nadie pudo explicarlo entonces, nadie quiso hablar de ello después. Más tarde apareciste tú y paseábamos por aquí, era magia: bajo tu brazo existía el calor y me enseñabas los nombres de los pájaros. A veces era primavera, había gente, voces, color y el sol encontraba un hueco por donde asomarse.

Gris, el cielo, como las paredes de tu celda, los barrotes de acero negro. Te imagino sentado al borde de tu catre, los codos sobre las rodillas, las manos en la cabeza, tu pelo escapando entre tus dedos, preguntándote cómo, por qué, si nunca quisiste hacerme daño. Quisiera que de alguna forma supieras que yo sigo caminando por los bulevares y me imaginaras con el abrigo grande y tu bufanda roja, haciendo caso omiso de la ola que vino de Siberia y de los doscientos muertos europeos, del cielo a punto de derrumbarse y del suelo mojado y sucio. Del agua congelada de las fuentes. Repitiéndome otra vez que no, que el frío aún no ha vuelto.

Fueron diecinueve hielos ardiendo sobre mi cuerpo. Puedo recordarlos todos, uno por uno, cayendo sobre mi cuerpo. En el torso, en los costados. Diecinueve clavos de hielo quemándome. Nunca debió ocurrir. Perdiste la cabeza: solías llevarme de paseo, me enseñabas el nombre de los pájaros. Pero aquel día tu rostro estaba rojo. Sentí un frío de muerte y ahora solo cicatrices.

El juez dijo que diecinueve puñaladas son ensañamiento. No lo sé, no eras tú, a veces pasan estas cosas. Recuerda: una vez le di un puntapié a Yago en el hocico cuando destrozó toda mi ropa. A veces pasan estas cosas, pierde uno la cabeza. Yago lo dejó todo perdido de sangre y se quedó gimoteando tendido en una esquina.

Pronunciaría un sortilegio que cambiara lo que ocurrió, si bastara con eso, con unas palabras secretas que transformasen la memoria. Correría entonces a las puertas de prisión y les suplicaría que te soltasen, de rodillas si hiciese falta, con la voz rasgada, con los ojos húmedos y la ropa hecha jirones. Lo haría si de esa manera esta tarde regresara tu cuerpo cálido y paseases conmigo por los bulevares, entre los árboles desnudos, dándome refugio bajo tu brazo. Si vinieras y me sacaras este frío de muerte al menos diecinueve veces, si borrases todas las marcas, si pudieras hacerlo tanto.

viernes, febrero 23, 2007


Y aquí vienen tus manos crispadas a entregarme un puñado de tierra seca. Huele entonces a humedad, a verde oscuro y tu pareces venir de un páramo donde solo sopla el viento. Solo eso.

Digamos miedo.
Digamos miedo y pensemos no importa. Que ya da igual.

Nunca fui muy bueno en los preludios y a qué sacar ahora artillerías olvidadas, para qué fruncir los rostros, para qué verter venenos. Hagamos poemarios y no alucinadas discusiones, sabemos bien que comunicarse es imposible y discutir inevitable.

Callemos entonces.

Digamos miedo.
Solo eso.
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En la imagen el Autor dándole otra vuelta al asunto.

lunes, febrero 19, 2007

Borracha y dinamitera

Decían que en la cuenca minera siempre había sido así, y que obviando el tema de la resistencia a los romanos y a los árabes, también había que tener en cuenta la revolución del 34, gestada en aquellas tierras verdegrises, y durante la cual la región se rigió durante dos semanas por las ideas socialistas y libertarias hasta ser aplastada cruelmente por un jovencísimo general Franco y sus hordas de soldados moros; y también la guerra civil posterior, influida y propiciada en gran medida por la resaca de la revolución primera, y que tuvo además uno de sus escenarios más notables en aquellos valles hermosos y tristes al tiempo donde mineros y burgueses se ensañaron en una lucha intestina y sangrienta. Después, durante los cuarenta años de paz impuesta con mano inclemente, hubo la gente escondida en los montes atacando por sorpresa aquí y allá a modo de guerrilla, y ya entrados en los años 60 todas las huelgas mineras y las luchas obreras que se desarrollaron en las puertas de aquellas minas, en los arcenes de las carreteruchas serpenteantes que se atrevían a penetrar en la cuenca y en las lindes de aquellos ríos negros de carbón que vertebraban la zona. Aquello era, sin duda y desde siempre, un polvorín. Decían que la solución había llegado finalmente no de la mano de la represión y la violencia sino de la mano del placer, que siempre resulta más convincente y efectivo: de esa forma nos somete el sistema ahora, no disgustándonos o alienándonos o marginándonos o esclavizándonos, sino ofreciéndonos todo tipo de paraísos y deseos que actúan sobre nosotros al modo de una zanahoria colgando delante del hocico de un burro. Así la droga campó a sus anchas por la cuenca entrando en todas las casas y en todas la familias, con el beneplácito del gobierno y de la guardia civil, el eterno enemigo que acechaba dentro de los cuartelillos diseminados por toda la geografía minera como modo de representación del poder, y entonces toda la juventud descontenta, prejubilada, hija de años de ignonimia y grisú, cayó en las dulces manos de la heroína, que borró de sus cabezas todo propósito de cambiar el orden de las cosas al menos en lo que se refería al exterior de los cuerpos, las mentes o las venas repetidamente atravesadas por la aguja. Por fin se había establecido el orden.

