La febril escolopendra, las cuarenta y dos patas del
ciempiés, las lombrices, los trematodos y los nematelmintos, los duros pelos de
la reina Tarántula, las larvas, las larvas, las larvas y las babas de la babosa
infame, todos estaban a mis pies, entre las sábanas al fondo de la cama. Eran
aberraciones del mundo, la herencia biológica de una Naturaleza enferma, el
diseño inteligente del Demonio. ¿Dónde estaba Dios el día que poblaron los
lodos de la Tierra?
Cada día los veía en un gran libro titulado Invertebrados, el número 8 de una
colección infantil sobre animales, cuya portada no me atrevía ni a tocar: me
daba asco. Cada noche me encogía para que esos bichos vomitivos y hambrientos
no alcanzasen las puntas de cristal de mis dos pequeños pies.
A mí me gustaba el libro de las aves, su elegancia ingrávida
hilvanada en el viento fuerte de la tarde, pero no había aves volando en el
cielo gris marengo de mis sábanas.
Tenía miedo a los invertebrados, al monstruo del pasillo que
solía susurrarme, al que se escondía en el armario o debajo de la cama, a
caminar en cuartos oscuros donde no veía los abismos, a que cualquier noche
mamá no regresara para cogerme de la mano, y al gran ciervo volante: el Rey del
Bosque.
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(Ilustración de Ángeles Agrela)
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