Como ella era guapérrima y siempre servía con un vestido que la dejaba desnuda desde cuello a la cintura -toda la espalda-, cada vez que se daba la vuelta para coger una botella de ron Brugal, de Jack Daniels, de ginebra Hendrikcs, de lo que fuera, todo el público masculino, y parte del femenino, se volvía a admirar su espinazo, las pecas que lo rodeaban, sus hombros poligonales, la leve insinuación de sus costillas y del comienzo de sus breves, tímidos, pero perfectos pechos (osea, unas tetas pequeñas muy bien puestas). Era un saco de huesos. Me gustaba.
Yo me hice parroquiano de aquel bar, me apoyaba en la barra a diario, pedía cañas dobles, leía el periódico, y después un gin tonic. Sorprendentemente, ella me caía bien. Mientras vertía el líquido en mi copa hablábamos de cualquier cosa absurda, ella no me miraba, estaba pendiente del bar, del público, de los otros: el trabajo.
Un día, en una servilleta, dibujé las pecas de su espalda. La toqué con el dedo índice en el hombro, para llamar su atención. Se volvió. Frunció el ceño. Eran muchos los que trataban de tocarla -ella, ahí expuesta como un trozo de carne suministrando alcohol-, de decirle cualquier cosa, de tratar de llevársela a la cama, como yo. Le dije: las pecas de tu espalda tienen la misma disposición que una constelación que sólo se ve en el hemisferio sur. Entonces, de pronto, sonrió, y su cuerpo descompuesto se apoyó en la barra. ¿Qué constelación? La de la pantera, dije. Cogió el papel, muy halagada y se lo guardo en el bolsillo de la falda.
Hace años que compartimos la cama y la vida. Ella es el sol que lo ilumina todo y en torno al que todo gravita. Ella es lo que sustenta el Universo. La quiero como un perro. Sin embargo, todo (el Universo) corre un grave peligro, y eso me inquieta todo el rato. El mundo se puede acabar en cualquier puto momento.
Por supuesto, ella (que no es muy leída, la pobre) nunca buscó una pantera en el cielo del hemisferio sur, en ningún tratado de astronomía.
Por supuesto, yo me inventé todo aquello, y no hay pantera, ni constelación en el hemisferio sur, ni nada parecido.
Tengo miedo, como siempre, cada vez que se acerca a la estantería.
domingo, noviembre 22, 2009
viernes, noviembre 13, 2009
Los dos minutos del Odio
Otra vez andan por ahí esos tipos de los abrazos gratis, le dije a W en aquella terraza del centro, y ahora con la llegada de la Navidad y de los buenos sentimientos seguro que proliferan como el musgo, como las enfermedades de transmisión sexual, como la sarna. A mí me hacen gracia, dijo W. con su habitual candor, el mundo es un sitio tan hostil que está bien que alguien vaya de buen rollo dando abrazos al prójimo, es un gesto de buena voluntad. Y se terminó lo que quedaba de su caña. Pues a mi me parece, apostillé, un gesto de buenrrollismo absurdo. Si la gente da abrazos sin motivo aparente el valor de un abrazo se devalúa: es un gesto que pasa a no significar nada. Yo quiero que me abracen cuando realmente significa algo: cuando me quieren, cuando necesito ánimo, cuando rebosa la alegría. No abrazar a un mindundi que no he visto en mi puta vida, que se aburre tanto como para salir a rondar por la calle Preciados con un cartel colgando. Mejor daban hostias gratis, un buen bofetón (como ya expliqué una vez en este sitio), que al menos para dar una hostia basta con sentir ese poso de resentimiento y odio tan humano que cualquiera siente por un desconocido. A mí lo que me parece obsceno, replicó W. mientras pedía otra caña, es lo del Facebook. De pronto todo el mundo se quiere, se echa de menos, todo el mundo está deseando verse siempre y tomar unas cañas, y lo escriben ahí a la vista del público: me resulta postizo, populista, excesivo, y bastante cursi. Bueno, basta con mirar el número de amigos que tenemos en nuestros perfiles, tú tienes un montón ¿Los conoces a todos? ¿Eh? En cambio nadie se escribe mensajes de odio. Eso equilibraría la balanza y daría una imagen más fiel de lo que es el mundo. Porque, aunque cada vez más Facebook es el mundo, la realidad todavía no se transvasado completamente a la web (aunque lo hará, sin duda). Imagínate ahora que un extraterrestre del planeta Chitón llegara a la Tierra y se diera un garbeo por Facebook: pensaría que este es un planeta movido por los buenos sentimientos y el amor, como en los anuncios de Don Algodón. Y yo creo, bueno, es evidente, que es justamente lo contrario. No, si en todo eso estoy de acuerdo, le dije.
