lunes, abril 26, 2010

Jacques Derrida y la tortilla española

Ah, por fin, en mi última visita Asturias tuve la fortuna de probar la celebérrima tortilla deconstruida. Si ustedes no han pasado los últimos años en Marte recordarán el revuelo que se formó hace unos años en torno a este plato tan posmoderno que se convirtió en icono de la cocina de autor, tanto que se le otorgó la autoría al ubicuo y sacrosanto Ferrán Adriá (que acabó desmitiendo tal extremo, aunque alabando, eso sí, a tan distinguido plato). La cosa, si no se lo imaginan, consiste en un recipiente estrecho, una copa de helado o algo semejante, una base de huevo batido crudo, líquido, en el que flotan cuadraditos de patata y cebolla frita (porque, sí, la tortilla española lleva cebolla). Para consumirlo, el comensal tiene que tratar de reunir con la cuchara los tres ingredientes y llevárselos a la boca, donde se conjugarán en una explosión de sabor tortillil. La verdad es que me gustó mucho.

Anyway, hay una confusión en torno al término deconstrucción (he de decir que en el lugar en que tomé la tortilla la habían bautizado, con mucha más tino, como desestructurada -también he sabido de un pote asturiano desestructurado que sirven en El Corral del Indianu, el restaurante de Jose Antonio Campoviejo, sito en Arriondas), que los incautos suelen tomar como contrario de construcción y sinónimo de desmontaje, por ejemplo.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: la deconstrucción, tal y como la conocemos, es un método de análisis de texto popularizado por el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida, conocido por la oscuridad de su prosa y ciertas pajas mentales, muy propias de su época (los 60-70-...) y su país, allende los pirineos. Como la deconstrucción es una cosa bastante abstrusa y sesuda (de la que mejor hablamos otros día) y se aplica a textos, no tiene sentido hablar de una tortilla deconstruida, aunque quién sabe, tal vez a Derrida le pareciera una idea sugerente considerar una tortilla española como algo semejante a un sistema simbólico y tratar de estudiar las variaciones históricas y acumulaciones metafóricas de un vulgar pincho. O incluso de un café con leche. Grandes posibilidades se abrirían entonces al pensamiento.

Hablando de esto, señalaba el otro día Pepe Monteserín en su columna de La Nueva España, un caso inverso. Mientras que Woody Allen en su film Deconstructing Harry sí se refería a la deconstrucción de Derrida, aquí, siempre tan avispados, la tradujimos como Desmontando a Harry. Justo lo que teníamos que haber hecho con la tortilla. Ñam.

viernes, abril 16, 2010

Bonduelle

Hoy se montó un mendigo en el vagón de metro, pero no era un mendigo al uso, era alto y guapo y trataba de vestir limpio y conjuntado, con cierta coquetería, se notaba que la suciedad que llevaba encima no era fruto de la desidia propia del vagabundeo sino de la mera imposibilidad de lavarse. Tenía cierto aire a Julio Cortázar, que no era guapo pero que sí era guapo. A mí Cortázar me recuerda a ciertos hombres pez que salen en los terroríficos relatos de H.P. Lovecraft, con los ojos tan separados, y a una terrorífica exnovia mía de la que no voy a hablar ahora, sin embargo, Cortázar era guapo por lo que escribía, por su encantador acento francés, su voz grave, su erres arrastradas, sus problemas de dicción, por ser un cronopio de casi dos metros, por eso lo queremos tanto. Es curioso cómo vemos guapa a gente que no lo es físicamente, simplemente por que los admiramos, o los queremos o, simplemente, después de mucho tiempo, nos acostumbramos a sus rostros. Como digo este mendigo se daba un aire a Cortázar, era igual de alto y tenía una melena repeinada y grasienta que se colocaba a cada poco mientras esperaba a que los viajeros (clientes se dice ahora) tomaran asiento. Contó, después de pedirnos que disculpásemos las molestias y desearnos un buen viaje, que acababa de salir de prisión y que no tenía dónde caerse muerto, pidió algún dinero para comer algo, alquilar una habitación en una pensión y darse una ducha –se notaba que estaba deseando darse una ducha, porque, como dije, se lo veía coqueto y pulcro-, dijo también que si alguien llevaba algo de comida encima –cosa harto improbable a mi parecer- también lo aceptaría. Por alguna razón me cayó en gracia este expresidiario y, cosa rara en mí, sobre todo con la que está cayendo, le di un euro íntegro, fui el único que le di dinero. Contra todo pronóstico, una señora que viajaba sentada sacó de su bolso una pequeña lata de maíz Bonduelle y se la dio al expresidiario, que la aceptó agradecido. Me pregunto por qué lo meterían en la trena. Algo haría...

miércoles, abril 14, 2010

Un matadero

Como de la tragedia, no somos conscientes de las dimensiones de las cosas. Giramos en una esquina del Universo y pocas veces miramos al cielo alucinados y pensamos más allá, las distancias son, de todas formas, insondables, no se agobien (o agóbiense, dice Kant que lo sublime viene cuando la imaginación no alcanza la magnitud de las cosas). Pero no hay que irse tan lejos: caminamos por la ciudad mirando el culo de quien tenemos delante, las zapatillas del que cruza, los titulares en los televisores, pero una ciudad es mucho más que el laberinto de calles al que nos han constreñido (ni siquiera somos conscientes de que vivimos encerrados en líneas urbanas que se cruzan, que sólo nos dan opción a ir hacia delante o hacia detrás, salvo que tomemos la libérrima decisión de cruzar la calle, ¡oh, libre albedrío!).