Esto es la teoría, digo, lo que pude oír de la boca de los líderes sindicales y los intelectuales, lo que muchas veces se podía ver representado en las obras de los artistas o en las letras de los cantautores progres, era éste el discurso que se articulaba en muchos de los libros que llegaban a mis manos, pero lo que a mí realmente me llegó de todo el asunto, la forma en la que todas estas interpretaciones de los hechos y especulaciones tomaron cuerpo ante mí, eran aquellas tardes en la que mi madre respondía al teléfono y se sobresaltaba ante la voz de mi tía avisándonos de que venía Manolo, que acaba de estar en su casa y que ahora se dirigía –tambaleándose probablemente- hacia la nuestra en su habitual y sutil recolecta de las limosnas de la familia. Nos faltaba el tiempo entonces para esconder el bolso de mamá y ciertas cosas de valor que había en la casa antes de que sonase el timbre y detrás de la puerta de entrada apareciese la raída cazadora de piel de mi primo Manolo, su rostro desencajado y sus ojos húmedos y enrojecidos, sobretodo eso, sus ojos húmedos y enrojecidos, sobretodo eso: sus ojos. Manolo venía de la cuenca y no venía solo, traía también al mono, la necesidad imperiosa de meterse algo, y se sentaba en nuestro salón a contarnos -como podía- que ya estaba mejor, que la rehabilitación iba bien y que saldría de ésta; lo más normal es que se hubiese fugado del centro de toxicómanos de nuevo pero nosotros preferíamos no mencionar ese punto. Luego mamá se levantaba a la cocina en busca de una bandejita con tazas de café y un azucarero y durante la ausencia de mamá los ojos de Manolo –húmedos, enrojecidos, perdidos- escaneaban minuciosamente la sala y se decepcionaban al encontrar que no había bolso, ni calderilla sobre las mesas, ni nada que mereciese la pena llevarse para cambiarlo por algo de efectivo. En aquellos instantes yo permanecía en silencio, era muy niño y muy tímido aún, y Manolo, que me inspiraba una mezcla de miedo, lástima y ternura, rellenaba el tiempo diciéndome, qué chaval, cómo te va, dedicándome algo lejanamente parecido a una sonrisa y perdiendo el mínimo tiempo posible en su examen de la sala. A veces me relató mi tía la necesidad que tuvo de coger un taxi con él –mi tía tan beata- y acompañarle a los barrios menos recomendables y más periféricos, sacar unos billetes de su bolso y entregárselos a la mano temblorosa de mi primo para que fuese a uno de esos bloques de ladrillo visto delante de los cuales habían aparcado, mientras ella esperaba pacientemente en el coche, contándole cualquier tontería al taxista o manteniendo simplemente el silencio, esperando, esperando, esperando a que volviese Manolo de nuevo, notablemente más tranquilo ahora, aliviado, también ido, tras haber mezclado la sangre de la familia con otras porquerías.

Tras una vida de leves recuperaciones y profundas recaídas recurrentes Manolo murió afectado de lo evidente; el entierro se celebró una tarde de invierno nublada y gris, que es como son en la cuenca minera siempre las tardes de invierno, en unos de esos cementerios de la zona que se agarran desesperadamente a las empinadas laderas del monte y en donde las tumbas están tan apiñadas que se hace difícil seguir los caminos que –dicen- hay entre ellas. Miradas desde lejos, desde lo más profundo del valle parece que todas las tumbas, los nichos, las cruces, las estatuas de mármol están apiladas desordenadamente las unas sobre las otras. En esos pueblos la muerte siempre anda cercana y rondando, y los cementerios, tan cercanos a las casas de los vivos, hacen que los que se fueron sigan estando presentes muy vívidamente en las existencias de los que dejaron atrás. Aquel entierro fue especialmente opresivo y daba la impresión de que el peso de aquel aire plomizo sobre el pecho dificultaba la respiración y llegaba uno a sentir la tragedia que ocultaba la tierra, los miles cadáveres que debajo de nuestros pies, en cementerios o en fosas perdidas, aún clamaban por la historia de aquel lugar, las guerras, los asesinatos, los accidentes mineros, la enfermedades que volvían negros los pulmones, la depresión permanente de las mujeres que se quedaban en casa temiendo que sus maridos e hijos no volviesen esta vez del trabajo, el alcoholismo, la heroína, la muerte.

