En una pequeña cala de piedras gijonesa había tres adolescentes bien lozanos, un chico y dos chicas, echados, al sopor de la tarde Cantábrica, sobre una única toalla blanca. Dos de ellos, el chico y la morena, eran pareja, así que pasaban bastante rato comiéndose la boca, besándose como sólo se besa cuando confluyen el verano de la vida (esa juventud crepitante) y el verano astronómico (es decir, agosto). Durante esos ratos, bastante largos, en los que las lenguas de ambos se entrelazaban de cualquier manera posible, la tercera en discordia, la rubia, miraba al horizonte, la línea recta que separa el oscuro azul del mar del suave azul del cielo, o jugaba con las pequeñas piedras que formaban la playa. Parecía tranquila y sosegada y en ningún momento observaba a la pareja, como si allí no hubiera nadie invocando un soplido del fuego del infierno.
A pocos metros dos viejos pellejos contemplaban la escena(al igual que yo, apoyado en la barandilla del Paseo Marítimo)desde unas grandes rocas contra las que, un poco más allá, rompía el mar violentamente, haciéndose todo espuma. Sin ningún disimulo se habían sentado como espectadores, con sus carnes blandas y requemadas y sus pelos canosos, encarando a los tres jóvenes, a unos pocos metros pero, en realidad, mucho más lejos: desde el gélido invierno de la vida.
Al fondo un gran barco petrolero hacía equilibrios sobre el horizonte, parecía de mentira. Yo estaba a favor de eso.
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4 comentarios:
Rutinas de la vida en una playa de verano y dos voyeurs otoñales..Hubiera sido mi título...
Un abrazo
Ninguno de todos ellos, ni siquiera tú, estabais en la playa. El único real y en su sitio puede que hubiera sido el maldito petrolero...
pero que?
Me encantan las ultimas dos lineas: sigue escribiendo, tienes puntería.
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