La ciudad es una bestia compleja, nos parece muy normal encender la luz y que se haga la luz, abrir el grifo y que salga el agua, como pequeños dioses orgullosos, pura magia. Para que eso ocurra, para que se haga patente el sortilegio, hay cientos de miles de metros de cable y tubería, centrales eléctricas, pantanos, grises funcionarios en la sombra, montañas de papeles burocráticos, cientos de interruptores en los que jamás pensamos. La ciudad también está llena de gente: vemos edificios sólidos e inertes, pero dentro, en cada uno de ellos, como colmenas, moran minúsculas vidas, en minúsculos salones, con sofas desvencijados, pósters, manteles de encaje, Playstations, figuras de Lladró de gondoleros, galanes y prostitutas. A mí, cuando camino y anochece, me gusta mirar las ventanas de las casas en las que se adivina luz: pocas veces se ve algo interesante, techos, mamposterías de escayola, la parte alta de ciertas estanterías, sombras, alguna cabeza que se cruza y se asoma a la ventana, y te devuelve, desafiante, la mirada. Entonces: sí, hay gente ahí.

Y la comida, ya lo dice el Lorca de Poeta en Nueva York, en unos versos casi periodísticos: “Todos los días se matan en NY cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes”. No somos conscientes del volumen de animales que comemos, ni sabemos de dónde vienen, debe haber en algún sitio enormes naves industriales llenas de bichos hacinados -aterrorizados por el olor de la muerte- listos para nuestro consumo. De niños nos enseñaron lo que era la gallina, la vaca, el cerdo en bonitos libros de colores, sin embargo, llegamos a adultos viendo hermosos filetes de añojo, lonchas de lomo adobado rojo infierno, o pollos rotando eternamente al calor de las rosticerías. No tendríamos lo huevos a matarlos con las manos, pero para eso ya existen matarifes (¿alguien conoce a un matarife?). Por lo demás, los mataderos que había dentro de la urbe, su arquitectura modernista, los convertimos en exclusivos centros de arte avant garde donde programar macroeventos de música electrónica avanzada en los que, eso sí, disfrutamos como animales.

Se me viene a la cabeza que tal vez el matadero es ahora la ciudad entera y nosotros aquellos agonizantes lorquianos, ya lo dijo Dámaso Alonso en los primeros versos de los Hijos de la Ira: “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Nota: ahora somos más de seis, incluso en primavera.

martes, abril 06, 2010

Asco

Como ustedes sabrán, en los suplementos culturales de los periódicos, en las revistas literarias, se prima reseñar lo bueno antes que lo malo. A falta de espacio, siempre es mejor recomendar algo aprovechable para el lector, que elegir algo para destruirlo en público, en plan circo romano. Con la excepción, claro está, de los grandes autores: si Muñoz Molina o Millás presentan su nueva novela y resulta ser una basura, es de ley airearlo a los cuatro vientos, que se vaya el tufo.

Por la demás, y tal vez base de leer tanto suplemento literario, yo soy más de ensalzar lo bueno que de criticar lo malo. Cuando era un adolescente combativo (como todos, supongo) me paseaba por ahí blandiendo un dedo acusador, señalando todo aquello que no molaba, que era retrógrado o comercial, que era una mierda. Sin embargo ahora me molestan las personas que, no siendo ya adolescentes ni mucho menos, siguen ejerciendo la crítica desaforada y adolescente por doquier. Da la impresión de que estar a la contra es la única forma que tienen de reafirmar su individualidad: yo contra el mundo. Y con esto no quiero decir que haya que aceptarlo todo o comulgar con ruedas de molino, ni mucho menos, pero un poquito de por favor, que la vida también está para disfrutarla.

Uno de los ámbitos en los que más me molesta esta actitud sombría es en el de la comida. Hay gente que va a un restaurante y en cuanto se sienta ya se está quejando de todo: del servicio, de la limpieza, de la calidad de la comida, de las esperas… A veces hay que reconocer que hay sitios donde se da mal de comer, pero yo prefiero ahorrarme las críticas hasta el final de la comida, hasta la digestión, cuando ya lo he probado todo y puedo formarme un juicio, digamos, panorámico. Sin embargo este tipo de gente ejerce la crítica en tiempo real, y va describiendo minuciosamente como cada plato, cada ingrediente, cada gesto del camarero les va incomodando. Al final la cosa te acaba dando asco. Aunque no sé si la comida o la compañía.

lunes, marzo 29, 2010

Videoclip

Nos gusta la música porque nos gustaría que la vida fuese un videoclip. Yo siempre me relato el futuro como si así fuera: me imagino cogiendo un coche en verano y viajando al sur, sacando la mano por la ventana y dejando que sea mecida por el viento, parando en polvorientas gasolineras y áreas de servicio, colocándome una botella de horchata congelada en los cojones, sudando, con gafas de sol y buena música de fondo. El pasado también me lo imagino así, claro (porque el pasado también se imagina). A veces uno se pone una canción, se enciende un piti y se queda inmóvil en la silla, con los ojos bien abiertos, casi sin parpadear, moviendo apenas el brazo para llevar, a cada rato, el cigarro a los labios, después al cenicero rebosante. El poder evocador de la música no tiene parangón, tan sólo es comparable con el de algunos olores, así que en ese momento uno no está mirando a ninguna parte, ni siquiera al aire que tiene delante, sino que está recordando todo lo que la música le trae a la cabeza, pero no en una narración continua como una novela, si en no imágenes entremezcladas, cortadas y editadas como en un videoclip, porque así se presentan los recuerdos, sobretodo cuando son arrancados del centro del cerebro por canciones, y porque además lo recuerdos son ficción, como los videoclips. También cuando uno se pone los auriculares y sale a caminar, entonces uno está en un video, yo soy de los que de pronto me sorprendo en el reflejo de los escaparates dando brincos con el subidón de turno, o cabeceando violentamente en el vagón metro al ritmo de un riff de guitarra descerebrado, no puedo evitar bailar cuando camino, ni ir canturreando, por eso me miran raro, porque quiero, como todos, que mi vida sea un videoclip.