El hijo de Manolo, un adolescente con cara de malas pulgas, se quedó, como quien no quiere la cosa, a las puertas del cementerio, fumándose un porro acompañado de unos chavales que debían formar una especie de pequeña banda liderada por él. Su pose era, según me confirmaron más tarde algunos afectados miembros de la familia, de rechazo total hacia nosotros y a todo lo que allí estaba ocurriendo, negaba la realidad entera, aquel lugar, aquellas montañas y aquel río negro, negaba a Dios y a la muerte si hacía falta. Al parecer el chaval ya había comenzado a trapichear con hashís y decía provocador que estaba orgulloso de su padre y que deseaba en el futuro ser como él. A mí me pareció un dislate comprensible dadas las circunstancias y el desamparo en el que se sumía su vida y todas las vidas de aquellas gentes que poblaban la cuenca. Y que faltaban todavía muchas generaciones por venir y sufrir en una rueda absurda y obsesiva las mismas contrariedades, como si aquel pequeño mundo hubiese sido condenado, hace ya mucho tiempo, por un dios iracundo en busca de venganza.

miércoles, febrero 14, 2007

Happy violentine

Una mujer cuadrúpeda sobre mi cama. Con una constelación de pecas sobre su hermosa espalda. No hay azar en la disposición de las estrellas en el firmamento, ni orden en la frecuencia de mis embestidas contra su cuerpo. Cuando estoy a punto, deseo derramarme sobre sus lumbares y parir así con ella una galaxia. Un trémulo reflejo del fulgor de la Vía Láctea.

sábado, febrero 10, 2007

Algunas diferencias filosóficas

La última vez que vinimos a este bar pedimos cañas y patatas bravas –estaban rancias, las patatas-. Me hablaste de Heidegger y del Da-Sein, yo nunca lo entendía. Cuando lo hacías fumabas más deprisa y exhalabas una nube de humo en el espacio que había entre nosotros. Para mí los enunciados metafísicos eran carentes de sentido o erróneos en sintaxis. Misticismo, decías tú y yo decía que sí, pero que era inexpresable. Tan difícil como comunicarnos, cada uno a un lado opuesto de la mesa. Que había muchas cosas aprehensibles solamente en silencio y soledad. Y que no podían decirse de uno a otro. Al final acabamos borrachos y todo parecía más importante y carente de importancia al mismo tiempo. Pagamos en silencio, cada uno, la mitad de la factura.

No sé como decirlo. Nunca fuimos muy felices.

miércoles, febrero 07, 2007

El pasado no es una lápida inmutable sobre el lugar donde una vez enterramos los recuerdos. El pasado se retuerce y se moldea con las manos si uno quiere, se explora y modifica, se descubre muchas veces y nos dice una cosa diferente cada vez que lo evocamos.

(La nostalgia es una práctica perversa y necesaria.
La melancolía,
un vicio para tardes otoñales de tabaco, de lluvia y de ventanas.)

Tengo miedo: muchos hombres intrépidos se aventuraron sin temor en el pasado, persiguiendo sus cantos de sirena, para ya no volver más.

De ellos, tan valientes, del gesto orgulloso con el que zarparon a borde de naves zozobrantes en pos de la vida ya vivida, solo resta ya el recuerdo. Nada más.

domingo, febrero 04, 2007

Asimetría

Ay, qué triste la asimetría entre las palabras, entre los significantes y los significados, unos y otros a distintos lados de una conexión etérea, metafísica, infame. Observen por ejemplo la palabra mesa, tan arbitraria ella y tan fea, la palabra ejemplar por antonomasia y observen, ahora, una mesa, con sus cuatro patas, de madera o de metacrilato o de metal, con todas las cosas regadas por encima, los platos sucios, los papeles importantes, las llaves y el tabaco. Si quitamos todo esto de la abarrotada superficie sobre la que habitualmente nos inclinamos para hacer las cosas de la vida, y la desmontamos, y destornillador y serrucho mediante, vamos modificando cada una de las partes que la forman y con lo que obtenemos de esta operación construimos pacientemente un nuevo artefacto, o dos, esta vez más pequeño, con las patas más cortas y la superficie más baja, más cerca del suelo, ideal para posar el culo y reposar el cuerpo, para tirarse sobre ella tras llegar del trabajo y resoplar al tiempo que con la manga del jersey nos aclaramos el sudor de la frente, entonces tenemos otra cosa que no es una mesa y que sirve para fines distintos, si miramos entonces al otro lado de la misteriosa y volátil conexión semántica, si fijamos la vista allí, en el lugar que desatendimos durante nuestro bricolaje, comprobamos que se ha producido una fascinante metamorfosis y donde estaba antes la pobre palabra mesa, tan inocente y perdida como un huérfano de entreguerras, tenemos algo nuevo, algo que, ha sido producido ajeno a nuestro conocimiento: es la palabra silla.

