Me gusta mucho mi vida. Por eso a veces, me asomo a la
poética ventana y me siento, ¡oh!, melancólico y nostálgico. Melancolía, además del
planeta de Lars Von Trier que va a colisionar contra la Tierra, buena metáfora,
es el nombre que le ponían a la depresión cuando aún no había televisores. El
alquimista Paracelso pensaba que la melancolía se debía al exceso de bilis
negra en el cerebro, uno de los cuatro humores que fluían por el cuerpo, o al
exceso de mercurio, lo cual es paradójico, pues el mercurio es el símbolo del
movimiento y el mensajero. Lo cierto es que mola mucho más ser melancólico que
tener una depresión de caballo, pero vivimos en un mundo muy prosaico. La
nostalgia es un arma, como decían Astrud, pero, parafraseando raro a Gabriel
Celaya, diría que la nostalgia es un arma cargada de pasado con el que nos
apuntamos al pecho. Es una enfermedad, diría yo, de poetas, pero también de
carpinteros, de taxistas y ministros. Lo raro de la nostalgia, esa melancolía
proyectada hacia el pasado en tarde lluviosas de gin tonic, es que duele y
gusta al mismo tiempo, como el sexo anal algunas veces.
Hoy me levanté nostálgico y me acordé del Babylon. El Babylon
era un sex shop situado en el justo medio aristotélico de la madrileña calle
Fuencarral, a la altura del Vips, que por las noches o, mejor dicho, las
mañanas, oficiaba de after hours.
Bajabas aquellas escaleras e ingresabas en aquel infierno acogedor de piratas y
exiliados. Las cabinas para ver videos porno servían para todo: para drogarse,
para comprar droga, para follar con alguna otra persona, o para vomitar. Un
día, muy temprano, intenté utilizarlas para su justa utilidad: masturbarme. Pero
los 25 canales de videos, que contratabas a euro por minuto, solo mostraban
ancianas chupando, embarazadas abiertas de patas o caballos montando a lascivas
amazonas y no a la inversa. Aquella oferta, el colocón y el semen reseco en la
pantalla apaciguaron mi pasión onanista.
Recuerdo borrosamente (tan borrosamente como si fuera ahora mismo) una semana que
asistimos tres veces, nunca dormíamos, tantas que los armarios rumanos de la
puerta ya nos conocían y nos dejaban entrar gratis. La semana siguiente me
desmayaba en la clase de Mecánica Cuántica Avanzada. Recuerdo también que me
metí en el backstage con los rumanos
a hacer negocios tóxicos y me presentaron a su padrino y se pusieron a discutir
entre ellos en extranjero y no entendía lo que pasaba y pensaba que me iban a
matar.
Me gustaba el Babylon porque siempre pensabas que podías
salir muerto o tocado para siempre, parecía que siempre hacíamos allí algo
grande, algo salvaje. Recuero bailar otra mañana con el escritor Guillermo
Aguirre y el catedrático Isaac Del Valle Mogarra, y llevábamos pantalones de
campana y, a aquellas alturas, ya lo veía todo rosa y brillante, y la música
era brutal, atronadora, y más que bailar saltábamos como aborígenes, sin ningún
tipo de sentido o armonía, rodeados de narcotraficantes, prostitutas y universitarios
despistados, como si Yahvé nos hubiese agarrado por la cabeza con un cable de
acero de 10 centímetros de radio y nos bambolease como un látigo. Éramos el
látigo con el que Dios torturaba a la triste vida cotidiana: nada importaba
nada. Es un recuerdo muy raro. Me gustaba el Babylon porque Babilonia simbolizaba
la ciudad perversa del pecado, que San Agustín, obispo de Hipona, enfrentaba al
Jerusalem divino, donde todo el mundo era piadoso y todo estaba OK. Nosotros
estábamos en aquella Babilonia guarrindonga y subterránea, con el cerebro muy
pringoso. Aquel antro era el Wall Street de los hardnighters.