jueves, marzo 25, 2010

Maldad

A mi ya hay pocas cosas que me emocionen, sin embargo, el otro día, ante mi sorpresa, algo consiguió tocarme dentro. Y no era una canción ni un poema, era la aprobación de la reforma sanitaria de Obama, mire usté. Al día siguiente, leyendo la crónica de Antonio Caño en El País -ni siquiera lo había visto por la tele, con el poder emotivo que a veces tienen las imágenes- se me humedecieron los ojillos cuando Obama explicaba cómo, desafiando los intereses ajenos, las empresas, los lobbys, habían conseguido llevar hacia delante aquel difícil asunto, y sacar a 32 millones de ciudadanos de la indigencia sanitaria. Sé que la reforma no es la hostia vista desde aquí, pero es un salto de gigante para los prósperos y tan paradójicos Estados Unidos. Recordé tantas charlas de taberna, tantos panfletos, tanta indignación e impotencia, tanta peli de Michael Moore denunciando los abusos de esas fantasmales y malvadas corporaciones. Y he aquí que aparece Barack Hussein Obama, el Negro, y les vence la partida, al menos en parte. Un hombre que no se preocupó por el precio político de su proyecto, de arruinar su carrera, de perder las elecciones: sólo de arreglar lo que había venido a arreglar. Como decía David Trueba, el presidente que antes de cada discurso para explicar la reforma se quitaba la chaqueta y se remangaba la camisa, como el obrero que va a bregar duramente con su tarea.
Obama juega en campo más grande que el de la política: juega en el campo de la sentimentalidad y la poesía, por eso es algo más que un político y puede emocionarte como sólo una canción o un poema lo haría. Por eso hacen camisetas.

Por lo demás a mi me da asco la gente que se queja de la Seguridad Social española. Que se retrasan las horas de visita, que hay mucha gente, que mi médico no me hace caso. Me dan asco por insolidarios (piensan que sólo viven ellos en este país) y por ignorantes (tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo). Cállense señoras. Y respecto a la actitud de los conservadores, que dijeron que la aprobación de la reforma era el mayor retroceso desde la Ley de Derechos Civiles (que otorgó igualdad a los negros), sólo me cabe pensar que su único móvil es la maldad. La más cruel y aberrante maldad.

viernes, marzo 12, 2010

Magma

Como la roca madre de la Tierra, dijo él,
como el magma que se retuerce por debajo,
así será siempre nuestro amor,
encima de los demás estratos
pasarán las civilizaciones,
las catástrofes, las tormentas, los pétalos
de las flores irán cayendo año a año,
y los terremotos sacudirán el mundo,
y explotarán lejanas supernovas
en galaxias rotando a miles de años luz;
nacerán niños con mi nombre, morirán
mujeres bajo el tuyo y nadie sabrá nada.

Habrá incluso quien crea en otras cosas
que llamarán ingenuamente amor e incluso Dios.

Llegará el día en que no quede ni una sola huella
de nosotros, ni nada que mantenga
un solo recuerdo de lo nuestro,
ni una foto amarillenta, ni un poema como este,
ni un cerebro.
Pero incluso, dijo él, cuando todos los imperios hayan caído,
y no quede un rastro de vida en la superficie del planeta,
ahí seguirá dormido nuestro amor,
como el magma que gira y que bulle en el núcleo,
como la roca más dura, más tenaz, más madre,
más terrible
de la Tierra.

Por eso,
dijo ella,
para que siempre duerma,
no quiero verte más.

miércoles, marzo 10, 2010

Espía

Salgo a la calle al atardecer y me encamino hacia los lugares en los que he vivido antes. Lo hago a veces, cuando me asaltan inesperados ataques de melancolía o de nostalgia (otras veces no son tan inesperados, pues coinciden con resacas, problemas o tardes de domingo amarillentas), con la vana esperanza de encontrar algo, no sé muy bien el qué: el tiempo cambia los lugares, las personas y las cosas, y los sitios donde uno ha sido feliz o infeliz pierden su significado íntimo cuando ya no está allí quién compartió con nosotros esos momentos. Aunque si ese alguien retornase y viniera a ese mismo lugar de nuevo tampoco sería lo mismo. El tiempo cambia los lugares y las personas, pero aún más la combinación de ambos, que hace los cambios aún más evidentes. Triste ejercicio de la nostalgia, esta vuelta a comprobar que ya no queda nada, como si uno no lo supiera de antemano, como detenerse a escudriñar bien un cadáver.

Cuando vuelvo a Oviedo es evidente: ya no queda casi nadie de la gente que antes estaba, los comercios han cambiado, muchos de nuestros bares ya no tienen los mismos dueños -no son nuestros- y ya no se conoce a nadie por la calle. La ciudad se ha convertido en un escenario de cartón piedra en el que todos los actores han huido, y sólo quedan ya recuerdos por doquier en cada esquina. Y no es que aquellos tiempos fueran mejores o peores, la nostalgia no distingue de eso, siempre se duele del tiempo pasado, fuera bueno o fuera malo, eso, después mucho tiempo, da lo mismo. Es el miedo al tiempo que pasa, a su mero discurrir, el amor al tiempo vivido, y no tiene ningún remedio, si no que cada vez se agrava.

