miércoles, noviembre 04, 2015

Un urbanita en la aldea



 
Texto publicado en El Estado Mental
Foto de Liliana Peligro

He viajado por casi todos los continentes, he subido a los palacios y he bajado a las chabolas, he almorzado solomillo con consejeros delegados y bolas arroz blanco con niños esclavos, he cruzado desiertos pedregosos y ahondado en junglas pobladas por narcos y guerrilleros, en coches, ferrys, trenes nocturnos, aviones de hélice, barcos veleros o patrols de las Naciones Unidas. Y en todos los lugares a los que he llegado, siempre, inevitablemente, me ha brotado la misma pregunta: oye... ¿aquí hay wi-fi?

En O Campo de Toexe (Paradela, Sarria, Lugo, España, el planeta Tierra) no hay wi-fi. Este lugar más que un pueblo es una aldea, y más que una aldea es un puñado de casas diseminadas por las verdes colinas del interior gallego como si Dios hubiera cogido un puñado de terrícolas y los hubiera arrojado al azar sobre estas tierras. He venido desde Madrid, el rompeolas de todas las Españas, a pasar unos días con la familia de Liliana a este lugar donde pocos saben lo que es un Starbucks, no se oye el rumor del tráfico y El Corte Inglés más cercano está en una galaxia muy lejana. Por no haber, no hay ni esa institución fundamental para la vida social en el campo que es el "bar del pueblo". El campo es la última frontera del urbanita y este lugar me resulta tanto o más extraño que otros a los que tardé en llegar un día entero en avión.

Muchos dirán que contar cómo es la vida en una aldea es contar una obviedad, porque multitud de personas viven o veranean en pequeños pueblos como este (un amigo me ha dicho que me van a llamar pijo de ciudad por escribir esto: nada más cierto). Y es cierto, pero también es cierto que el éxodo del medio rural al urbano es cada vez más fuerte. Más de la mitad de la población vive hoy en zonas urbanas y se calcula que para 2050 ese porcentaje sea del 66%. Grandes zonas del centro de España como Soria, Guadalajara o Teruel se quedan deshabitadas (se calcula que en España hay unas 1.500 aldeas abandonadas en venta) mientras nos vamos aglomerando como ladrillos en las ciudades, esas tierras de la oportunidad.

No es un fenómeno nuevo ni mucho menos: mis suegros, Alicia y Pepe, dejaron estas colinas gallegas en los años sesenta para buscar un futuro en Barcelona, formando parte de aquella diáspora que llenó las grandes ciudades de trabajadores de provincias (mi suegro era carpintero) en la época del desarrollismo franquista: allí tuvieron hijos, que son catalanes de nacimiento, y con ellos fundaron una familia. Así que, para los citadinos que no sabemos de dónde salen las cebollas o cómo es una vaca, el campo, de donde salió el ser humano para encerrarse en una jaula de acero, hormigón armado y cristal, es toda una novedad llena de cielo, de verde, de cacas y de bichos terroríficos.

Así que esto es un vaca.... El animal me mira con una mezcla de sorna y ensoñación desde dentro  de la penumbra de la cuadra mientras rumia plácidamente. Pienso que mi madre tiene razón: los ojos de las vacas se parecen a los de Sofía Loren.

-    ¡Hola, vaca! - le digo.
-    ¿Hola? ¿Quién es?

Quien contesta, claro está, no es la vaca (aunque por un momento lo pareció, qué susto), sino Ramiro, un ganadero menudo, con infantiles ojos de azules y unas manos como las que tendría un árbol viejo. Se ha asomado a la puerta, vestido con ropa de trabajo azul y botas altas de plástico negro, porque pensaba que le saludábamos a él y no a la vaca, así que nos invita a pasar a la cuadra.

-    Venga, entrad, pero no os asustéis, que huele un poco fuerte.

