lunes, enero 14, 2013

Para hacer bien el amor hay que venir al sur


Yo una vez tuve una novia, y esa novia vivía en una casa, y yo en otra, y entre ambas casas estaba la estación de Atocha. A veces, muchas veces, cuando íbamos de una casa a la otra, pasábamos por la estación. Cruzábamos por el aparcamiento repleto de coches y desde allí arriba se veían las vías que partían hacia el sur, con un poco de suerte había un tren en marcha que iba acelerando hacia los bloques de ladrillo visto, las grúas y las chimeneas que delimitaban la ciudad por el sureste, el skyline de Vallecas.

-Ah, el sur, - decía yo- ¿te imaginas? Podríamos coger un tren ahora mismo y perdernos tú y yo, viajar hasta, no sé, Cádiz, y mojar los dedos en el agua del Atlántico.

En realidad, a mí no me importaba demasiado ir al sur, porque allí, en Madrid, en la estación de Atocha, en la casa de Ariadna o en la mía, estaba de puta madre. Pero decía aquello porque tenía 25 años y Ariadna 23, y pensaba que sonaba poético, como de película independiente, y pensaba que a ella le sonaría romántico, y que se daría cuenta de que yo era un tipo sensible (como realmente era) y, también, no lo olvidemos, porque me gustaba decirlo. Si pasábamos por la mañana, porque muchas veces yo dormía en su casa y ella se iba a la Facultad temprano, ella miraba a las vías y entrecerraba los ojos cegada por el sol neonato que salía por aquel extremo en el que se perdían los trenes.

- ¿Conoces Tarifa? – le decía – Está en la última punta de España. Allí es donde en teoría se juntan los dos mares, el Mediterráneo y el Atlántico. Pero yo he estado allí, donde se juntan los dos mares, y no parece que se junte nada. Es toda la misma agua, nada cambia. Ni siquiera hay los grandes oleajes que se le suponen a estos lugares, como el Cabo de Hornos. Por eso yo creo que lo que importa aquí es el nombre que le ponemos a las cosas, que hemos llamado a uno Atlántico y a otro Mediterráneo, pero que son la misma cosa. Ya verás: tenemos que ir. Al frente se ve África.

Este tipo de chorradas le decía yo a Ariadna, para ver si le parecía ocurrente o profundo. Alguna vez ella también dijo alguna cosa de ese tipo en referencia a las vías, los trenes, los viajes y el eterno sur.

- Es curioso, fíjate: estas mismas vías que hay aquí son las que llegan, por ejemplo, a Málaga, que está a cientos de kilómetros de distancia. Así que si yo llegase a bajar a las vías, con cuidado de que no me pillase ningún tren, claro, y tocase la vía, estaría tocando un objeto que llega a Málaga. Y si alguien en Málaga tocase la vía estaríamos tocando los dos el mismo objeto. ¿Existe alguna otra cosa que tenga esta característica?

Por supuesto, ella nunca bajó a las vías. Por supuesto, yo me mostraba fascinado por la ocurrencia y me quedaba pensativo y silencioso, recorriendo las vías con los ojos, intentando meter todos aquellos kilómetros en la cabeza. Y, por supuesto, pasaba por alto el hecho de que las vías tienen cortes en su recorrido, que no es siempre la misma vía sino que está hecha de diferentes tramos, porque no es factible construir un objeto tan largo y, además, porque al sufrir dilataciones en verano, con el alza de las temperaturas, tiene que haber cierto espacio que aloje la variación de longitud. Pero, al fin y al cabo, aquello era el amor y no una puta clase de ingeniería.