En Madrid camino hasta la casa de Ópera, o hasta la de Atocha. Pienso: debería subir a mi antigua casa, debería llamar al timbre y esperar a que alguien se asome, debería decirle a ese alguien, fuera quien fuera: déjame mirar mi antiguo cuarto ¿Quién vive ahí? ¿Cómo se llama? ¿Sabe todo lo que en otros tiempos pasó aquí? En la casa de Delicias incluso alcanzo a ver el salón a través del balconcillo, todos estos años he ido constatando los cambios en la pintura, en los trastos almacenados en el propio balcón, en la ropa que tienden los intrusos. A veces veo la sombra de uno pasar contra la pared del fondo, que ahora es blanca. ¿Quién será? ¿Qué hace ahí? ¿Fui yo cómo el alguna vez? ¿Me espía, como un exnovio celoso, algún viejo inquilino a través de las ventanas de mi casa?

jueves, marzo 04, 2010

así
como el polvo del ala
de la mariposa
o la polilla
la pestaña
la mejilla leve
esa piel

así
me hilvano en el humo
que se disuelve
me voy con él

como la tinta que se acaba
en un vaso de agua
y ya no es

así quiero acabarme
disuelto después de todo
disuelto
-hoy es domingo-
disuelto
así

disuelto en ti

martes, febrero 23, 2010

viaje al fin de la noche

Buscando un nuevo firmamento, abriremos un hueco en el suelo -ven, dame la mano -, huiremos de este mundo amarillento y cavaremos. Cavaremos con las manos y los dientes, con furia y sin relojes, con tierra en las uñas y en la boca. Cavaremos desnudos y silvestres buscando el centro del planeta, arderemos en el fuego del infierno -adiós al Diablo con la mano- y seguiremos. Sin dias y sin noches, cavaremos, cavaremos, escapando, todo estará oscuro -no has de tener miedo-, la única luz del mundo será de nuestros cuerpos: el sudor, el temblor, el aliento: cuando anochezca -aquí siempre es de noche- susurrarás canciones muy pequeñas en mi oido, me meceré en ellas -yo el pentagrama, tú la melodía- estaremos solos y trenzados como las raíces de un árbol milenario. Al final olvidaremos el propósito del viaje, o haré que lo olvidemos: las estrellas en el cielo al otro lado del planeta ya no importarán, nos quedaremos para siempre, en el medio, sin buscar una salida, huidos ya de todo, un temblor, un latido, el tacto de una espalda entre las piedras -quitate el pelo de la boca-, nuestros cuerpos juntos nuestros pies desnudos, la respiración caliente y cavernosa -me dan miedo las cuevas-, el cansancio que devasta, nos quedaremos mudos, en silencio, inmóviles, semillas - a ver si algo germina- en el seno de la tierra, -me quedo aquí contigo-, repito, para siempre.

jueves, febrero 11, 2010

Qué vida tan freelance (economía aplicada)

Siempre al hilo de la más rabiosa actualidad, mi economía se fue al garete al mismo tiempo que el derrumbe de la griega. ¿Se puede ser más contemporáneo? Deberían incluirme entre los países cerdos, ya saben los P.I.G.S. (Portugal, Irlanda (¿o era Italia?), Grecia y Spain). Aaaah, eran tan bonitos y relajantes los comienzos de la vida freelance, tan buen rolleros: libertad de horarios, asistencia a todos los saraos y canapeos del mundillo, resaca amarga, sí, pero amarga entre las calientes sábanas, pose intelectual… Pero, cómo diría Gil de Biedma, la triste realidad asoma, y el freelance se queda al descubierto y le entra ese síndrome de ansiedad tan común en el gremio. Hay que pensar más, y pensar a largo plazo y saber que todo forma parte de un ciclo largo en el que piensas hoy, escribes mañana, y cobras la semana que viene, todo esto en meses, claro, no en días (era una enriquecedora metáfora).

Temiendo que “esos países que no hacen los deberes” jodan la recuperación de la economía continental, los países de la zona euro se han puesto manos a la obra: primero reprimenda a Grecia y luego a pensar cómo ayudar, como un buen padre severo. Por supuesto, Merkel y Sarkozy no van a venir a rescatarme, ando enfadado con ellos, pero tal vez mamá y la TiaVicen, mutatis mutandis, me den una reprimenda e idéen un plan de rescate. Una ayuda, como la de Francia y Alemania, “que no será gratis”.

Qué vida tan freelance.

miércoles, enero 27, 2010

Epistemologías varias

Crees conocer una ciudad pero no conoces nada. Se puede comprobar en Google Earth: la superficie accesible al humilde ciudadano es un porcentaje mínimo: sólo están la calles. Pero luego, entre el laberinto de las calles, están los edificios y no sabemos qué contienen, quién vive ahí y por qué, cuanto pagan de alquiler, cuánto duermen, con qué sueñan, a quién, al despertar, desean: quiénes son. Y hay corralas con la ropa tendida y las voces de ventana a ventana se trenzan en las prendas húmedas, y los patios de luces sin luces, y los pasos de cebra sin cebras, y las canchas de los colegios, y los jardines internos de los monasterios donde salen a pastar las monjas. ¿Quiénes son las monjas?

Las piscinas de los complejos residenciales y esos espacios indeterminados de la periferia que no tienen nombre ni dueño, en los que se amontonan los hierros oxidados contra las malas hierbas y los violadores contra sus víctimas. Y los espacios ocupados por antenas e instalaciones eléctricas, y parabólicas y chimeneas y tuberías. Espacios anónimos de la ciudad a los que no tenemos acceso. Sólo conocemos, además, un tiempo de la ciudad, éste en el que vivimos. Pero en esa casa donde vives (o donde crees que vives) han vivido generaciones y generaciones de personas diminutas como tú que han paseado en los mismos bulevares, entre los mismos álamos, en días como hoy en los que muerde el invierno, y después se han muerto. Crees conocer una ciudad pero no conoces nada.