En efecto, huele "un poco" fuerte. Ahora entiendo lo que me querían decir cuando decían que mi habitación olía a cuadra. Se trata de un profundo olor a mierda, un olor que casi se mastica y que se mete por los orificios nasales como si más que un gas fuera un líquido. A pesar del impacto trato de mantener el tipo y veo que Ramiro tiene allí más de cuatro decenas de vacas frisonas que, muy ordenadas (aunque aún no ordeñadas), mascan hierbajos

-    ¿Y todas tienen nombre?
-    ¡Claro! Mira: esta es Palmira, esta es Navarra, esta es Mirta, esta es Xata... Acaba de parir hace cuatro días.

Los animales, indiferentes, echan por sus partes traseras litros de meado o kilos de caca blanda cuando les viene en gana. Ramiro coge una pala y arrastra la mierda sobre unas rendijas que la recogen para usar posteriormente como fertilizante. Lo hace como si estuviera moviendo cajas de cartón en un almacén, tan tranquilo, porque lleva tratando con este material cara a cara toda la vida, y ya cuenta 74 años.

Mientras nos muestra cómo ordeña (en efecto esto es una vaca, que en la India es sagrada y a la que los veganos ni tocan) nos cuenta los problema que vive el sector lácteo. "Ahora traen mucha leche de Francia, más barata, y aquí casi nos sale a pagar producir leche". Precisamente andan los ganaderos esta temporada dando batalla, reivindicando ante el gobierno (que no quiere fijar un mínimo) unos precios dignos para el litro del líquido blanco y no tener que vender a fabricantes y distribuidores por debajo del precio de producción: cuesta 34 céntimos y la venden a 28. Después de meses de protestas y movilizaciones y una Marcha Blanca hasta Madrid las empresas del sector han firmado un pacto que trata de garantizar su sostenibilidad. Sin embargo, los sindicatos recelan y no lo han firmado.

"Venid a ver el zoo". Ramiro, además de vacuno, tiene tres cerdos, un par de simpáticas cabras, algunos perros de caza, y un montón de aves, entre las que se pasea el elegante faisán, como si por aquí él fuera el rey del mambo. Tal vez sea este trato directo con el reino animal lo que más le llame la atención al urbanita del mundo del agro. Para nosotros, en las ciudades, los animales son esos personajes de ficción que aparecen dibujados en los libros de educación primaria o en los carteles de los supermercados. De hecho, es precisamente en el supermercado, y a trozos, y muchas veces en bandejas plastificadas, donde vemos a los animales. Nuestra idea de ellos se parece más a las Ideas de Platón, perfectas y en un mundo aparte lejos de la sucia realidad, que a estas cosas que en las aldeas se mueven, pían, gruñen y rebuznan (me gustaría hacer aquí una mención especial a los encantadores borriquitos). En fin: que me he comido muchas más vacas y más pollos que los que he visto en mi vida.

Otra cosa reseñable, volviendo al tema de los supermercados, es la poca necesidad que aquí hay de ellos (de hecho no hay ninguno cercano). Esto se lo decía yo a Luis, un hombre que pasa de los cincuenta, vivaracho y encantador, primo de Liliana, que vive enfrente.

-    Oye Luis, aquí si hay una catástrofe nuclear ni os enteráis. Podéis aguantar años.
-    Bueno, un año al menos sí. Aquí pueden salirnos las cosas mejor o peor, pero al menos es todo natural.

Luis y su mujer, Teresa, que tienen un perro que se llama Trotsky y que parece un lobo, ni siquiera son campesinos a tiempo completo: son funcionarios, pero aprovechan las tardes para currar en el campo. Hacen sus propios chorizos y embutidos, su propio aguardiente y orujo de hierbas, su propio vino y su propio pan, tienen leche, cerdo y ternera (excelentes chuletones) del propio pueblo. Y, por supuesto, frutas y verduras a tutiplén. Aquí el tomate es gordo y feo, no como las relucientes bolitas rojas de los supermercados, pero sabe a otra cosa, que debe ser el sabor real del tomate: una espectacular explosión pirotécnica en la boca. La gente de esta aldea se pasa absolutamente todo el tiempo agasajando a los invitados con diferentes manjares, hasta que tienes que decir basta. Un día Luis me lleva a mirar como beben los peces en el río, y de paso a pescar alguno, y otro día me enseña con orgullo una antigua nave que era una cuadra: ahora la tiene repleta de leña ordenada como en un Tetris perfecto y de un pequeño desierto de granos de trigo. Con la leña alimentan la calefacción todo el invierno. Lo único que me ofrecen que no es de su propia cosecha es la cerveza que es, cómo no, Estrella Galicia.

