sábado, abril 28, 2012

Coche (remixed)


Papá Peligro era calvo y tenía una barba canosa y vestía con una horrible cazadora amarillo salmonela y olía siempre a ginebra. El coche de papá, en cambio, olía siempre a tabaco y el aire allí dentro parecía más denso -como la atmósfera de algún planeta extraño y peligroso-; la tapicería, estampada en blanco y negro -ajedrezada- se veía amarillo nicotina y en el cenicero no cabían más colillas. Papá Peligro unos días me decía que era agente secreto de la policía y otros días me llevaba de bares y financiaba generosamente mis partidas a los videojuegos mientras él, acodado en la barra, se ponía tibio a Gordons tónica. Papá Peligro desapareció un día y ya no tuve que esconderme más por las calles de Oviedo, buscando las esquinas y bajando la cabeza, de regreso a casa; o sorprenderme cuando le veía plantado muy erguido y orgulloso en la parada del autobús del colegio cuando mis compañeros me preguntaban, quién ese hombre raro que te espera, y yo intentaba decir algo pero no decía nada. O tener que soportar el desgarro de mi padre tirando de mí por una manga y mi madre y mi tía a dúo por la otra, y sentir mis brazos en cruz como un pelele crucificado al que algún día iban a partir salomónicamente por la justa mitad. Tengo la patria potestad, decía papá, es mi derecho, y yo no entendía nada, porque aquellas palabras, patria potestad, me sonaban absurdas y anodinas, sobre todo potestad, porque patria sí lo entendía, aunque ahora, más viejo, ya no lo entiendo. Lo cierto es que pensábamos que su desaparición se debía a un viaje a Algeciras, su tierra natal, donde habitaba su (¿mí?) familia, constituida básicamente por un tropel de suicidas, contrabandistas, esquizofrénicos y alcohólicos. Nunca pensamos que había muerto.

De lo de la muerte nos enteramos meses después, nueve tal vez. La casera del pequeño apartamento en el que vivía, aledaño a mi casa, al final de un pasillo largo y oscuro, y consistente en habitación, baño y un salón cocina en el que ambas estancias se separaban por una puerta corrediza plegable que imitaba a la madera -pero que era de plástico malo-, dejó un día de recibir el pago mensual por el alquiler. Al cabo de unos meses, cuatro o así, y en vista de la ausencia injustificada de mi padre, decidió entrar con su llave en el inmueble. La sorpresa fue mayúscula o superlativa al descubrir que mi padre no se había ido a Algeciras ni a Tombuctú ni a ninguna parte, simplemente se había tumbado una noche cualquiera –presumiblemente tarde, amaneciendo y muy cocido- en su cama de noventa a esperar lo inesperado -pero bastante esperable-, un infarto de miocardio –el corazón, el corazón- que le dejó seco -literalmente- allí tumbado y que impidió que pagara la renta a la casera durante los meses siguientes, y que también impidió que me invitara en adelante a su casa a ver el fútbol merendando canapés de atún con mayonesa sobre pan recién hecho que comprábamos en la panadería de abajo, y también que me esperara en la parada del autobús del cole con gesto orgulloso o que tirara de la manga de mi cazadora que mi madre y mi tía dejaban libre tirando al mismo tiempo del otro lado, porque él tenía la patria potestad y yo no entendía nada, como Jesucristo en el Gólgota clamándole al cielo.