Crees conocer a una persona y sólo conoces su piel, sus manos, sus costumbres. Conoces su dirección postal y su número de móvil, su contacto en el Facebook y su marca de tabaco. Sabes lo que hace en días laborables y algo mejor lo que hace en los festivos. Conoces algo de su historia contada por su boca o por algún álbum de fotos amarillo, pero nunca estuviste ahí para saberlo. Sabes lo que dice que piensa pero no lo que piensa a oscuras, por la noche, cuando todo está en silencio y no llega el sueño. Oyes las palabras que te dice, pero no las que se dice a si misma en su cabeza. Crees conocer a una persona, pero no conoces nada.

Crees conocerte a ti mismo pero sólo conoces la piel del pensamiento. Y ¿quién de todas esas voces que resuenan muy adentro de tu cráneo eres tú? El cerebro es un intrincado laberinto del que van saliendo cosas al azar. Y ni siquiera puedes recordar todo lo que has visto o has vivido, y también están los sueños, qué misterio, que a saber de dónde salen y qué significado tienen, si es que al final tienen alguno y no es la propia descoordinación de la memoria. O las veces que perdemos el control y sale la bestia. O tantas noches sin ni siquiera ser tú mismo, ebrio de oscuridad y algunas lucecitas.

Crees conocerte a ti mismo y no conoces nada.

jueves, enero 14, 2010

Acróbata y nocturna

Caótica y perfecta,
acróbata y nocturna:
amo a esta ciudad enferma.

Lamo su áspero asfalto,
a cuatro patas,
y palpo la grietas de su cielo herido.

Esta ciudad se sobrepasa a si misma
y se desborda.

La amo como un perro.

Esta ciudad no es solo la suma
de las cosas que contiene
(las personas, los mendigos,
los agujeros negros del techno,
una colección completa de delirios)

Es la suma de todo eso y algo más:
esta ciudad es una bestia horrenda
que me engulle al atardecer
y que devuelve
-delicada-
mi cuerpo desvalido
al alba.

Oigo su respiración ronca,
sus latidos,
se levanta furiosa sobre dos patas,
vibra mi miedo,
clava sus garras.

Caótica y perfecta,
acróbata y nocturna
amo a esta ciudad invertebrada.

Madrid:
quiero follármela.

viernes, enero 08, 2010

Su cuerpo era un tren de mercancías, su cuerpo
era un hongo nuclear, su cuerpo era las nubes, las tardes
de domingo, el olor a gasolina, la ansiedad.

Su cuerpo

era una gota de rocío en un ortiga, su cuerpo era un yunque
y un martillo, su cuerpo era una pista de despegue,
su cuerpo era otro cielo, un vertedero, el filo de una espada,
un pétalo cayendo en espiral hacia un abismo. Su cuerpo


era un supermercado de descuento, su cuerpo era un narcótico,
una constelación de pecas al azar, su cuerpo era la barra de un bar
de última hora mordiendo la mañana, los planetas
giraban alrededor, y toda la galaxia,

y todo el Universo, su cuerpo
era el eje del Cosmos conocido, y la energía oscura,
su cuerpo suplía la ausencia de un mal Dios.

No se si me he explicado: su cuerpo lo era Todo.

Mi cuerpo,

sin su cuerpo,

ya no es Nada.

miércoles, diciembre 23, 2009

Dar la vuelta al mundo muchas veces,
vencer el miedo, quebrar el cielo en vuelo supersónico,
cruzar las nubes sin maletas y ver la Tierra desde arriba,
huyendo hacia a otro sitio. Dar la vuelta al mundo
muchas veces, surcar a nado los océanos, en las algas
enredarte y olvidar en el refugio de la jungla
cualquier sórdido secreto. Dar la vuelta
al mundo muchas veces en busca de algo nuevo
que traiga algo de brillo, que espante la niebla
que te envuelve, que borre el tatuaje trágico del tiempo.
Pasar por sitios aún más desiertos, cerrar las puertas a tu paso,
irse dando cuenta poco a poco de
–huir-
la banalidad de tu propósito.
Dar la vuelta al mundo muchas veces,
en míseros trenes, en blancos veleros cortando las olas
que impiden el paso, buscando el calor en el polo,
hallando el frío en el trópico. Dar la vuelta al mundo
muchas veces y no encontrar nada,
y volver con las manos vacías y la triste certeza
de que estaba en tu casa lo que buscabas.
Dar la vuelta al mundo muchas veces y comprobar,
a la vuelta, en la casa vacía, en la cama vacía,
en la almohada revuelta, en posos de café
aún calientes,
al fin,
que te has marchado.

jueves, diciembre 17, 2009

Feliz Navidad

Hola buenos días tengan ustedes… que tengan ustedes muy buenos días… sólo quería robarles un poquito de su valioso tiempo… ahora que se dirigen a sus puestos de trabajo, espero no ser molestia de ningún tipo…. soy un joven politoxicómano y enfermo de sida desde hace cuatro años y medio… las circunstancias de la vida me arrojaron a la Droga… en los años 80 nos vendían la Heroína como una panacea… una aventura… sólo somos unos enfermos sociales… me gustaría trabajar y ganarme la vida de manera digna pero… pero la sociedad no nos acepta… no quisiera molestarles señores y señoras con mis problemas… querría sólamente pedirles una ayuda para comer esta mañana… para un café y un bocadillo y para alimentar a mi hija y a mi mujer, también enferma… hace frío... estamos viviendo en la calle... no es para Droga, si alguno de ustedes tuviera a bien ofrecerme un puesto de trabajo me encantaría ganarme la vida dignamente… la sociedad no nos acepta, no tengo paro ni ninguna otra ayuda así que me veo obligado a pedir en el metro tristemente… pero peor es robar… si alguno de ustedes, señores y señoras, quisiera comprarme algo de comida, para mi y para mi mujer y mi pequeña niña de tres años, se lo agradecería enormemente… muchas gracias por su atención, señores y señoras, que tengan buen viaje... y muy buen día y una buena jornada laboral en sus puestos de trabajo… muchas gracias...gracias… feliz navidad.

