El primero fue el tostador. Yo estaba cortando queso y pan sobre la encimera de la cocina a las nueve menos cuarto cuando oí una voz. Como estaba solo en casa me giré sobresaltado para comprobar si la voz procedía de uno de mis compañeros que había entrado en el piso sin que yo lo hubiera escuchado, absorto como estaba en la preparación de la frugal cena, pero allí no había nadie. El cubo de basura, el corcho de los recados, la nevera al fondo, su ligero rumor, nadie. Pensé que se trataba de una pequeña alucinación auditiva así que volví a lo mío. Al cabo de un rato, escuché de nuevo una voz ininteligible. Seguía sin haber nadie en la cocina, así que revisé la casa. Nada en el salón, nada en el baño, nada en los dormitorios. Volví al bocata y volvió la voz, pero esta vez me encontré de frente con su procedencia. El tostador, con su boca llena de restos de pan quemado, me estaba preguntando por ti. “¿Dónde está Emilia? ¿Dónde está Emilia? Antes estaba siempre aquí, atareada, cocinando para ti”
Algo aturdido me fui al salón, alucinando bellotas con la charla que no pude mantener con la tostadora. Entonces habló el sofá, levantando torpemente los cojines- y también me preguntó por Emilia y me recordó las cientos de noches en que los dos nos habíamos tendido, aburridos, sobre su superficie, viendo la tele hasta quedar extenuados, su cuerpo terso y cansado como un pajarillo, ese al que alguna vez odié. Puto sofa, pensé, y en el baño, mientras me lavaba la cara buscando algo de cordura, vi el reflejo de Emilia en el cristal en vez del mío y ese reflejo suyo decía: “ya me he ido, ya me he ido...”. Correteé horrorizado hasta mi cama que me dijo que aun guardaba un hueco para Emilia, entre mi cuerpo y la pared, toda drogada, y salí también de allí, pero ya todo me hablaba de Emilia, la mesa, el ordenador donde ella discutió con alguien que no respetaba las normas más básicas de la ortografía, la ducha en la que se limpiaba todo el rato, cada tablilla del parquet que ella pisaba como un gato, cuando aún vivía aquí.
Fue terrible: cada mueble, cada electrodoméstico, la terraza entera, todas las cosas de la casa hablaban de Emilia al mismo tiempo, y ya no entendía nada y trataba de taparme los oídos con las manos pero aquel coro de voces seguía allí, y me volvía loco. De pronto, el piso entero, como un monstruo, pronunció tu nombre: Emilia. Y la calle entera, y el barrio entero, y toda la ciudad, pronunció muy grave y lento tu nombre: Emilia.
Y después, en aquel silencio atronador pensé: tengo que romper con esta ciudad, con este barrio, con esta calle, con esta casa, con esta cama, con este cuerpo, sobre todo, con este cerebro e irme, por fin, al Nepal, por decir algo. Yo soy el que me voy.
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9 comentarios:
Pero claro, el amor es un astronauta (Txe dixit) que hace hablar a tostadoras y sillones.
No comentó nada la lavadora? Suelen tener mucho qué decir.
Vete muy lejos y haz tuyo otro lugar que hable de ti
que no digo yo que no aportara la solución definitiva para el asunto, pero es que te ibas bastante cargadito, ¿no? (tú/tu tú poético, digo)
Me encanta lo de "alucinando bellotas".
te acompaño en el sentimiento, de verdad que sí
Que te vaya muy bien!!>_-
Caballero, si anda usted aún por Madrid, le invito a vernos el domingo 25 en La Costello. Saludos.
no estuve ese día en Madrid, querida.
Impresionante historia, me ha emocionado.
Va ser que el menaje de tu hogar echaba de menos a Emilia.
Pero siempre puedes comprar cositas nuevas para tu casita nueva.
Te esperamos
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