-    ¿Te gusta? - pregunta Luis-. Creo que ahora ha ganado algunos premios en Alemania, tierra de cervezas, y se bebe mucho.

Mientras me habla de jabalíes y corzos, en una cocina que preside una hermosa cocina de leña, yo me apreto un par de chupitos de su orujo de hierbas, que masajea el cerebro de forma extraordinaria.

Como urbanita explorador del campo aprecio de este la estrecha comunión con la naturaleza, el conocimiento del nombre de los árboles y de las aves, el extraer de la tierra con las propias manos aquello que te da sustento. Una forma de vida más esencial, menos meliflua: no hablar del culo de la Kardashian sino de un roble que un rayo derribó la noche antes. Ver los ritmos de la vida, el paso de las estaciones y los años, el ciclo de las cosechas, el envejecimiento de todo lo que vive. La matanza. Si hay algo que sea ser humano, es esto. Tal vez en estos pueblos tengan, incluso, una mejor relación con la muerte y eso que en lugares como estos, de población envejecida, se muere mucho: este verano cayeron cuatro y cada vez van quedando menos. En la cercana iglesia de Santalla, y en muchas de la zona, los nichos mortuorios rodean estrechamente el templo, dejando solo un estrecho pasillo alrededor, como si los muertos (que en pueblos como este han llegado a vivir mucho) esperaran impacientes a los vivos. Pero aquí saben que muere un animal, pero vive otro, que llega el invierno, pero detrás la primavera. Quizás, fantaseo, pero puede que por aquí no utilicen muchos antidepresivos, no conozcan las virtudes de los ansiolíticos. Seguro que ya lo estoy flipando.

¿Me vendré a vivir al pueblo, pues? Aquel día que un enorme perro desconocido, con melenas del color de los leones, apareció de detrás de un muro y subió a él muy aristocrático para mirarme, como uno de esos dioses del bosque de La princesa Mononoke, pensé que sí, que aquel perro apolíneo y poderoso me estaba ordenando que dejara toda mi vida rodeada de asfalto, vivida en pequeñas jaulas de ladrillo, azorado por las prisas y el fast food. Y que tenía que obedecer o caería fulminado, que los árboles de ese bosque en San Facundo que parece sacado de una peli de terror vendrían de noche a sacarme el corazón con su ramaje. Pero luego se me pasó, claro. Todo esto del pueblo es muy bonito, pero el trabajo allí es muy duro y también es muy duro soportar esa quietud, sin poder ir a los bares de moda, a los canapeos, sin el olor de los kioskos y las comidas del mundo, sin las grandes manifestaciones y las exposiciones del año, sin los turistas y los jevis de la Gran Vía, sin las terrazas y los after hours.

Así que, llegado el fin de la vacaciones, nos cogimos un autobús, desde donde recuerdo esto, y nos volvimos a la gran ciudad, donde se ruedan los anuncios y discuten los políticos, donde protestan los vecinos y tarda en llegar el metro, donde hay una jeringuilla en el baño, pongamos que hablo de Madrid. Porque, al final, alguien tiene que venir de fuera para volver y contarlo. Pero toda esta vivencia me recuerda a lo que una vez me dijo el artífice de un festival artístico que se desarrollaba en el medio rural y en el que artistas e intelectuales de las ciudades se iban de visita al campo: "No lo hacíamos para que la gente de pueblo aprendiera de los que venían de la ciudad sino para que los pijos de la ciudad se empapasen un poco de las buenas maneras de las gentes del campo".