jueves, diciembre 10, 2009

Puercoespín

Andrés me está contando que igual cogen el bar entre dos, que él no quiere todas las responsabilidades, yo me pregunto dónde estarás ahora, qué estarás haciendo y con quién, ¿otra caña?, yo sí, que sean dos, ah, y una de gambas, imagino tu cuerpo desnudo entre las sucias manos de otro, pongamos calvo y fornido, con algún tatuaje y barba de dos días, alguien que apareció en alguno de los últimos bares de la noche y te acogió inocentemente en su casa, tal y como yo hice una vez. Lo fundamental, dice Andrés, es hacerse con una clientela fiel, que venga cada noche, que se sienta identificada emocionalmente con el garito, claro, y tu espalda combada entre sus brazos, y tú gimiendo a cuatro patas, recuerdo cuando fuimos la última vez a la playa, tú jugabas con el hijo de Inés y Pablo, y yo apenas te hice caso aquel verano, me da cierta tristeza cada vez que pienso en ello, y dónde estás ahora, mientras Andrés me sigue hablando y gesticula con las manos y dice ‘responsabilidad’ y dice ‘miedo’; me imagino un televisor con la imagen partida en dos, y muerdo una gamba, y doy un trago, y me imagino que yo estoy a un lado de la imagen, en la barra, con Andrés que ahora me habla de una novela ‘deliciosa’, pensando en ti, y tú estás en la otra mitad de la pantalla, pero dónde, con quién, haciendo qué; una novela, dice Andrés, que no puedo dejar de leer, yo se la recomiendo a todo el mundo, pues habrá que leerla, acierto a decir para evitar que la conversación decaiga, para que Andrés siga hablando un rato más, mientras yo me digo: debería dejar de beber, o debería beber más, o tal vez debería irme a mi casa y meterme a oscuras en la cama, abrazar el sueño del Orfidal hasta mañana, pero ¿dónde estarás cuando amanezca ? tal vez no supe ver las cosas buenas. Un golpe del vaso vacío de Andrés sobre la barra me saca de la ensoñación, ¿qué, nos vamos a ir de copas?, sí, supongo, claro, digo, perdámonos en los callejones de la noche, tal vez debería asumir la situación, no, ya pago yo, pero es que hay un erizo detrás de mi esternón cada vez que te veo cogida a otro en mi cabeza, ciega, marchándote a su casa, desconectando el móvil, son trece euros diez, quédate la vuelta, pero es que hay un puercoespín girando dentro de mi vientre y no se cómo coño, vámonos, dice Andrés, lo tengo que matar.

lunes, diciembre 07, 2009

Otra maldita crónica de un viaje a Asturias

Todo empezó como empieza siempre: una resaca de colores, carreras por el metro para llegar a tiempo, coger el autobús in extremis cuando ya se está yendo, tratar de conciliar el sueño en posturas incómodas, el dolor en el cuello, mientras el tedioso paisaje de Castilla la Vieja pasa al otro lado de la ventana y una tipeja sentada al lado dice chorradas durante horas a través de su teléfono móvil. Al llegar a Oviedo, la heroica ciudad dormía la siesta, que diría Clarín, y yo tenía mucho sueño.

La tarde del viernes fui a la tertulia de los poetas a ver si me ayudaban para el reportaje. Allí Javier Almuzara contó una anécdota: al parecer anda dando talleres literarios para niños en torno a los diez años y uno de los educativos ejercicios que les propone consiste en construir un diccionario. Estas son algunas de las definiciones que han ideado:

- Abuelita: señora mayor que me da lo quiero cuando mis padres no me lo dan.
- Juguete: cosa que me compra mi padre para no tener que jugar conmigo.

Y la mejor:

- Tiempo: reloj que no existe pero que se nota.

Aaayyyy, diablillos… Los niños de hoy tienen un toque entre irónico y despiadado que me asusta.

Al día siguiente, sábado, viajé a un pueblecito de la costa a recabar información para el otro de los reportajes que tengo entre manos. Allí conocí a un tipo, el anciano P., que me hizo de guía. Vive en un lujoso chalet, de esa arquitectura que en los 60’s era moderna y que ha envejecido un poco mal, como de mansión de malo de James Bond, encaramado en el monte, y desde el que hay unas vistas increíbles (el Cantábrico, las montaña metiéndose a saco en el mar, la niebla). El chalet, sin embargo, no es suyo, sino de su cuñado, un anciano empresario que tiene la casa llena (y cuando digo llena es que no quedan huecos libres en las paredes) de fotos de sus viajes por todo el orbe terrestre, simbología franquista a tutti y decoración de lo más rancia, en un claro desaprovechamiento de aquel espacio y aquellas vistas maravillosas. P., en cambio, es un viejo intelectual de izquierdas, periodista, que vivió más de una década en el París de Sastre, Foucault, el estructuralismo y el 68 (que le cogió fuera), que estudió mil carreras desarrollando los más variopintos oficios, y llegó a altos cargos en la agencia France Press y Efe.

Después de la visita al pueblo, P. habló un par de horas (comiendo un pote asturiano casero delicioso), con mucho tino, templanza y criterio, sobre aquellos tiempos frenéticos, sobre poesía, sobre inmigración. Lo que une a estos dos personajes casi antitéticos, el empresario facha y el romántico periodista afrancesado, es la hermana de P. y mujer del empresario, que murió hace seis años después de cuatro en coma, tras sufrir un ictus. Su viudo ha construido un parque en la ladera de la montaña, de su propiedad, en honor a su amada desaparecida, con estatuas de la susodicha, poemas en su memoria escritos por varias personas, retratos de todos los reyes asturianos y, como en la plaza de España de Sevilla, un lugar dedicado a cada comunidad autónoma del Estado (¿). Puro kistch.