Nos quedamos en silencio, mirando a los transeúntes. Se levantó una suave brisa que hizo volar unas hojas secas, algunos papeles. Los peatones aceleraron el paso, los transeúntes se colocaban la bufanda. W. se subió la cremallera de la cazadora y resopló. A unos metros, una señora tropezó y se cayó aparatosamente al suelo. Nadie se acercó a echarle una mano. No muy lejos una pareja de policía recriminaba a un hombre disfrazado de Winnie The Pooh (algo siniestro) que vendiese globos a los niños. Miré al cielo terrible y plomizo. Sentí frío. Observé a Winnie The Pooh volviendo cabizbajo a casa tras ser amonestado por los polis. Y pensé que tal vez las cosas estaban cambiando.
Nos quedamos en silencio, mirando a los transeúntes. Se levantó una suave brisa que hizo volar unas hojas secas, algunos papeles. Los peatones aceleraron el paso, los transeúntes se colocaban la bufanda. W. se subió la cremallera de la cazadora y resopló. A unos metros, una señora tropezó y se cayó aparatosamente al suelo. Nadie se acercó a echarle una mano. No muy lejos una pareja de policía recriminaba a un hombre disfrazado de Winnie The Pooh (algo siniestro) que vendiese globos a los niños. Miré al cielo terrible y plomizo. Sentí frío. Observé a Winnie The Pooh volviendo cabizbajo a casa tras ser amonestado por los polis. Y pensé que tal vez las cosas estaban cambiando.
miércoles, noviembre 04, 2009
Unas pecas de Nada en la espalda
Y de pronto tratas de recordar, viendo las fotos, qué coño hiciste aquel mes -tan sólo han pasado dos años-, porque también ha sonado casualmente una canción evocadora de aquel tiempo (la capacidad evocadora de la música es sorprendente, pero más aún es la del olfato, esos olores que creías olvidados y que cualquier día inopinado, al entrar en una habitación desconocida o al dar dos besos a alguien que no es aquel alguien pero que huele exactamente igual que aquel, te trae de pronto y en barrena un tiempo pretérito, mejor o peor, pero completo y con todas sus aristas y sus pliegues, como un fogonazo de otra realidad que pasó antes), porque te has puesto a intentar recordar que estaba ocurriendo hace dos años y has buscado un calendario perpetuo en Internet, y has buscado noviembre 2007, y te ha mostrado una treintena de días de los que apenas tienes un par de recuerdos (que te refugiaste aquel mes en casa de G, que E cambió de pelo y no venía porque estábamos en obras, que meábamos en cubos porque el baño estaba siendo reformado, que te aburrías desocupado todo el día), pero qué pasó en cada uno de esos días, quisieras saber, en qué tarde paseaste esperando la entrega de algún premio, por dónde y bajo qué cielo, qué decían las portadas de periódico, qué libros dormían en la mesa, que sentías, por qué el mundo se iba oscureciendo. El tiempo está vacío: a nuestras espaldas solo hay una gran nada salpicada de momentos puntuales, como pecas en la espalda. Cuando usted va en metro, cuando ve la tele, cuando se masturba antes de acostarse, cuando bebe, usted no está haciendo nada memorable, usted no está viviendo. Constrúyase una vida extraordinaria. Desde aquí lo recomiendo.
