Como tenía una acacia justo enfrente del balcón, a veces,
observándola desde dentro, se imaginaba que no era el soplo del viento lo
que la hacía moverse, sino que agitaba
ella misma las ramas y las hojas, como si estuviera viva (que lo estaba) y
pudiera moverse a voluntad, como si fuera una acacia loca. Por las noches,
cuando tenía pesadillas, soñaba que la acacia, con sus miles de ramas retorcidas
en una geometría fractal, subía a pulso las persianas, y abría las puertas del
balcón y se estiraba hasta su cama, y agarraba su cuerpo y la ahogaba sin
piedad y entonces despertaba. Los días que tenía dulces sueños, soñaba que la
acacia la arropaba, la arrullaba, colocaba bien la manta y le acariciaba las
mejillas. En cualquier caso, al despertar cada mañana, salía al balcón y veía a
la acacia ahí delante, tan quieta, y aunque fuera primavera y estuviese
cubierta de explosiones de hojas verdes reflejando el sol, le
daba la impresión de que la acacia estaba muerta. Y entonces no sabía si aquello
la dejaba más tranquila o le provocaba una tristeza espesa y abismal. Aún
legañosa y despeinada miraba a la acacia, ahí delante, tan quieta y tan acacia,
y pensaba: esta es mi casa.
martes, abril 16, 2013
miércoles, abril 03, 2013
La España Cutre
Parecen de otro planeta: llega uno a las fantabulosas nuevas
salas de exposiciones del Espacio Fundación Telefónica, tan diáfanas, tan
modernas, después de tomar un ascensor trasparente que tiene el tamaño de mi
anterior vivienda, y, zasca, se encuentra con estos alienígenas que le miran
desde las fotos de Virxilio Vieitez (1930-2008), y que no sabe uno si le
resultan tan marcianos porque son gallegos, porque son (no solo están) en
blanco y negro, o porque nos miran desde el pasado, el pasado franquista de la
España Cutre. ¿Por qué nos resultan tan extraños?
Se muestran aquí 250 fotografías de Vieitez que, salta a la
vista, era un fotógrafo de pueblo, de la comarca gallega de Terra de Montes,
Pontevedra, que, de 1953 y 1980, fue por
las casas, por las comuniones, las bodas y los bautizos fotografiando a estas
personas en sus días más especiales, porque durante los 50 y los 60 la
fotografía era algo exclusivo y caro que se reservaba a los momentos más
señalados. Es todo muy Fellini: las instantáneas que el artista toma de los
artistas del circo ambulante, con sus ropas mugrientas y sus caras pintadas,
tienen algo macabro. Salen hasta los muertos, muy tiesos en sus ataúdes,
rodeados de la familia, que ahora tenemos aquí, revividos, en el centro del
centro del muy moderno y cosmopolita, aunque algo venido a menos, Madrid. Y
esto todo muy austero, pero de la austeridad de verdad, de la de entonces, la
del plato de cristal, el camino de barro, el mantel de cuadros; no las
macroausteridades que nos dictan ahora desde no se sabe dónde, aunque las
últimas puedan conducir a las primeras. En 1962 se hizo obligatorio incluir
fotografía en el DNI: Vieitez retrató entonces a todos los vecinos: si estos
señores con traje de domingo, si estas viejas cejijuntas de luto, si este niño
que posa con un rifle, si esta familia cabalgando una precaria moto, incluso si
este roquero pionero y periférico (que ya se pone la chupa de cuero y el jersey
de cuello vuelto) salieran de las fotografías y se materializasen en carne y
hueso, tantos años después, lo fliparían: el mundo ahora es en color.
También, al fondo de la exposición, llega el color a las
fotos de Vieitez, no crean, a partir de los 70, aunque da la impresión de que
las imágenes pierden algo de su gravedad: ahora tenemos los pantalones de
campana, los tejidos a cuadros o de colores chillones, barbas progres e incluso
una joven muy atrevida y algo ingenua que posa ¡fumando! sobre el capó de un
coche, mirando desafiante a la cámara del artista (que, por cierto, nunca quiso
ser artista). Ha llegado el pop y
algo de la contracultura: en una gasolinera varias jóvenes, muy modernas,
gustan de posar delante de un anuncio con una rueda Pirelli en una gasolinera
de la zona. Con estos nuevos aires de libertad, y también con la popularización
de la fotografía, las poses se relajan, se pierde el entumecimiento de aquellos
que posaban en el altar o a las puertas de las casas, ahora solo posarían ya
rígidos lo muertos, pero es que también los muertos dejan de aparecer: nadie
quiere verle el color a un muerto.
¿Por qué estos seres nos resultan tan extraños?, decíamos al
principio. No deberían parecérnoslo, al fin y al cabo, lo que fotografió
Vieitez, yendo de lo local a lo universal, como tanto se dice ahora, son los
grandes momentos de la existencia, la de antes y la nuestra, que es, en
esencia, la misma: cuando uno nace, cuando uno se casa, cuando uno se muere (o
cuando llega el circo -del Sol en nuestro caso). Son los mismos ritos de paso a
través de los que circulamos nosotros, rampantes habitantes del presente. Sin
embargo, ahora lo fotografiamos todo: cuando vomita el gato, lo que cenamos
anoche, mi outfit para el sábado
noche reflejado en el espejo del baño. Desde luego, como decíamos también, la
fotografía ha perdido gravedad. Y tal vez no deberíamos sentirnos tan
contemporáneos porque no está claro que hayamos sacado los dos pies de los
lodos del subdesarrollo. Quién sabe, tal vez las fotos que saquemos dentro de
diez, veinte o treinta años se acerquen cada vez más a lo que Vieitez retrató,
con tanta maestría que hasta se puede oler la cuadra y el alcanfor. Seremos
cutres.
