lunes, septiembre 21, 2009

El sol traidor de Filipinas

Era un sol traidor, el filipino. Si no estabas atento te quemaba en un instante, tan rápido que no te dabas cuenta. Los días que trabajamos en Puerto Galera los pasamos en catamaranes alquilados, sacando fotos a los chavales en el mar cristalino o atracando en exóticas playas en las que no era posible el acceso a pie. La jungla, como dije, se metía a saco en las calas, una maraña impenetrable y verde oscuro. La vida, en general, es salvaje y excesiva en Filipinas: cada mañana –amanecía y amanecíamos a eso de las 5 a.m.- lo primero que se oía fuera de la habitación era el sonido de las hojas de palma con la que los empleados del hotel barrían los pasillos: no sólo la arena que la brisa nocturna había ido depositando, si no también la legión de hormigas y orgullosos escarabajos que campan a sus anchas a poco que desaparece la presencia humana, aunque sólo sea por unas horas.

Ver aquel sol en el cenit, como digo, me impresionó bastante: estaba en el puto centro del cielo, tal y como me habían enseñado en las clases de Astronomía Observacional de la Facultad. Entendí que durante el verano boreal en las latitudes levemente al norte del Ecuador, es decir, tropicales, el sol llegaba hasta ese punto mágico. Entendí que al menos aquellas horas de rebanarme los sesos, hace unos años, habían servido para algo. Y me quemé como nunca me había quemado –yo soy de piel morena, casi filipino- y durante unos días me costó moverme sin que toda mi piel se quejase.

Todavía andaba algo enrojecido cuando nos tocó irnos. En uno de esos simpáticos jeeps, heredados del ejército yankee y coloridamente tuneados al gusto popular, los tipos de la Fundación nos acercaron a un puerto, siguiendo de nuevo estrechas carreteras entre la vegetación tropical. A pesar de ser la estación de los monzones habíamos tenido días perfectos para nuestros propósitos, sin embargo –y gracias a Dios fue sólo ese día- a la hora de irnos comenzó a caer esa lluvia pesada, lenta, vaga, melancólica que cae por allí en esa época. Es más un lento mar con agujeros –que diría Cortázar-, que una lluvia en toda regla.

Bajo este manto de agua cogimos una barcaza a motor, hacinados con parte de la población local y una montaña de mochilas, que también viajaban a Manila. Allí, con toda aquella gente extraña, viendo una isla y otra y otra pasar de largo envueltas en la bruma al otro lado de las ventanas cruzadas por hilos de agua, desenfundé mi iPod y pinché una de las canciones más bakalas de esa sesión tan bestia de Vitalic. La barcaza daba tumbos arriba y abajo, los pasajeros trataban de protegerse con chubasqueros y capuchas, y pensé, con aquel bombo, aquellos graves, aquel tiempo turbulento, que aquello debía de parecerse mucho al fin del mundo. Al Apocalipsis.

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El Autor reseñado en Babelia, El País, aquí.

miércoles, septiembre 02, 2009

Al otro lado del mundo

Lo primero que pensé cuando llegamos a Mindoro Oriental fue que si abría un agujero en el suelo y cavaba y cavaba hasta atravesar el centro de la Tierra, y saludar al Diablo, y seguía cavando y cavando sin descanso, después de 12.740 kilómetros, asomaría la cabeza, jadeante y agotado, con el pelo y las uñas llenas de tierra, en algún lugar cercano a mi casa (tal vez en un sótano austriaco donde un psicópata secuestra a sus hijas, tal vez bajo el Atlántico, frente a las costas de Portugal, quién sabe). En buena ley, las antípodas de España están en Nueva Zelanda, pero las más de 7.000 islas que forman las Filipinas no andan muy lejos, al menos para esta mente occidental que nunca ha encajado bien en su cabeza el mapa del sudeste asiático.

