Asumimos que observar el sufrimiento del prójimo es algo
horroroso, y que, precisamente, nuestra humanidad radica en eso, en sentir
repulsa por el dolor propio pero, sobre todo, por el ajeno. Eso es lo que
asumimos, porque la cosa no está tan clara: hasta no hace tanto, muy poco si
hablamos en términos de la edad del hombre, las ejecuciones públicas eran una
práctica habitual, era algo espectacular (sin duda, eran todo un espectáculo),
algo muy morboso, pero nada obsceno. Tal vez la pregunta aquí es: ¿es el hombre
bueno por naturaleza o es un cruel lobo para sí mismo? Esta eterna pregunta
bien podría trazar una línea entre una cosmovisión de izquierdas y una de
derechas. Pero el caso es que nos gusta la sangre, seguro que todos vimos el
video de la ejecución de Saddam Hussein y, cada vez que vemos un accidente por
la calle, se nos va la mirada automáticamente debajo de la manta metalizada que
cubre al fiambre.
En la Plaza Mayor de Madrid, muy cerca de mi casa, es donde,
a partir del siglo XVII, se ejecutaba a los condenados. La vida entonces no
estaba llena de entretenimientos como los que ahora tenemos: no había Liga de
fútbol, ni Internet, ni televisión, ni siquiera existía este, su humilde blog:
era aquella una existencia rutinaria, dura, sucia y gris en la que, de pronto, brotaba
la colorida flor de una ejecución. Los días de ejecución eran días alegres, la
plaza se llenaba de ciudadanos, los niños correteaban, los vendedores de comida
aprovechaban para hacer el agosto, igual que los carteristas, y los músicos
amenizaban la espera que antecedía al sangriento espectáculo. Los nobles eran
degollados delante de la Casa de la Panadería (donde ahora está la Oficina de Turismo), a los demás se les aplicaba el garrote vil delante de la Casa de la
Carnicería (enfrente, donde se ponen los caricaturistas). Los ahorcados tenían
su propio especio frente al Portal de Paños. De las ejecuciones se esperaba un
gran espectáculo y cada uno tenía que cumplir su papel decentemente: el verdugo
tenía que matar bien, con decisión y sin chapuzas, por su parte el ejecutado
tenía que morir con cierta dignidad, pero tampoco de forma demasiado fría.
Convenía cierta desesperación, pero no berrear como un bebé. Lo cierto es que
era difícil dar con el punto medio de emoción a la hora de enfrentar la muerte.
A veces los condenados eran llevados en una carreta y desmembrados por toda la
ciudad: se les cortaba una mano aquí, otra dos calles más adelante, una pierna
en una esquina y así. Había cirujanos que procuraban que el reo no se muriera
desangrado antes de tiempo. “El payés Joan de Canyamars hirió con un puñal a
Fernando el Católico en la plaza del Rei en 1492”, cuenta el escritor
Joan de Déu Domènech en una entrevista en La Vanguardia, “ya condenado, le
pasearon en carro, semidesnudo, junto al verdugo: en la plaza del Blat, le
cortó un puño; en la del Born, el otro. Murió allí, pero en la plaza Sant Jaume
le cortó la nariz, una pierna y le sacó un ojo”. Los homosexuales y herejes
eran quemados en la hoguera, los militares siempre fusilados.
El ominoso Fernando VII (el de “vivan las caenas”)
democratizó las ejecuciones públicas y acabo con esta
muerte-diversidad, imponiendo el garrote vil para todo quisqui, con
independencia de su extracción social y su delito. Lo cierto es que el garrote,
tan tristemente ligado a la historia de España, era un sistema mucho más “avanzado”
para aniquilar al prójimo, rápido y sin los problema que a veces creaban la
horca (cuerdas rotas, reos que no acababan de morir) y las decapitaciones
(cortes insuficientes, cabezas colgando a medias y escabechinas varias). Las
últimas ejecuciones públicas en España tuvieron lugar a finales del siglo XIX,
una de ellas fue la de Higinia Balaguer, la autora del célebre crimen de la
calle Fuencarral. Asistieron cerca de 20.000 personas. La pena de muerte se
abolió con nuestra sacrosanta Constitución de 1978, una de las últimas víctimas
del siniestro garrote fue el célebre anarquista Salvados Puig Antich, ejecutado
en 1974 en la cárcel Modelo de Barcelona.
