martes, enero 29, 2008

Palabra de empresario

Me gustan los niños porque sus pequeños cuerpos pueden introducirse en estrechos y oscuros túneles dentro de las minas –sus dulces naricitas tiznadas de carbón- para realizar diversas y útiles tareas. Pero también por sus dedos finos que les permiten reparar complejas y peligrosas maquinarias industriales allí donde la mano de una adulto no puede acceder, sus dedos valen mucho y poco al mismo tiempo. Los niños son fácilmente manejables y pueden trabajar hasta dieciocho horas cada día sin apenas descanso, sin protesta, sin derechos laborales. Adoro la infancia, me subyuga la candidez de aquellos cuya inocencia no ha sido aún mancillada, la pueril debilidad. Me gustan los niños. Sobretodo con patatas.

martes, enero 22, 2008


Como el toro y el estoque, la tripa atravesada
por el hierro, la sangre y el acero,
esto duele, cuando viene la razón y se va el miedo,
la pura realidad es más terrible, la llegada de la luz
que en vez de hacerte ver te ciega y arde
el ácido con furia y esto duele, saber la conveniencia
de ignorar lo que uno ignora y que ya no hay vuelta atrás,
regreso al útero imposible de la madre,
cerradas ya las piernas, pasados ya los años
y aún parece que fue ayer cuando naciste, cómo duele,
saber que iba a doler pasar los días, perder toda inocencia
poco a poco, hostia a hostia en tu rostro inmaculado,
la mirada se hace cuervo y el crepúsculo te invade,
dolió ver un gato muerto, dolió lo que dijeron,
dolió que eso doliese y aún me duele comprobar
que esto me duele y que el único refugio
es la trinchera, la mirada indiferente,
el ojo inconmovible y la rodilla hundida en tierra
rezando por creer que esto no duele.

----------------

En la imagen el Autor se ilustra y se cultiva.

jueves, enero 17, 2008

Panóptico

Todo el día te sentiste observado, como si miles de ojos te traspasaran como agujas de vudú. Y no eran los compañeros de barra al tomarte la última caña después del trabajo, ni la estudiante, ni el jubilado, ni el conductor del autobús en el que volviste a casa. Caminando por la calle, volviendo de la parada, buscaste los ojos que te seguían; te diste la vuelta pero no viste a nadie, buscaste en las ventanas pero nadie te miraba, nadie desde los coches ni escondido en los portales; pero cada vez eran más, eran miles de ojos los que te observaban. Al fin llegaste a casa, a salvo, y te dejaste caer al sofá. Encendiste la tele. En la pantalla había un hombre sentado en el sofá que miraba una tele en cuya pantalla se veía otro hombre sentado en el sofá mirando otra tele, en cuya pantalla otro hombre, sentado en el sofá, miraba la tele...

miércoles, enero 09, 2008

Cuántas veces puede enamorarse un hombre de una bala,
tomar voluntario la soga, dejar la silla, dos pies colgando,
un pie descalzo como un corazón desnudo
que todavía palpita ajeno a una muerte nueva,
voluntaria, elegida, cuántas veces vuelven a doler
un aroma, una voz, unos ojos conocidos que regresan
en los que duerme, al fondo, inquieto el recuerdo
tan vivo como una fiera que de nuevo sale de la jaula
precaria y oxidada del olvido, da un zarpazo, abre un pecho,
brotan lirios, cuántas veces puede un hombre elegir el veneno,
plantar la cruz, medir el nicho, cavar la tumba para el pecho,
morder su corazón enfermo, saber que duele y que no duele al mismo tiempo,
tropezar dos veces con la nostalgia pétrea, caer de bruces, chocar la mejilla
contra el suelo, entre lirios, frío, sucio y duro como un recuerdo que vuelve
y te enamoras de él como una bala
que ya te voló la cabeza en otra vida
y a la que aún amas.

-----------------------
Publicado en Revista Hesperya nº5

sábado, enero 05, 2008

Da fuckin' kiosko

A veces creo que vivo rodeado de gente estúpida. Es tan desesperante. Pero esto no es el tema de hoy, sino este:

Esa es la kioskera de la esquina. Cuando de niño me llevaban muy temprano al colegio, mientras la ciudad parecía aún adormilada y la luz todavía era escasa, al pasar frente al kiosko la veía colocando afanosamente los periódicos sobre el mostrador de su pequeño cubículo, abrigada con una bufanda, bajo la luz tenue de una bombilla. Eran los años ochenta y la kioskera tenía el pelo negro y cardado, los periódicos eran más grandes que ahora y ella, que siempre fue una mujer pequeña, más bien parecía estar levantando una trinchera de papel con la que protegerse del mundo y que, con el transcurso de las horas, iría menguando tras la visita de cada cliente fiel. Cuando volvía del colegio ella seguía allí, en su hueco de un metro cuadrado, rodeada de papel aunque ya más visible. Por la tarde me quedaba mirando los cromos que tenía expuestos, colgados en la puerta de cristal, imaginando que dentro de aquellos precisos sobres estaban los cromos que me faltaban para mis colecciones que, por lo demás, nunca conseguía terminar. Los años pasaron y ya nadie me acompañaba al colegio, ahora, antes de ir a coger el autobús, fumaba al lado o en frente del kiosko, cada mañana, temeroso de que me sorprendiese cualquier vecino con un cigarro en la mano, observando como el humo del tabaco se mezclaba con el vaho del amanecer sin que uno pudiera discernir cual era el origen de cada bocanada. Durante los primeros años de universidad ya no madrugaba tanto, ahora caminaba por la ciudad a mediodía, algo totalmente novedoso cuando uno lleva tantos años pasando la jornada completa en el colegio, ahora podía ver las calles de otra manera totalmente inédita, el bullicio de la una de la tarde, la gente tomando un vino después del trabajo, los que iban a comer el menú del día antes de reanudar la labor, el tráfico, y todo iluminado por la luz que venía de la posición más alta del sol y que daba a todo un aspecto diferente. Ella seguía allí, la kioskera, en la penumbra, despachando revistas y periódicos y acompañada, a esas horas, por un anciano deficiente mental –una especie de tonto del pueblo del centro de Oviedo- que se sentaba allí dentro en un taburete y pasaba unas horas con ella charlando sobre Dios sabe qué. Luego yo me mudé a Madrid a acabar la carrera, entre otras muchas cosas –demasiadas-. Al principio regresaba a menudo, cada mes, tenía más que hacer en Oviedo que en Madrid, llegué a la capital totalmente solo, con un pan bajo un brazo. A cada vuelta seguía viendo a la kioskera, enmarcada en revistas y fascículos, con la radio puesta, mirando aburrida a la gente que pasaba por la acera a través de los pocos huecos que las publicaciones dejaban libre en el cristal. Cuando mi vida se fue aposentando en Madrid y, paralelamente, casi todos mis amigos mudándose siguiendo mi camino, dejé de volver tan a menudo. Solo en las vacaciones. Como hago ahora, que ya he terminado muchas de las cosas que había iniciado y me dispongo a comenzar muchas otras. La kioskera sigue ahí, es esa que ya tiene que teñirse las canas -ya no cardadas- y que ha descubierto que las cremas antiarrugas no son la panacea que algunos dicen. Pienso en la cantidad de cosas que he pasado en más de veinte años. Todo lo que he visto. Todos las mudanzas, los cambios de ocupación, incluso de amigos. Y pienso en el horror de pasar veinte años en un metro cuadrado, menos que una celda, parapetada detrás de una montaña de papel, mirando el mundo cambiar día a día en las portadas de los periódicos. Cerrando al anochecer, volviendo bien de mañana. Nada más.

jueves, enero 03, 2008

No tengo nada que decir. No tengo nada que decir. No tengo nada que decir. Tal vez este año se acabe Todo. Tal vez sea el Fin del Mundo. Tal vez se me acaben las cosas que decir. Bueno, puedo decir Feliz Año y todo eso, que todavía no lo he dicho y ya estamos a día 3. Por lo demás no tengo nada más que decir. Podría escribir sobre un tío que no tiene nada sobre lo que escribir. Así empecé yo, hace algunos años. Pensé que era una genialidad pero luego vi ese mismo tema en diferentes libros e incluso en películas. Los famosos Bartlebys y todo eso, los ágrafos trágicos. Además, escribir sobre alguien que no tiene nada que escribir no suele llevar a nada. Al menos a nada bueno. Y al final siempre se te ocurre algo, con lo cual la cosa se desvirtúa. Esto mismo es un claro ejemplo. Lo prodigioso del asunto es que la gente no empieza a escribir porque tenga muchas cosas que expresar. La gente empieza a escribir porque quiere escribir. El tema es secundario, el tema se busca después. Eso es lo de menos. Lo primero es el impulso suicida de asomarse a la página en blanco y luego, cuando uno ya cae fatalmente en el vacío literario preguntarse, al modo leninista: ¿Qué hacer? También están los que se montan un blog porque les ha dejado la novia. Esos, por ejemplo, si que tienen mucho que decir pero, por lo demás, no suelen durar mucho. Yo, últimamente, estoy en un momento de abulia intelectual. Serán las Navidades que me han extenuado. Nada me dice nada, todo me aburre. Hace meses que no escucho música, la prensa musical me es indiferente. Y tengo, cómo decirlo, un sentimiento constante apocalíptico o crepuscular de que todo ha pasado ya.