Para más inri había allí una pareja cincuentona que se acerca cada fin de semana al pueblo para cuidar de los dos ancianos y prepararles la comida hasta el próximo viernes. Me enteré, mientras visitaba el pueblo con el marido, que llevaba 20 años sufriendo depresión crónica y crisis de ansiedad aunque no se le notaba nada. “Estoy bien porque voy hasta arriba de antidepresivos y ansiolíticos”, me dijo muy sonriente. Al parecer, fue uno de los primeros casos de acoso laboral en España (lo que ahora se llama mobbing), y está prejubilado por esa depresión que todavía colea.

Todo aquello me pareció flipante, no sólo el caso de este hombre, sino el ambiente general de aquella casa, aquellas cuatro personas con extrañas relaciones en un espacio que parece que duerme todavía soñando con otro tiempo. Habría que escribir una novela. Y luego hacer la peli, algo en plan documental como El Desencanto, de Jaime Chavarri.

Y por la noche, cómo no, salir por Oviedo. De mis correría en Vetusta ya he escrito bastante (aquí, por ejemplo, y aquí). La cosa fue más o menos como siempre, o mejor, porque siempre es mejor recorrer los bares de Oviedo y quedar con unos y con otros, y encontrarse con el resto, en esa vorágine neblinosa que es la noche ovetense. El amanecer me cogió refugiado en el pesebre del belén a tamaño real que coloca el ayuntamiento en la plaza de la Catedral, en sintonía con lo que fue el resto de la noche.

Fue una visita relámpago: ayer me volví, y todo acabó como acaba siempre: una resaca de colores, el sueño incómodo del viaje de vuelta ante el tedioso paisaje castellano, y una tipeja al lado que, por suerte, no habló por teléfono en todo el viaje. Al vislumbrar el skyline de Madrid refulgiendo en el horizonte, el Palacio Real, las torres KIO, los edificios de Plaza de España, me invadió una extraña emoción, recordando de golpe, todo a la vez, los años que he pasado en esta salvaje ciudad, una de las dos que amo. Porque sí se puede amar a dos ciudades a la vez, y no estar loco.

martes, diciembre 01, 2009

Apisonadora

El día primero de cada mes uno es tragado por la boca de metro y al fondo, donde deberían de estar sus cuerdas vocales y su campanilla (las de la boca del metro, me refiero) pero hay, en cambio, una máquina expendedora, se compra uno el abono mensual que le permitirá tomar todo tipo de transporte público durante los siguientes 30 días. Y en el abono, ese todopoderoso y pequeño cartón, uno lee, en tres cifras y dos letras, las exactas coordenadas temporales: DIC 09. ¿No se siente usted como arrollado por una apisonadora?

Recuerdo mi primer abono transporte, decía: OCT 01. Eran aquellos días extraños de recién llegado a la ciudad y fantaseaba con que alguna vez aquel cartoncito dijera, 03 o 04, y no conseguía imaginar como sería llevar aquí tanto tiempo. No sólo dijo esas cifras, el abono, si no que llegó a decir 07 y 08 y hasta este DIC 09 al que nos asomamos con vértigo. El último mes de la década.

El tiempo te arrolla y uno no puede más que sentir esta impotencia y este miedo. El devenir es como ese momento cuando el avión va a despegar y a uno no le gusta volar, y sabe que la máquina tremenda va a rugir como una bestia horrenda y va a alzar el vuelo traqueteándose y uno no va a poder hacer nada para evitarlo. Simplemente va a ocurrir y ya está. Como esperar con el culo al aire la inyección del practicante cuando se es niño. Como observar la salida del vello púbico, el crecimiento de la barba, la caída del pelo, la deficiente metabolización de las grasas, la decadencia inexorable de los cuerpos. Sin que uno pueda hacer nada.

Al menos el metro es un lugar donde el tiempo parece que no pasa. Su luz es igual a primera hora de la madrugada que a última de la noche, como si ahí los relojes, los calendarios, todo estuviese abolido, excepto la fecha de los periódicos gratuitos y el reflejo que te devuelve, en el vagón, entre las cabezas de otros dos viajeros, el cristal de enfrente. Y viéndose uno cambiar muy poco a poco, cada día, en ese cristal, observa horrorizado en su mano el abono transporte, sus tres cifras y dos letras, y se pregunta cuáles serán el último día de la vida.

domingo, noviembre 22, 2009

Pantera en el cielo

Como ella era guapérrima y siempre servía con un vestido que la dejaba desnuda desde cuello a la cintura -toda la espalda-, cada vez que se daba la vuelta para coger una botella de ron Brugal, de Jack Daniels, de ginebra Hendrikcs, de lo que fuera, todo el público masculino, y parte del femenino, se volvía a admirar su espinazo, las pecas que lo rodeaban, sus hombros poligonales, la leve insinuación de sus costillas y del comienzo de sus breves, tímidos, pero perfectos pechos (osea, unas tetas pequeñas muy bien puestas). Era un saco de huesos. Me gustaba.

Yo me hice parroquiano de aquel bar, me apoyaba en la barra a diario, pedía cañas dobles, leía el periódico, y después un gin tonic. Sorprendentemente, ella me caía bien. Mientras vertía el líquido en mi copa hablábamos de cualquier cosa absurda, ella no me miraba, estaba pendiente del bar, del público, de los otros: el trabajo.

