sábado, mayo 30, 2009

Quisiera volver a ver el mar, las olas,
¿te acuerdas de nosotros? los pies descalzos,
los cuerpos juntos, te dije: el mar
siempre me habla de la muerte,
y te hizo gracia, seguro que no pensabas
realmente en mis palabras,

pero
yo sí quisiera volver a ver el mar
de aquella forma, en la playa
de Gijón, de Málaga, de Cádiz,
de los Caños de Meca, en la playa
de Argumosa en Lavapiés,
en la Gran Vía, en todas esas costas,
con vosotras, que fuisteis dulces
hasta un día, aquellas veces,
cuando el mundo era crujiente.

Tengo casi 30 años, no son muchos,
y aún quiero ver el mar,
pero no este, quiero el de antes,
quiero aquel mar de aquellos años,
aquella sal, aquel relámpago
en el vientre.

El mar, tal vez, es siempre el mismo,
son los ojos que lo miran
los que cambian.

lunes, mayo 25, 2009

Hormigas

Una colonia de hormigas es un ejemplo típico de sistema con propiedades emergentes. Se llama propiedades emergentes a aquellas que aparecen cuando el todo es mayor que la suma de las partes del sistema. Es la suma de sus partes y algo más. Eso pasa en las colonias de hormigas. Además de la actividad individual de cada individuo, cada hormiga que actúa localmente, la actividad global de la colonia parece realizar actividades como si alguien, no se sabe quién, la dirigiese. Por ejemplo, las colonias regulan de esta manera el número de hormigas que buscan comida basándose en factores como el número de bocas que alimentar o las reservas existentes. Se hace automáticamente, sin que nadie organice esa actividad y sin que ninguna hormiga sea consciente de este hecho. Porque las hormigas, por lo demás, no tienen conciencia. La conciencia, por otro lado, puede entenderse como una propiedad emergente de los sistemas neuronales.



¿Qué coño hacen esas hormigas en mi cocina?

lunes, mayo 11, 2009

Fragmento

Llegué arrastrándome casi al amanecer y en casa, en nuestra habitación, estaba Natalia con la maleta abierta encima de la cama, enfrascada en ese acto tan teatral de guardar todas sus cosas para marcharse. ¿Qué haces?, dije yo. Me voy, dijo ella. ¿Adónde vas?, dije yo. A casa de mi madre, dijo ella, dónde me voy a ir. ¿Por cuánto tiempo?, dije yo, con la lengua resbalándome por los efectos de la noche. Estás borracho, dijo ella. Te he preguntado por cuánto tiempo te vas, dije yo. O drogado, dijo ella, borracho o drogado. No estoy borracho, dije yo, bueno, sí, o no, qué importa eso ahora. Eso es precisamente lo que importa, dijo ella. No puedes marcharte, dije yo, y sentía que mi cuerpo y sobretodo mis párpados pesaban varias toneladas. Sí puedo, dijo ella. Es el numerito de siempre, dije yo, tu teatro de siempre, y me tumbé en la cama a observarla. Ella no dijo nada. Encendí un cigarrillo y esperé a que se le pasara el enfado, normalmente solía servir con que le ofreciera mis disculpas más sinceras, que me humillase un poco, que le abrazara por la espalda y le besara el cuello hasta ablandarla. Ella seguía metiendo bragas, camisetas, pantalones, algunos discos en la maleta. Cuando acabo con la primera maleta fue en busca de otra. Yo la seguía observando y ya iba por el tercer cigarrillo. En la segunda maleta metió algunos libros que reconocí como sus preferidos, algunas fotos, unas toallas. Cuando acabó con la segunda maleta sacó una pequeña bolsa de deporte. A mí se me habían acabado el tabaco. ¿Tienes un cigarro?, dije yo. No, dijo ella. Vas a quemar las sábanas. Aunque a mi eso ahora me da igual, por mi como si te calcinas. Después de llenar la bolsa de deporte con frascos de cosméticos y demás cosas del baño se fue al salón. La oí llamar a un taxi. Esta vez si que le ha dado fuerte, pensé, está montando una buena farsa. A los pocos minutos volvió a la habitación, se puso la bolsa de deporte al hombro y cogió una maleta con cada mano. Ahí te quedas, dijo ella, y salió de la habitación. Decidí que ya estaba bien de forzar las cosas, que ya era hora de que yo cediese. Me levanté y la alcancé en el pasillo, cerca de la puerta, la agarré por el hombro. Venga pequeña, dije yo, no te vayas. Me voy Marcos, dijo ella, ya te lo he dicho. Esta vez no es una broma. Esta vez es definitivo. Venga, no seas tonta, dije yo, quédate. Le ofrecí mis disculpas, me humillé un poco, la abracé por la espalda, le besé en el cuello tratando de ablandarla. No sirvió de nada, parece que esta vez iba en serio. Me voy Marcos, dijo ella, déjame. Me espera el taxi. No te vayas, dije yo. Y entonces salió y cerró la puerta. Se había acabado el teatro.