La asimetría a la que me refiero opera en estos términos, pues aunque modificando el objeto, manipulando la realidad a nuestro antojo conseguimos que en el universo semántico paralelo, donde viven tan desapaciblemente las palabras, se den estos cambios asilvestrados, no es posible hacer lo recíproco y moldear el mundo a nuestro antojo con la mera manipulación de las palabras. Si así fuera los niños que en la escuela aprenden los cuerpos platónicos en sus clases de geometría, podrían dibujar una pequeña línea gamberra y ondulada sobre la letra ene y allí donde entre sus manos yació un anodino cono de aglomerado de madera fuente de elipses, parábolas e hipérbolas, tendría un peludo y jugoso coño, que es como tienen que ser los coños, y allí donde las luchas entre los hombres sembrasen el dolor y la muerte entre las personas bastaría con cambiar una a por la e en la palabra guerra para obtener una guarra y se fueran los tanques y empezara el jolgorio. Un mundo feliz en el que ya nadie diría: ay, que pena tan grande.

jueves, febrero 01, 2007

Ch-ch-ch-ch-changes!

Con lo que nos reíamos antes y por fin el invierno nos golpeó con su furia gélida y gris. Así somos los hombres, nos lanzamos a celebrar a la mínima expectativa de éxito obviando los inesperados giros atroces del destino, pero cómo sino soportar la visión de la muerte al fondo del pasillo. Por aquí estábamos todos muy contentos con eso del cambio climático y los inviernos suaves y soleados, en contraste con el alboroto mediático y con los bustos parlantes que desde nuestras pantallas convertían este fenómeno en el nuevo filón informativo del nuevo año. De pronto todo el mundo tenía el cambio climático entre los dientes y, cómo no, estaban todos muy preocupados. A mí por el contrario me congratulaba esa perspectiva de terracitas en diciembre y domingos de paseo, de estirar los dedos de los pies, convencido como estoy de que la humanidad se autodestruirá de una u otra manera antes de que las devastadoras consecuencias de las variaciones del clima lleguen a tener su justo efecto sobre nuestros ecosistemas. Carl Sagan hablaba de una ecuación –con un montón de variables- inventada por unos físicos que servía para predecir el tiempo de supervivencia de una civilización: según la estimación obtenida, a la raza humana le restaban unos cincuenta años de vida, cien a lo sumo, teniendo en cuenta el desarrollo de las armas nucleares, la superpoblación, el enfrentamiento entre unos bloques y otros, la falta de agua y, en fin, todos esos problemillas que barruntamos como oscuras nubes en el horizonte. Por otro lado, mi profesor de Dinámica Galáctica, que es físico a la sazón, nos habló de la posibilidad de que tales cambios fuesen naturales y provocados por el paso del sistema solar por zonas más densas de la galaxia; según algunos estudios, dijo mostrando unos diagramas en la pantalla, la glaciaciones y otras eras acaecidas en el extenso pasado geológico de la Tierra coinciden con el paso del sol y los planetas por los brazos de la espiral de la Vía Láctea. Bueno, yo no se si esto es creíble o una mera contingencia, lo que si es seguro es que dentro de diez mil años, cuando el hidrógeno se agote en el centro de nuestra estrella y se frenen, por tanto, las reacciones termonucleares que fusionan este elemento para dar helio y toda la luz y energía que hace posible la apacible –en términos cosmológicos- vida de los humanos, el Sol se hinchará como un balón convirtiéndose en una gigante roja y engullendo dentro de sí a la órbita de la Tierra, que se fundirá como una bola de helado al calor del verano. Espero que por entonces no quede nadie por aquí para disfrutar del espectáculo, que, por otra parte, debería ser grandioso.

El invierno, a fin de cuentas, tampoco está tan mal. Es buen momento para darse a la desidia y al recogimiento, y para dejarse crecer la barba. Mientras tanto uno puede jugar a encajar la vida en los rígidos esquemas del lenguaje y a la realidad en el estrecho marco de los leyes de la ciencia, como esos niños que deforman las piezas para que encaje el rompecabezas.