lunes, abril 28, 2008
Consufión
Es extraño. El tropecé otro día un bordillo contra de la acera y me la contra el suelo cabeza golpeé. Entonces desde ha se trastocado dentro algo de mi. Como si neuronales conexiones mis hubieran se redispuesto otra de manera. Lo todo diferente veo según lógica una nueva. Embargo sin, más veo claro lo todo .
lunes, abril 21, 2008
El Amor
Te recuerdo en aquella terraza nocturna en Malasaña, cuando me di cuenta, como un destello que llegaba, que lo único que me importaba en el mundo eras tú. Bella y destructora, cuando nos echamos a andar de la mano, volviendo a casa, le dimos una buena paliza –era tan fácil- a aquel sin techo que pedía algo para la pensión, pero que mentía. Amé tus puños de leche, tan infantiles, golpeando sus mejillas roñosas sin mostrar ninguna piedad, pero amé más tus botas cuando su cabeza retumbaba contra el portal, en aquella calle vacía y de piedra, iluminada por farolas amarillas que tendían una luz tan propicia para que nos quisiéramos los dos. Era una de las primeras cosas que hacíamos juntos, tal vez la primera, y era hermoso compartir contigo la sangre que fluía y manchaba nuestros cuerpos, la excitación morbosa de actuar sobre el mundo a tu lado, la precisa coreografía de golpes que, sin haberlo nunca planeado, parecía acompasar cada patada, cada insulto, cada flema que iba a parar a su rostro, como si tú y yo, amor mío, lo hubiésemos calculado de antemano o como si hubiésemos sido, de algun modo, predestinados. Y aquel tipo que tosía y que gemía tan borracho y tan barbudo y derrotado a nuestros pies, y que era la parte sucia del mundo que pretendíamos olvidar, porque lo nuestro era la luz total que nos cegaba. Después en casa, mirándonos a los ojos, tan cómplices y cercanos, fundidos en un abrazo como uno solo, nos divertía la idea de poder haberle matado. Lo hicimos después muchas veces más, en muchos callejones perdidos, con gente diferente, pero ya nunca fue lo mismo. Aquello era el Amor, la vez primera, y desde entonces siempre nos preguntábamos dónde se había escondido y por qué había durado tan poco.
Al sin techo tampoco lo volvimos a ver ninguna noche, nunca más, en ninguna calle de nuestro barrio. Y eso era lo más raro.
Al sin techo tampoco lo volvimos a ver ninguna noche, nunca más, en ninguna calle de nuestro barrio. Y eso era lo más raro.
martes, abril 15, 2008
Y estas ruinas de qué son
cuándo vino el viento a derrumbar la piedra,
el hueso, la molécula, a quebrar lo que se erguía;
qué viento era y quién era entonces el que ahora se dobla,
humillado, en esta cama, en este páramo
con olor a suavizante.
Parecía todo orgullo e insolencia
y un día, de pronto, aparece el descalabro
y no sabemos qué decir o si callarnos resignados.
De quién son estas ruinas de carne y temblor que yacen,
por qué extraño designio dejó de funcionar lo que era sano,
en qué exacto momento, después de cuantas décadas
comienza el declive, la resaca, el hoy no me levanto,
este desorden biológico que cada tarde te doblega
y, saltando el foso, derriba la torre y la membrana de la célula.
Fallan las vísceras pero también falló el aceite hirviendo
y el cerebro, y falta el ánimo para dejar la fortaleza ya sin fuerzas,
ahora que ante noches celebrantes solo hay indiferencia
y no el fervor que tantas veces
nos llevaba a ir sembrado, poco a poco,
este desastre.
cuándo vino el viento a derrumbar la piedra,
el hueso, la molécula, a quebrar lo que se erguía;
qué viento era y quién era entonces el que ahora se dobla,
humillado, en esta cama, en este páramo
con olor a suavizante.
Parecía todo orgullo e insolencia
y un día, de pronto, aparece el descalabro
y no sabemos qué decir o si callarnos resignados.
De quién son estas ruinas de carne y temblor que yacen,
por qué extraño designio dejó de funcionar lo que era sano,
en qué exacto momento, después de cuantas décadas
comienza el declive, la resaca, el hoy no me levanto,
este desorden biológico que cada tarde te doblega
y, saltando el foso, derriba la torre y la membrana de la célula.