lunes, noviembre 02, 2009
Los peces muertos siguen la corriente del río
Almorzando con mi amiga X. comenzamos a hablar sobre cuál era la cosa más mala que habíamos hecho en la vida, ya ves tú qué cosas. La conversación iba más bien orientada al trato a las mascotas –aunque a mí ya se me estaban ocurriendo a borbotones las putadas más horrendas que he hecho a las personas- así que primero X. relató, mientras desbarataba su espléndida brocheta de cazón en adobo sobre el plato, cómo una vez había arrojado uno de sus pececitos naranjas por el fregadero. Los animales como los pececitos de pecera o las tortugas, me explicó, no causan tanta ternura o empatía a su dueño como otros, léase perros y gatos, mamíferos en general, así que ni corta ni perezosa lo arrojó por el desagüe porque ya no le hacía mucha gracia. Luego fantaseamos un rato con la posibilidad de que el pececito de marras hubiese sobrevivido, que hubiese caído por un intrincado laberinto de tuberías, cual Aquapark, hasta llegar a un mar. A un mar de mierda de alcantarilla, todo sea dicho.
A los postres seguimos hablando de estas pequeñas grandes maldades. X. recordó otra ocasión (la dulce X., pensé, yo no imaginaba que esta chica tenía está fortísima necesidad de matar) en que quiso deshacerse de otro de sus pececillos. Ahora, en vez de arrojarlo burdamente desagüe abajo, fue más cerebral, más fría, más calculadora: optó por dejarle en la pecera, sin alimentarle, sin limpiar el agua, indefinidamente. Cada día pasaba por delante del recipiente simulando no enterarse del asunto, mientras el pez agonizaba hambriento, tal vez mirándola pasar indiferente al otro lado del cristal, y el agua de la pecera se volvía de un tono parduzco conferido por los excrementos del bicho. Imaginé a la X. niña, en toda su perversa inocencia, convenciéndose de que nada pasaba, día tras día y noche tras noche, negándose a sí misma lo evidente, hasta que una tarde, como estaba planeado, descubrió con falsa sorpresa que el pez yacía inerte, boca arriba, en el agua ponzoñosa.
“Me resultaba más fácil desentenderme que participar activamente en el fin de los peces”, dijo X. una vez habíamos terminado de comer, y aquello me pareció una sentencia fuerte y profunda. Tantas veces ocurre que es preferible mirar hacia otro lado dejando que la cruel naturaleza de las cosas siga su curso antes que enfrentar la adversidad… Tal vez sea lo que haya que hacer, porque al final no pasa nada, nada pasa, nada importa demasiado en esta vida, y los pececitos naranjas se venden en cada domingo en cada mercadillo de barrio, dentro de bolsas de plástico transparente, y, además, los ríos, como suele decirse, están llenos de ellos.
Hay que ser más cruel.
A los postres seguimos hablando de estas pequeñas grandes maldades. X. recordó otra ocasión (la dulce X., pensé, yo no imaginaba que esta chica tenía está fortísima necesidad de matar) en que quiso deshacerse de otro de sus pececillos. Ahora, en vez de arrojarlo burdamente desagüe abajo, fue más cerebral, más fría, más calculadora: optó por dejarle en la pecera, sin alimentarle, sin limpiar el agua, indefinidamente. Cada día pasaba por delante del recipiente simulando no enterarse del asunto, mientras el pez agonizaba hambriento, tal vez mirándola pasar indiferente al otro lado del cristal, y el agua de la pecera se volvía de un tono parduzco conferido por los excrementos del bicho. Imaginé a la X. niña, en toda su perversa inocencia, convenciéndose de que nada pasaba, día tras día y noche tras noche, negándose a sí misma lo evidente, hasta que una tarde, como estaba planeado, descubrió con falsa sorpresa que el pez yacía inerte, boca arriba, en el agua ponzoñosa.
“Me resultaba más fácil desentenderme que participar activamente en el fin de los peces”, dijo X. una vez habíamos terminado de comer, y aquello me pareció una sentencia fuerte y profunda. Tantas veces ocurre que es preferible mirar hacia otro lado dejando que la cruel naturaleza de las cosas siga su curso antes que enfrentar la adversidad… Tal vez sea lo que haya que hacer, porque al final no pasa nada, nada pasa, nada importa demasiado en esta vida, y los pececitos naranjas se venden en cada domingo en cada mercadillo de barrio, dentro de bolsas de plástico transparente, y, además, los ríos, como suele decirse, están llenos de ellos.
Hay que ser más cruel.
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