jueves, junio 21, 2012

Arde Babilonia



Me gusta mucho mi vida. Por eso a veces, me asomo a la poética ventana y me siento, ¡oh!, melancólico y nostálgico. Melancolía, además del planeta de Lars Von Trier que va a colisionar contra la Tierra, buena metáfora, es el nombre que le ponían a la depresión cuando aún no había televisores. El alquimista Paracelso pensaba que la melancolía se debía al exceso de bilis negra en el cerebro, uno de los cuatro humores que fluían por el cuerpo, o al exceso de mercurio, lo cual es paradójico, pues el mercurio es el símbolo del movimiento y el mensajero. Lo cierto es que mola mucho más ser melancólico que tener una depresión de caballo, pero vivimos en un mundo muy prosaico. La nostalgia es un arma, como decían Astrud, pero, parafraseando raro a Gabriel Celaya, diría que la nostalgia es un arma cargada de pasado con el que nos apuntamos al pecho. Es una enfermedad, diría yo, de poetas, pero también de carpinteros, de taxistas y ministros. Lo raro de la nostalgia, esa melancolía proyectada hacia el pasado en tarde lluviosas de gin tonic, es que duele y gusta al mismo tiempo, como el sexo anal algunas veces.

Hoy me levanté nostálgico y me acordé del Babylon. El Babylon era un sex shop situado en el justo medio aristotélico de la madrileña calle Fuencarral, a la altura del Vips, que por las noches o, mejor dicho, las mañanas, oficiaba de after hours. Bajabas aquellas escaleras e ingresabas en aquel infierno acogedor de piratas y exiliados. Las cabinas para ver videos porno servían para todo: para drogarse, para comprar droga, para follar con alguna otra persona, o para vomitar. Un día, muy temprano, intenté utilizarlas para su justa utilidad: masturbarme. Pero los 25 canales de videos, que contratabas a euro por minuto, solo mostraban ancianas chupando, embarazadas abiertas de patas o caballos montando a lascivas amazonas y no a la inversa. Aquella oferta, el colocón y el semen reseco en la pantalla apaciguaron mi pasión onanista. 

Recuerdo borrosamente (tan borrosamente como si fuera ahora mismo) una semana que asistimos tres veces, nunca dormíamos, tantas que los armarios rumanos de la puerta ya nos conocían y nos dejaban entrar gratis. La semana siguiente me desmayaba en la clase de Mecánica Cuántica Avanzada. Recuerdo también que me metí en el backstage con los rumanos a hacer negocios tóxicos y me presentaron a su padrino y se pusieron a discutir entre ellos en extranjero y no entendía lo que pasaba y pensaba que me iban a matar.

Me gustaba el Babylon porque siempre pensabas que podías salir muerto o tocado para siempre, parecía que siempre hacíamos allí algo grande, algo salvaje. Recuero bailar otra mañana con el escritor Guillermo Aguirre y el catedrático Isaac Del Valle Mogarra, y llevábamos pantalones de campana y, a aquellas alturas, ya lo veía todo rosa y brillante, y la música era brutal, atronadora, y más que bailar saltábamos como aborígenes, sin ningún tipo de sentido o armonía, rodeados de narcotraficantes, prostitutas y universitarios despistados, como si Yahvé nos hubiese agarrado por la cabeza con un cable de acero de 10 centímetros de radio y nos bambolease como un látigo. Éramos el látigo con el que Dios torturaba a la triste vida cotidiana: nada importaba nada. Es un recuerdo muy raro. Me gustaba el Babylon porque Babilonia simbolizaba la ciudad perversa del pecado, que San Agustín, obispo de Hipona, enfrentaba al Jerusalem divino, donde todo el mundo era piadoso y todo estaba OK. Nosotros estábamos en aquella Babilonia guarrindonga y subterránea, con el cerebro muy pringoso. Aquel antro era el Wall Street de los hardnighters.



miércoles, junio 13, 2012

La Esperanza es una puta que va vestida de verde


 El hombre verde del semáforo no siempre estuvo ahí, tan quieto. Los dioses, enemigos del movimiento, le condenaron a esta cárcel urbana, porque el hombre verde del semáforo, en los albores del mundo, traspasaba las fronteras, los márgenes del aire, traspasaba las ramas de los sauces. Cruzaba las calles por donde le venía en gana, incluso cuando aún no había calles. Pero los dioses albergan en sus divinas mentes todo el futuro y el pasado, y ven el mundo todo de una vez, y lo supieron.

Al hombre verde le condenaron para siempre en una doble ironía: ser verde, como la esperanza, y estar yendo siempre hacia otro sitio, sin moverse.

El hombre rojo, en cambio, era temeroso de los dioses, y nunca transgredía, nunca conoció límite o frontera, estuvo siempre inmóvil y los dioses le premiaron también en el semáforo, vigilando al hombre verde, justo encima, para que no escape.

Ahí siguen ahora, muchos eones después, ambos petrificados en cada paso de cebra, regulando los pasos de los hombres, diciendo: Detente ahora, oh mortal. Camina ahora. O juégatela a vida o muerte. (Debajo de las ruedas de un camión los sinsentidos de la vida pierden su sentido y todo brilla y huele a caucho).

Pero los dioses son traidores, porque ¿quién vigila a quién?

Cruce de frente y sin mirar. Que no le engañen.

martes, junio 05, 2012

Mis adorables vecinos: muñecos, humanoides y mendigos en los alrededores de la Plaza Mayor




 Enemigo de la dieta Dukan.


Un pato. Con dos cojones.
 

La Muerte anticonsumista.


Homenaje a Arthur Rimbaud.


Hipsters castizos.


La perla asturiana.


Por una Ley de Matrimonio entre Maniquíes.


La Muerte Coqueta.


Perraco cósmico.


La España de las Autonomías.


 
Y por supuesto, las simpáticas cabritillas.