Fallan las vísceras pero también falló el aceite hirviendo
y el cerebro, y falta el ánimo para dejar la fortaleza ya sin fuerzas,
ahora que ante noches celebrantes solo hay indiferencia
y no el fervor que tantas veces
nos llevaba a ir sembrado, poco a poco,
este desastre.
jueves, abril 10, 2008
El odio
Lo más importante si decides hacerlo es alimentar el odio. Tienes que recordar una y otra vez, con la minuciosidad del relojero, en cinemascope y technicolor, todas aquellas noches que llegó tarde y borracho, todas las veces que te humilló cuando no tenías razón y erraste, todos los reproches que continuamente, como avispas, conseguía colar dentro de tu cráneo. También todas la veces que, tras prometerte algo con firmeza, acababa olvidándolo o dejándolo pasar o, simplemente, haciendo justo lo contrario. Las mentiras. Esto es lo más importante, es preciso mantener el rencor vivo como una hoguera entre el estómago y el vientre, como una bestia voraz, a ser posible a esa hora de la tarde en la que el sol se cae y la luz es tan propicia para el odio.
Recuerda, por ejemplo, las cantidades ingentes de Mahou Clásica que ingería en botella de litro o las Mahou 5 estrellas que prefería tomar en lata de medio o de 33 centilitros, hasta perder el sentido. La ropa sucia arremolinada en las esquinas de la habitación. La desidia que reinaba siempre, el silencio, la ansiedad que se impregnaba como tinta en el ambiente. Todos los días que, sin ninguna excusa, faltaba a su puesto de trabajo.
Después tienes que hacerte con un arma. Se recomienda una 9 milímetros, ligera y fácil de manejar, elegante. Es posible conseguirla por Internet o tal vez en el mercado negro, sin trámites ni permisos ni ningún tipo de molesto papeleo. Una vez conseguida debes practicar, familiarizarte con su manejo, cargar y descargar el cartucho, quitar y poner el seguro, apuntar certeramente. No estaría de más pasar algunas tardes en algún lugar apartado, en el campo, lejos de ojos y oídos inconvenientes, disparando contra latas vacías o melones. Nada puede fallar, hay que evitar que la situación se te vaya de las manos, cualquier imprevisto o torpeza puede avocarte al más absoluto desastre.
Conviene hacer un seguimiento férreo: controlar sus entradas y salidas a su nuevo piso de Atocha, las horas exactas en las que sale o desaparece en la oscuridad de su portal, saber si va a por el periódico al kiosko, o a la panadería, o a la tienda de los chinos a por algo de beber. Sus turnos de trabajo y sus hábitos de ocio. Tratar de conocer, si es que esto es posible, a qué dedica las horas muertas y fatales de los domingos, los bares que frecuenta en el fin de semana y también dónde toma un par de cañas al salir del trabajo con sus compañeros.
Te hizo mucho daño, no lo olvides, debes recordar siempre esto, repetírtelo como un mantra, como una oración o un poema que se reproduzca como un bucle en tu cabeza. Convencerte hasta lo más profundo de que vas a hacerlo, de que has decidido que eso se acabe de esa manera y no de otra, de que no queda otra solución, pues el destino ha querido que así sea y tú eres solo un instrumento del destino que va a obrar la justicia que el mundo espera. Como si fueras el ejecutor de una ley natural inevitable.
Entonces llega el día en que todo esta ya listo. Has dado de comer tanto a tu odio -cada hora, cada minuto, durante tanto tiempo- que ha crecido sucio y monstruoso y sientes que no cabe dentro de tu cuerpo y se irradia alrededor, como un pequeño fuego que se ha extendido en un incendio. Has conseguido un arma, quién sabe de qué manera, no es tan difícil, y te has habituado a su uso como un experto: manejas la pistola con rapidez y eficacia, la conoces como si fuera un apéndice negro y metálico, y consigues poner la bala justo en el lugar en que deseas. Por lo demás, conoces perfectamente la vida de tu víctima, todos sus movimientos, su horarios, sus hábitos y aficiones, te dices, a veces, que incluso podrías leer sus pensamientos, saber qué siente y por qué en cada momento.
Y cuando decides a llevar a cabo tu plan, ahora que ya estás preparado, un anochecer de bochorno y tedio, te encuentras sentado en la cama de tu cuarto, los pies desnudos en el suelo y toda la ropa sucia formando ovillos por las esquinas. La mesa repleta de litronas y latas de cerveza, la conciencia carcomiéndote por dentro, maldiciendo tu inconstancia y tu irresponsabilidad, reprochándote a ti mismo todos los errores que cometes. Y tus manos, tus manos frías y seguras, introduciendo metódicamente - tal y como habías planeado al milímetro tantos y tantos días de fiebre - el cañón del arma en tu garganta, hasta el fondo, el dedo preparado, apoyado sobre el gatillo dispuesto a realizar el mínimo movimiento que termine. Porque esto es una decisión irrevocable del destino y tu eres solamente un ejecutor que va acabar con todo esto. Acabar con la condena de soportarte a ti mismo.
Recuerda, por ejemplo, las cantidades ingentes de Mahou Clásica que ingería en botella de litro o las Mahou 5 estrellas que prefería tomar en lata de medio o de 33 centilitros, hasta perder el sentido. La ropa sucia arremolinada en las esquinas de la habitación. La desidia que reinaba siempre, el silencio, la ansiedad que se impregnaba como tinta en el ambiente. Todos los días que, sin ninguna excusa, faltaba a su puesto de trabajo.