lunes, abril 01, 2013
Los únicos bancos donde se hace Fresh Bankin'
Publicado en la revista Vanidad
En Shangay o por ahí, en las entrañas del gran tigre asiático, debe de haber un gran rascacielos, y en la punta del rascacielos, con grandes vistas a la supuesta megaurbe, debe de haber un tipo con traje de Armani, gris marengo y repeinado, que clava chinchetas sobre un mapa. El mapa es de Madrid, un plano: “aquí quiero uno”, dice, y pone la chincheta sobre la plaza del 2 de Mayo, “aquí tiene que haber otro, está claro”, y clava otra colorida chincheta sobre la plaza de San Ildefonso, o de la Grunge, como la ha bautizado la muchachada por la estatua de la joven estudiante de aspecto perroflauta que allí se encuentra, muy quieta. El sur de Madrid, de Gran Vía para abajo me refiero, es territorio vedado, territorio de los pakistaníes o indios, qué se yo. Para ellos hay otro señor trajeado, en otro rascacielos, pero esta vez en Bangalore o Nueva Delhi, diciendo dónde se tienen que vender las birras: “aquí”, en la plaza de Lavapiés, por ejemplo. Las birras callejeras. Las chinobirras. O las indiobirras, según donde uno las compre. Pero siempre chilled (a veces congeladas) y a un euro.
Un amigo mío, catedrático de la cerveza, me dijo un día en
la calle, como no podía ser de otra manera, y portando una birra al viento:
“Madrid es un gran bar”. Y es cierto: en Madrid antes había muchos bares, más
baratos y que abrían hasta más tarde. Las leyes municipales para limitar el
cierre de los despachos de alcohol alrededor de los cuales gira la vida de los
jóvenes y los no tan jóvenes resultaron ser contraproducentes. Querían cerrar
los bares, pero el bar se trasladó a la calle, porque al ansia por el don de la
ebriedad no pueden ponérsele muros o fronteras: como una presa sobrecargada, y
no precisamente de agua, siempre acaba encontrando su grieta para desbordarse y
anegarlo todo. De cerveza, en este caso.
Y, de prostitutas, porque si Madrid es un gran bar, donde en
cualquier calle, en cualquier banco, se puede beber, también se puede follar, euros
mediante. La calle de la Montera es un clásico para los que aman el amor de
pago (y para los que quieren ponerse piercings o tatuarse, como hacía la musa
de los noventa Silke, ¿dónde está Silke? creo que en Ibiza diseñando ropa), y
el off side de Gran Vía, la calle
Ballesta y aledañas, sigue ofreciendo la carne con más solera, arrugas y grasa,
por decirlo de alguna manera, y a los mejores precios, a pesar de los intentos
gentrificadores de TriBall. Bares de diseño, sí, pero no han conseguido sacar a
las viejas y entrañables meretrices, que ven el tiempo pasar de largo sentadas en
sillas de plástico, delante de las cuidadas fachadas. Ellas son a la
prostitución lo que el bar Palentino a la hostelería. Barato, moderno, pero con
tradición.
Con la rampate crisis económica y al hilo de las medidas de
austeridad dictadas por Bruselas, tuve una idea brutal: el Fresh Bankin’. El
Fresh Bankin’ consiste en tomar la fresca sentado en un banco, hidratado por
las ubicuas chinobirras (o indiobirras, según la posición geográfica al sur o
al norte del río de la Gran Vía). Lo empecé a practicar hace años por varias
zonas de Madrid: desde la plaza de la Grunge, en Malasaña, a la calle Argumosa
en Lavapiés, donde hay unos espléndidos bancos en los que asistir al verdadero off de Cibeles en plan jipi lavapiesero.
Ahí es donde van a ver y a ser vistos los que hacen complots en las tabernas. Y
que sea por muchos años. A nosotros, con nuestras chinobirras, siempre nos fue
bien, al menos hasta el día siguiente, cuando lo veíamos todo neblinoso. Aún
así, nuestra cartera siempre salía bien parada, que es lo que ahora importa.
Porque el Fresh Bankin’ es anticrisis.
Pero, como siempre que uno tiene una idea revolucionaria,
empezaron la críticas: que el Fresh Bankin’ era lo de siempre, el botellón de
toda la vida pero remozado con un nombre sacado de la banca naranja (la que
anuncia Matías Prats) para que no fuera tan triste, tan truculento, como diría
Jaime Gil de Biedma, hacer ciertas cosas cuando tienes más treinta años. Yo
decía sí, es lo de siempre pero transformado, es un détournement situacionista, usar sus mensajes capitalistas para
nuestros fines etílicofestivos. Es la pura perversión. Al fin y al cabo, San
Steve Jobs tampoco inventó nada nuevo, solo lo remozó, lo metió en una caja de
regalo y le puso un lazó. El Fresh Bankin’ fue al botellón lo que el Mac al Pc,
o el iPod al mp3 de toda la vida. Lo juro. A veces solo hay que poner nombres a
las cosas, como hacen los poetas, para que empiecen a existir.
Así que nos vemos en los bancos. En los de la calle, claro
está. En los otros no dan crédito a lo nuestro. Los verdaderos fresh bankers
soportamos bien el frío. El invierno es solo un invento de los poderosos para
hacernos consumir espectaculares tostas y tés muy raros. Viva China.
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