miércoles, mayo 06, 2009

Pongamos que...

He venido conversando últimamente con varias personas que acaban de llegar (como quien dice) a la ciudad, y con todas he recalado en el habitual pero agradable tema de la fascinación que ejerce Madrid sobre el recién llegado (al menos en un alto porcentaje de los casos).

A mí la obnubilación por Madrid me duró un par de años y, aunque ha ido declinando poco a poco, a día de hoy aquel primer chasquido de pasión se ha convertido en un sólido amor racional. Sin embargo, a veces añoro aquellos tiempos del cambio de siglo cuando mis inocentes ojos provincianos no habían sido aún mancillados por la urbe, y alucinaba bellotas al ver a un escritor famoso por la calle, o un restaurante polinesio, o un bar donde ponían a los Ramones cada tres canciones. Era excitante estar ahí, solo en la gran ciudad, en el medio del cotarro, donde ocurrían todas las cosas.

En aquellos años se estaba dentro de la Historia (con mayúsculas): se vivieron las grandes manifestaciones contra la guerra de Irak, por las que deambule durante una semana demasiado ociosa en la que terminé siendo agredido por un madero al cortar una calle y, nadie sabe cómo, arengando a las masas con un megáfono en la Puerta del Sol –tampoco recuerdo que dije. La boda de Leticia y Felipe tuvo lugar en mi barrio: la poli lo recorrió casa por casa pidiendo la documentación y tomó la calle como un ejército de ocupación. La mañana de la boda me cortaron el paso a mi propia casa cuando regresaba de las entrañas de la noche y tuve que volver al bar mañanero del que había huido y buscar a alguna incauta que me dejara un trozo de su cama y, por qué no, de su cuerpo. La encontré, claro, y resultó ser, además de joven y guapa, monárquica, para más inri. El otro gran suceso fue el atentado de Atocha. Alejandra y Guillermo me recogieron en casa y fuimos a la Puerta del Sol donde se vivía casi un clima guerracivilista, porque aquella mañana aún se creía que la autoría era de ETA, aunque Arnaldo Otegui ya lo había desmentido. Y luego las caceroladas, la elecciones, el triunfo de ZP, en fin, todo eso que ustedes ya saben.

Vivir en los sitios donde vivía a veces agobiaba: en todas las películas, anuncios televisivos, periódicos, series, fotografías de moda o lo que fuera, aparecía el centro de Madrid, el mismo que veía cuando bajaba a la calle a comprar leche, cerveza y pan, así que daba la impresión de que el Universo –exceptuando otras galaxias que estudiaba en mis clases de la Facultad- se reducía al centro de Madrid y que más allá de allí sólo estaba la Nada más absoluta

En fin, podría hablar de cómo molaba ignorar la calle contigua o el barrio contiguo, no haber construido aún el puzzle en la cabeza, tener pendiente de conocer cientos de personas y lugares, disfrutar de los viajes en metro escrutando una y otra vez el enrevesado plano, aquella sensación de irrealidad y aventura. Lo cierto es que no me ha ido nada mal en estos años, sino todo lo contrario, y sería absurdo e injusto quejarme, pero, no sé, entonces había ciento cincuenta mil puertas abiertas y ya van quedando menos. Esa, digámoslo así, adrenalina, se ha ido perdiendo. Aunque seguro que dentro de algún tiempo pensaré lo mismo del presente, siempre pasa. Es lo que tiene estar enfermo de nostalgia.


------------------
Aquí el autor reseñado en el diario ABC