Después tienes que hacerte con un arma. Se recomienda una 9 milímetros, ligera y fácil de manejar, elegante. Es posible conseguirla por Internet o tal vez en el mercado negro, sin trámites ni permisos ni ningún tipo de molesto papeleo. Una vez conseguida debes practicar, familiarizarte con su manejo, cargar y descargar el cartucho, quitar y poner el seguro, apuntar certeramente. No estaría de más pasar algunas tardes en algún lugar apartado, en el campo, lejos de ojos y oídos inconvenientes, disparando contra latas vacías o melones. Nada puede fallar, hay que evitar que la situación se te vaya de las manos, cualquier imprevisto o torpeza puede avocarte al más absoluto desastre.
Conviene hacer un seguimiento férreo: controlar sus entradas y salidas a su nuevo piso de Atocha, las horas exactas en las que sale o desaparece en la oscuridad de su portal, saber si va a por el periódico al kiosko, o a la panadería, o a la tienda de los chinos a por algo de beber. Sus turnos de trabajo y sus hábitos de ocio. Tratar de conocer, si es que esto es posible, a qué dedica las horas muertas y fatales de los domingos, los bares que frecuenta en el fin de semana y también dónde toma un par de cañas al salir del trabajo con sus compañeros.
Te hizo mucho daño, no lo olvides, debes recordar siempre esto, repetírtelo como un mantra, como una oración o un poema que se reproduzca como un bucle en tu cabeza. Convencerte hasta lo más profundo de que vas a hacerlo, de que has decidido que eso se acabe de esa manera y no de otra, de que no queda otra solución, pues el destino ha querido que así sea y tú eres solo un instrumento del destino que va a obrar la justicia que el mundo espera. Como si fueras el ejecutor de una ley natural inevitable.
Entonces llega el día en que todo esta ya listo. Has dado de comer tanto a tu odio -cada hora, cada minuto, durante tanto tiempo- que ha crecido sucio y monstruoso y sientes que no cabe dentro de tu cuerpo y se irradia alrededor, como un pequeño fuego que se ha extendido en un incendio. Has conseguido un arma, quién sabe de qué manera, no es tan difícil, y te has habituado a su uso como un experto: manejas la pistola con rapidez y eficacia, la conoces como si fuera un apéndice negro y metálico, y consigues poner la bala justo en el lugar en que deseas. Por lo demás, conoces perfectamente la vida de tu víctima, todos sus movimientos, su horarios, sus hábitos y aficiones, te dices, a veces, que incluso podrías leer sus pensamientos, saber qué siente y por qué en cada momento.
Y cuando decides a llevar a cabo tu plan, ahora que ya estás preparado, un anochecer de bochorno y tedio, te encuentras sentado en la cama de tu cuarto, los pies desnudos en el suelo y toda la ropa sucia formando ovillos por las esquinas. La mesa repleta de litronas y latas de cerveza, la conciencia carcomiéndote por dentro, maldiciendo tu inconstancia y tu irresponsabilidad, reprochándote a ti mismo todos los errores que cometes. Y tus manos, tus manos frías y seguras, introduciendo metódicamente - tal y como habías planeado al milímetro tantos y tantos días de fiebre - el cañón del arma en tu garganta, hasta el fondo, el dedo preparado, apoyado sobre el gatillo dispuesto a realizar el mínimo movimiento que termine. Porque esto es una decisión irrevocable del destino y tu eres solamente un ejecutor que va acabar con todo esto. Acabar con la condena de soportarte a ti mismo.
viernes, abril 04, 2008
El problema del subterráneo
Y no solo los diferentes niveles del metro horadan la tierra bajo nuestros pies, también algunos tramos de las vías de los trenes, de los cercanías, también la red de alcantarillado, también las tuberías para el agua, el alumbrado, los cables de fibra de vidrio, las redes de comunicaciones, los pasos subterráneos para peatones que cruzan calles y autopistas, los faraónicos túneles de la M-30 soterrada y, seguramente, muchas cosas más que desconocemos, que no somos ni siquiera capaces de imaginar, que los de arriba nos ocultan, tal vez complejos industriales nucleares o enormes instalaciones extraterrestres. A veces da la impresión de que hay más espacio vacío ahí debajo que tierra, de que ya ni el suelo es compacto y fiable, y hay gente que tiene miedo, sobre todo las mujeres mayores, las ancianas que siempre desconfían del progreso, yo las he oído, tienen miedo, mucho miedo de esta ciudad agujereada, de que un mal día todo se derrumbe y Madrid amanezca hundido en pozo colosal con todos nosotros dentro.
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