Ayer fui a visitar a mi profe de Novela Contemporánea. Su despacho está en la Facultad de Filosofía y Letras B. Es un edificio enorme lleno de despachos que domina aquella parte del campus, y yo nunca había estado dentro. Tomé el ascensor y al llegar al décimo piso, donde se encuentra el despacho, me quedé impresionado por las vistas que había desde aquellos ventanales. La mujer no estaba allí, así que espere, me eché tranquilamente un cigarrito mirando por la ventana. Es una perspectiva extraña la que se tiene desde allí, se ve la ciudad por su orilla occidental: allí estaba el Faro de Moncloa, y más allá los edificios de Plaza de España y luego el Palacio Real y la Almudena y siguiendo una línea todas esas tierras desconocidas del sur, Puerta del Angel, Aluche... Pero lo que más se veía era la Casa de Campo, qué parque tan inmenso. Podrías perderte en el toda la vida, o -perdonen el chiste fácil- todas las noches. Pero lo más impactante fue cielo, tan inmenso y tan plano, cubierto uniformemente de nubecitas parcialmente iluminadas por el sol que parecían de mentira, de realidad virtual. Estaba yo tan alto que parecía que las bandadas de pájaros se iban a estrellar contra la ventana.
Finalmente la profe no llegó. Supongo que como son literatos piensan que pueden estar en las nubes -sobretodo en esos despachos estratosféricos. Pero no me importó, hice el camino de vuelta muy contento: nunca había visto un cielo tan grande.
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