Cuando
era más joven disfrutaba de una meridiana claridad a la hora ver las cosas del
mundo y, sobre todo, tenía una opinión formada sobre todas esas cosas, y
siempre siempre siempre tenía razón. Mi ojo tenía la precisión del cirujano a
la hora de descuartizar la realidad y desmontaba los argumentos de los idiotas
(que eran casi todos) como quien desmonta un cochecito de Lego. Eran tiempos
hermosos, de orgullo y satisfacción, en los que me erigía como el Faro Moral de
Occidente. Todo era muy fácil.
Sin
embargo ahora no sé si he cambiado yo o ha cambiado el mundo: una de dos, o me
he vuelto más tonto o las cosas se han enrevesado hasta la pesadilla. No
entiendo nada, todo son dudas, y sobre nada tengo opinión. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?
¿Dónde? ¿Por qué? Si yo solo quiero dormir la siesta, muy tranquilito, la
siesta, aquí, ahora, en la cama, porque sí. Desconfío de aquellos que tienen
las cosas cada vez más claras cuando más viejos son. Uno debería morirse, en su
postrer día, atenazado por la incertidumbre. Ese abismo.
Sin
embargo, cada vez se opina más, y con fruición, lo que no quiere decir que cada
vez se opine mejor. Antes opinaban cuatro, los que disponían de espacio en los
medios de comunicación, el resto de los mortales opinaba borracho en la barra del
bar, un día una cosa y al día siguiente la otra, y su opinión no llegaba más
allá de las puertas de la taberna. ¿A quién le importaba? Ahora no solo el
espacio en los medios y los medios en sí se han multiplicado (plagados de
tertulias de todólogos), sino que todos podemos opinar al viento en esas
tabernas que son los blogs y las redes sociales. Hay muchas opiniones y casi
tantas cosas sobre las que opinar. Pues hoy un terremoto, mañana un atentado,
al otro un resultado electoral o el dilema moral de la eutanasia o las vacunas
o las prominentes posaderas de Kim Kardashian. Si los físicos hallaran la forma
de obtener energía limpia de las opiniones (o del culo de la Kardashian), igual
que en esas discotecas en las que se transforma la energía cinética de los
bailes en corriente eléctrica para los bafles, el problema energético estaría
resuelto.
Así
que yo escribo hoy esto para opinar, pero para opinar que cuesta mucho opinar.
Tal vez sea deformación profesional, por llevar años ejerciendo el periodismo de
información, ese en el que para tratar un tema hay que consultar a los expertos
de uno y otro lado y tratar de mantenerse en cierta honesta imparcialidad. Así que
ahora, si me entran ganas de opinar sobre el aborto de la gallina, como me
impelía en la adolescencia Manolo Kabezabolo, tiendo a pensar que más que mi
modesta opinión lo valioso sería consultar a alguna clínica abortista de
gallinas o a algún colectivo pro-vida (ese término malévolo) de las gallinas. Y
así poner un huevo.
Por
lo demás, es curioso que se valore más el periodismo de opinión que el de
información: al fin y al cabo la escasez crea valor y, mientras que la
información la manejan unos pocos, la opinión, como los culos, la tenemos
todos. Menos yo, claro. Así, que dentro del mundo del columnismo, siempre
preferiré a esos opinadores que, más que opinar, aportan una nueva forma
personal de ver las cosas, una nueva luz.
Creo
recordar que hace tiempo escuché a una columnista de nuestro sacrosanto El País
(no recuerdo si era Elvira Lindo o Almudena Grandes, o ambas) decir que cuando
le confiaron una columna semanal le costaba mucho opinar sobre distintos temas
cada semana, algunos sobre los cuales no llevaba una opinión puesta de serie. Y
es que, mientras que al resto de los mortales se supone que las opiniones nos
brotan solas, como musgo, los opinadores a sueldo tienen que sentarse con la
frente apoyada en la palma de la mano para parir una opinión en 400 palabras
antes de la fecha de entrega. Así me los imagino, en la sala de partos, abiertos
de las intelectuales piernas, o como el estreñido haciendo esfuerzo en la taza
del váter hasta que la opinión cae sobre el agua estancada y se tira de la
cadena, que es el tiempo. En cambio, los que opinan por placer en las redes
sociales lo tienen más fácil: opinan cuando quieren, no cuando deben. Y cuando
pasa algo muy grave, se nos pone a todos gesto de ministro y condenamos con
firmeza, desde nuestro muro de Facebook, el brutal atentado.