Todo esto llegó a mis oídos, y nunca mejor dicho, una noche en la que, contando catorce primaveras, abandoné mi habitación sigiloso en mitad del sueño para echar una meada. En la cocina, contigua al servicio, aún se mantenían despiertas mi madre y mi tía, que había decidido visitarnos a esas horas intempestivas. Mientas mi orina iba cayendo en el agua del inodoro pude oír, entremezclado con el ruido del agua cayendo sobre el agua, como mi tía le relataba a mamá la historia. Luis ha muerto, dijo, y yo lo oí y oí también algunos detalles, porque aunque se pueda dejar de ver no se puede dejar de escuchar pues los oídos no tiene párpados ni nada que los separe de lo que existe ni nada que los preserve del horror o de lo real, que viene a ser lo mismo, los oídos son honestos y no pueden esconder lo que ocurre al que los posee. Yo volví a mi habitación algo turbado y, contrariamente a lo esperado, concilié el sueño sin dificultad. Al día siguiente, al despertar, digerí la situación y le dije a mi madre, mamá, sé que papá ha muerto, y después me reí, y con aquella risa quería simplemente expresar que no deseaba ser objeto de lástima o de pena o de nada. No quise ser una víctima ni quise ver los ojos piadosos de mis familiares posándose en mí. Reí como diciendo no os preocupéis, aquí no pasa nada. Nada pasa. La muerte de papá supuso un impacto más filosófico que emotivo pues lo cierto es que me libraba de la tristeza de soportar a un padre alcoholizado y plasta, y de las comidillas de los compañeros y de las miradas de pena de los adultos que estaban al tanto de mi problemática. El cadáver de papá fue misteriosamente trasladado a su tierra y enterrado o incinerado y sus cenizas, tal vez, esparcidas por las aguas del atlántico o del mediterráneo, quién sabe, y nadie nos avisó a mi o a mi madre o a mi tía o a nadie de la familia, de tal manera que aún desconozco donde reposan sus restos o si estos reposan en paz.

El coche de mi padre, un Ford Fiesta metalizado y con múltiples abolladuras en su carrocería, permaneció aparcado en una calle cercana a la mía durante meses y cada vez que pasaba por allí me asomaba a su interior y posaba las yemas de mis dedos en la ventana y me preguntaba si allí dentro seguía encerrado aquel aire saturado de humo o si su aliento todavía seguía contenido en aquel coche y también si todas las palabras que en algunos viajes me había dicho todavía revoloteaban por allí sin oídos distraídos que las acogieran. El coche finalmente desapareció envuelto en el mismo misterio en el que desapareció él mismo –Papá Peligro- o su cuerpo inerte, tal vez se los había llevado la grúa municipal, a ambos. Todavía podría ir a allí, a la calle donde estaba el coche aparcado –que han peatonalizado quizás en honor de papá-, y señalar aquel sitio exacto con el dedo.

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Este texto data del año 2006, fue publicado en este mismo blog y, ahora, recuperado. De Papá Peligro, no tengo fotos.

6 comentarios:

Nicolás Fabelo dijo...

Me gusta, Txe.

Qué triste volver a sitios que tienen un significado para nosotros y verlos (casi) irreconocibles: buena forma de advertir que no nos movemos por el espacio sino por el espacio-tiempo.

Javier Divisa dijo...

Cojonudo. Yo todavía puedo oler el seat 1430 que tuvo mi padre y sentir el mareo de la cuesta de la media fanega cuando íbamos a Cádiz. Y eso de papá Peligro se puede leer mirando el paisaje, y mola, claro.

Jezabel dijo...

Ola, te hago la.

Saludos

Jezabel dijo...

ymehasheshollorarporcierto

Clementine dijo...

Joder, me has recordado tantas cosas, tantas, el olor del coche de mi padre, aquel Renault 11, que después fue un ZX, lleno de casettes y papeles, que olía a orujo y after shave. A que él también se llamaba Luis, que yo también tenía 14 años, pero estaba sentada en casa de mi abuela, mirando el sol, y de repente llegaron las llamadas, mi trenza del pelo se movía con el viento, tenía que levantarme, pero no podía. Se había ido. Y a día de hoy sigo extrañando el beso de la mañana con olor a orujo, la música de aquel viejo coche que a saber donde está, a donde se lo habrán llevado.

Sergio C. Fanjul (a.k.a. Txe Peligro) dijo...

igual hay un cementerio de coches de papás