Pero, antes de la hegemonía española del garrote vil, el
noble arte de matar a otros humanos ya había experimentado fascinantes avances
en nuestra vecina Francia. Es curioso, solemos citar la Revolución Francesa
como origen de la modernidad, las democracias liberales, los derechos del
hombre, solemos relacionarla con el fin de
la superstición y
la barbarie y el inicio de la ilustrada era en que la Ciencia y la Razón
persiguen el beneficioso Progreso. Sin embargo, la Revolución Francesa, en la
que estaba basada nuestro mundo al menos hasta la caída de Lehman Brothers, fue
una escabechina de cuidado, que solo se recuerda a veces, cuando oímos el
tenebroso nombre de Roberpierre, que nos suena parecido a Drácula. Me refería,
cómo no, a la guillotina, una sofisticación técnica creada por el doctor
Joseph-Ignace Guillotin, presidente, a la sazón, del Comité de Salud Pública, que no se dedicaba a prohibir fumar en los bares, como pudiera parecer, si no a localizar y
eliminar casa por casa a decenas de miles de elementos supuestamente
contrarevolucionarios que salpicaron con su sangre y sus cabezas el suelo del cochambroso
París de la época. La ciencia y la técnica también colaboraron activamente con
el exterminio, mucho después, en las fábricas de muerte nazis durante el
Holocausto judío, donde murieron, además de millones de personas, muchos
ideales ilustrados encumbrados por la Revolución Francesa. Curiosamente,
Guillotin era contrario a la pena de muerte, pero este sistema rápido, limpio y
eficaz, le parecía el más civilizado. También estaba en contra de que las ejecuciones
fueran públicas y trató de que mujeres, niños y otros animales, no tuvieran
acceso al espectáculo. Pero las ejecuciones eran públicas por un motivo: para
dar ejemplo.
Cuando digo dar ejemplo me refiero a dar miedo, a ejercer el
control mediante el terror: en muchos pueblos y ciudades los patíbulos estaban
en las entradas principales o en los cruces de vías importantes, y muchas veces
los ejecutados permanecían colgados durante semanas o sus cabezas clavadas en
las picas que simbolizaban el poder del Rey. Era necesario que los visitantes
supieran cómo se las gastaban en esos pueblos. Aunque suene muy salvaje, en la
China actual hay ejemplarizantes
reality shows en los que se entrevista a reos
en el corredor de la muerte, y también se realizan, tiro en la nuca mediante,
ejecuciones públicas masivas. Muchos otros países mantienen estas prácticas,
sobre todo en Africa y partes de Asia, sin olvidarnos de las frecuentes lapidaciones en países islamistas donde el público, además de mirar, participa. Ejemplo se da poco: se ha comprobado que
ni la pena de muerte, ni las ejecuciones públicas reducen la criminalidad.
Quizás deberían probarse otras soluciones, no sé, tal vez educación y justicia
social, igual estoy loco, pero eso sí que reduce la criminalidad: comprobado.
Aunque la ejecuciones públicas nos parezcan hoy y aquí algo
muy sórdido y muy salvaje, en su tiempo y lugar era una cosa muy normal,
aceptada mayoritariamente por la moral imperante. Pero, como habrán estudiado
en el colegio, si ustedes fueron al colegio, no es lo mismo la moral que la
ética. Ahora mismo, aunque cada vez menos, hay espectáculos completamente aceptados
por la moral de ciertos grupos y que, seguramente, en cuanto sean abolidos y
mirados en la distancia (como se miran desde otros países) se revelarán como
monstruosos. Me refiero, como habrán intuido, a la tortura y ejecución pública
de los toros, en coloridos espectáculos con hombres disfrazados y música en
directo. Entonces, los blogueros del futuro, escribirán posts en estos términos
sobre nosotros. Espero que no nos cuenten a todos en la misma barbarie.
Y luego
están los ERE’s, que son las ejecuciones públicas del siglo XXI. A lo que íbamos.