martes, febrero 12, 2013

Uralita



 El primer día, cuando me asomé a sacudir el mantel lleno de migas en el patio de luces, escuché el fuerte sonido metálico de algo que chocaba contra el techo de uralita del taller mecánico de abajo. Se había caído el mando a distancia de la tele, que viajaba oculto entre los pliegues del mantel, y ahora no éramos capaces de recuperarlo. No podríamos ver la televisión hasta que compráramos otro (eso fue un par de días después). Aunque hacía un incómodo frío otoñal y soplaba algo de viento que mordía el cuello, nos quedamos allí un buen rato, en silencio, mirando el mando distancia que estaba perdido allá abajo, entre algunas colillas y algunas hojas secas que el viento había arrastrado desde el parque de al lado.

Los días siguientes siguieron cayendo cosas, plásticos, botellas, algún viejo candelabro. Una mañana apareció allá abajo, con gran alboroto, una vetusta mecedora que debía de pertenecer a la vieja que vivía en el quinto. Una noche, al volver del supermercado (anochecía pronto entonces), nos encontramos, entre los otros objetos, la pantalla de un ordenador obsoleto, con el cristal partido. Siempre nos quedábamos un rato, en perfecto silencio, mirando las cosas que iban cayendo en el patio de luces (tuercas cubiertas de herrumbre, pilas de nueve voltios, turistas despistados), hasta que no quedaba ya más luz entre aquellas paredes de ladrillo.

Llegó el invierno y desde la ventana de la cocina, cuando tomábamos el té vespertino y tú intentabas aprender a tejer, seguíamos viendo las cosas que caían: postes eléctricos, viejos candiles, pequeños animales muertos. Un álbum de fotos familiar amarilleado por el tiempo con el rostro de personas que no creíamos que viviesen en nuestro edificio, o que ya no estaban vivas.

Después de Navidad, un domingo plomizo en el que el mundo permanecía en estricto silencio, oímos el estruendo más grave. Era una ballena negra enorme que se había quedado varada en el patio de luces, sobre la uralita, con dos gaviotas posadas encima. Se fue a morir muy lejos, nos dijimos.

Después volvíamos callados a la cocina y nunca sabíamos explicar lo que nos pasaba. Aquel patio de luces arrastraba la vida y, a veces, nos dejaba solos.



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Inspirado en el poema Crecida, de Berta Piñán