El hombre verde del semáforo no siempre estuvo ahí, tan
quieto. Los dioses, enemigos del movimiento, le condenaron a esta cárcel
urbana, porque el hombre verde del semáforo, en los albores del mundo,
traspasaba las fronteras, los márgenes del aire, traspasaba las ramas de los
sauces. Cruzaba las calles por donde le venía en gana, incluso cuando aún no
había calles. Pero los dioses albergan en sus divinas mentes todo el futuro y
el pasado, y ven el mundo todo de una vez, y lo supieron.
Al hombre verde le condenaron para siempre en una doble
ironía: ser verde, como la esperanza, y estar yendo siempre hacia otro sitio,
sin moverse.
El hombre rojo, en cambio, era temeroso de los dioses, y
nunca transgredía, nunca conoció límite o frontera, estuvo siempre inmóvil y los
dioses le premiaron también en el semáforo, vigilando al hombre verde, justo
encima, para que no escape.
Ahí siguen ahora, muchos eones después, ambos petrificados
en cada paso de cebra, regulando los pasos de los hombres, diciendo: Detente
ahora, oh mortal. Camina ahora. O juégatela a vida o muerte. (Debajo de las
ruedas de un camión los sinsentidos de la vida pierden su sentido y todo brilla
y huele a caucho).
Pero los dioses son traidores, porque ¿quién vigila a quién?
Cruce de frente y sin mirar. Que no le engañen.
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