El viaje había comenzado un día y medio antes, cuando las ruedas de aquel vuelo de Iberia perdieron el áspero contacto de la pista de Barajas. A las dos horas y pico paramos a desayunar en Frankfurt y rato después iniciamos un nuevo vuelo que nos llevaría, tras doce horas sobrevolando lo que quedaba de Europa, Oriente Medio y Asia, a legendaria ciudad Hong Kong. Ahora los vuelos largos llevan esas pequeñas pantallas individuales que hacen que el viaje sea mucho más llevadero para el viajero inquieto: ofrecen pelis, discos, videojuegos (algo cutres), documentales y programas de televisión. Yo aproveché para hacer un acercamiento cultural al nuevo continente, viendo cine hongkonés, y escuchando los discos que rompen pistas en Malasia, Tailandia o la propia Filipinas. Descubrí, no sin cierto estupor, que la globalización (¿occidentalización?) hace que todo lo que suena por allí sea igual (de malo) que lo que suena por acá: Rythm & Blues del palo perpetrado por Beyoncés asiáticas, canción ligera a lo O.T. o rock de poca monta tal vez aderezado por algún sitar, por aquello de darle un toque regional. La comida de Cathay Pacific, la compañía fundada tras la segunda guerra mundial por dos pilotos anglosajones enamorados de la zona, nos enamoró con una pasión tal que no declinó en todo el viaje, y mira que cogimos vuelos.

Aterrizar en Hong Kong fue como aterrizar en un cuadro de los que cuelgan de las paredes de los restaurantes chinos: la pista se adentraba en el mar y tomamos tierra, paradójicamente, entre barquitos pesqueros chinos y escarpados montes negros que recortaban una espesa y misteriosa bruma. El aeropuerto de Hong Kong es un gigantesco edificio diseñado por Norman Foster que se construyó a partir de una isla ganando terreno al mar, la mayor obra de ingeniería civil del mundo, según leí en algún sitio. Por lo demás, se trata de uno de esos no-lugares de los que ya hablé en otro momento, más parecido a un centro comercial que a una estación de tren, con el que nadie puede establecer ninguna relación emotiva y del que todo el mundo desea huir cuanto antes, a pesar de su grandiosa arquitectura.

El último salto, y ya el mundo empezaba a estar borroso después de casi un día sin pegar ojo –me resulta casi imposible dormir cuando viajo-, nos llevó a cruzar el mar de China y a aterrizar en Manila. Al salir del aeropuerto me golpeó la abrumadora humedad de aquella parte del mundo, el cielo estaba profundamente nublado y amarillento, y todo parecía pesar el doble. Cuando he visto películas de Vietnam siempre he creído entender ese estado atmosférico: la barca del capitán Willard navegando río arriba en busca del coronel Kurtz en Apocalypse Now, los soldados perennemente cubiertos por una fina pátina de sudor, el cansancio, los continuos golpes de mano para matar a los insectos que se posan sobre la piel del cuello… pero no se entiende hasta que no se está allí cómo aquel ambiente podía doblar la desesperación que ya de por sí supone una guerra.

En la puerta del aeropuerto nos recogieron nuestros sonrientes contactos y nos llevaron en furgoneta al puerto de Batangas, a unas dos horas, un sitio sórdido y paupérrimo donde cogimos un barco, tras mil inspecciones policiales de nuestro excesivo equipaje (las cámaras, los flashes), atestado de gente que nos llevaría por fin a Mindoro Oriental. Ya un poco hartos de ir de un lado a otro, pensábamos que llegábamos a nuestro destino.

Muy al contrario, aún quedaba coger un jeep y cruzar la isla por el interior. Fueron unas cuatro horas por caminos de cabras en los que nos adentramos en la jungla y ahí, alucinando bellotas con el paisaje, las palmeras, las cascadas, la enmarañada y densa vegetación a cada lado, volví a recordar las pelis de Vietnam. Aquellos poblados desde los que nos saludaban alegres niños vestidos con andrajos parecían a punto de arder inundados de napalm o de ser arrasados por enloquecidos grupos de sanguinarios soldados estadounidenses.

Por fin llegamos a Puerto Galera, uno de los puntos calientes del turismo sexual y la prostitución infantil, y resulto ser una deliciosa playa sacada de una postal o de un anuncio de ron. Ahí pensé lo de cavar un agujero, atravesar el planeta y aparecer a este lado, y después pensé en que estaba derrengado después de tanto viaje y que mejor me metía en la cama, pero no: allí eran las nueve de la mañana y nos esperaba un día entero de trabajo.