Un día, en una servilleta, dibujé las pecas de su espalda. La toqué con el dedo índice en el hombro, para llamar su atención. Se volvió. Frunció el ceño. Eran muchos los que trataban de tocarla -ella, ahí expuesta como un trozo de carne suministrando alcohol-, de decirle cualquier cosa, de tratar de llevársela a la cama, como yo. Le dije: las pecas de tu espalda tienen la misma disposición que una constelación que sólo se ve en el hemisferio sur. Entonces, de pronto, sonrió, y su cuerpo descompuesto se apoyó en la barra. ¿Qué constelación? La de la pantera, dije. Cogió el papel, muy halagada y se lo guardo en el bolsillo de la falda.

Hace años que compartimos la cama y la vida. Ella es el sol que lo ilumina todo y en torno al que todo gravita. Ella es lo que sustenta el Universo. La quiero como un perro. Sin embargo, todo (el Universo) corre un grave peligro, y eso me inquieta todo el rato. El mundo se puede acabar en cualquier puto momento.

Por supuesto, ella (que no es muy leída, la pobre) nunca buscó una pantera en el cielo del hemisferio sur, en ningún tratado de astronomía.

Por supuesto, yo me inventé todo aquello, y no hay pantera, ni constelación en el hemisferio sur, ni nada parecido.

Tengo miedo, como siempre, cada vez que se acerca a la estantería.

viernes, noviembre 13, 2009

Los dos minutos del Odio

Otra vez andan por ahí esos tipos de los abrazos gratis, le dije a W en aquella terraza del centro, y ahora con la llegada de la Navidad y de los buenos sentimientos seguro que proliferan como el musgo, como las enfermedades de transmisión sexual, como la sarna. A mí me hacen gracia, dijo W. con su habitual candor, el mundo es un sitio tan hostil que está bien que alguien vaya de buen rollo dando abrazos al prójimo, es un gesto de buena voluntad. Y se terminó lo que quedaba de su caña. Pues a mi me parece, apostillé, un gesto de buenrrollismo absurdo. Si la gente da abrazos sin motivo aparente el valor de un abrazo se devalúa: es un gesto que pasa a no significar nada. Yo quiero que me abracen cuando realmente significa algo: cuando me quieren, cuando necesito ánimo, cuando rebosa la alegría. No abrazar a un mindundi que no he visto en mi puta vida, que se aburre tanto como para salir a rondar por la calle Preciados con un cartel colgando. Mejor daban hostias gratis, un buen bofetón (como ya expliqué una vez en este sitio), que al menos para dar una hostia basta con sentir ese poso de resentimiento y odio tan humano que cualquiera siente por un desconocido. A mí lo que me parece obsceno, replicó W. mientras pedía otra caña, es lo del Facebook. De pronto todo el mundo se quiere, se echa de menos, todo el mundo está deseando verse siempre y tomar unas cañas, y lo escriben ahí a la vista del público: me resulta postizo, populista, excesivo, y bastante cursi. Bueno, basta con mirar el número de amigos que tenemos en nuestros perfiles, tú tienes un montón ¿Los conoces a todos? ¿Eh? En cambio nadie se escribe mensajes de odio. Eso equilibraría la balanza y daría una imagen más fiel de lo que es el mundo. Porque, aunque cada vez más Facebook es el mundo, la realidad todavía no se transvasado completamente a la web (aunque lo hará, sin duda). Imagínate ahora que un extraterrestre del planeta Chitón llegara a la Tierra y se diera un garbeo por Facebook: pensaría que este es un planeta movido por los buenos sentimientos y el amor, como en los anuncios de Don Algodón. Y yo creo, bueno, es evidente, que es justamente lo contrario. No, si en todo eso estoy de acuerdo, le dije.

Nos quedamos en silencio, mirando a los transeúntes. Se levantó una suave brisa que hizo volar unas hojas secas, algunos papeles. Los peatones aceleraron el paso, los transeúntes se colocaban la bufanda. W. se subió la cremallera de la cazadora y resopló. A unos metros, una señora tropezó y se cayó aparatosamente al suelo. Nadie se acercó a echarle una mano. No muy lejos una pareja de policía recriminaba a un hombre disfrazado de Winnie The Pooh (algo siniestro) que vendiese globos a los niños. Miré al cielo terrible y plomizo. Sentí frío. Observé a Winnie The Pooh volviendo cabizbajo a casa tras ser amonestado por los polis. Y pensé que tal vez las cosas estaban cambiando.

miércoles, noviembre 04, 2009

Unas pecas de Nada en la espalda

Y de pronto tratas de recordar, viendo las fotos, qué coño hiciste aquel mes -tan sólo han pasado dos años-, porque también ha sonado casualmente una canción evocadora de aquel tiempo (la capacidad evocadora de la música es sorprendente, pero más aún es la del olfato, esos olores que creías olvidados y que cualquier día inopinado, al entrar en una habitación desconocida o al dar dos besos a alguien que no es aquel alguien pero que huele exactamente igual que aquel, te trae de pronto y en barrena un tiempo pretérito, mejor o peor, pero completo y con todas sus aristas y sus pliegues, como un fogonazo de otra realidad que pasó antes), porque te has puesto a intentar recordar que estaba ocurriendo hace dos años y has buscado un calendario perpetuo en Internet, y has buscado noviembre 2007, y te ha mostrado una treintena de días de los que apenas tienes un par de recuerdos (que te refugiaste aquel mes en casa de G, que E cambió de pelo y no venía porque estábamos en obras, que meábamos en cubos porque el baño estaba siendo reformado, que te aburrías desocupado todo el día), pero qué pasó en cada uno de esos días, quisieras saber, en qué tarde paseaste esperando la entrega de algún premio, por dónde y bajo qué cielo, qué decían las portadas de periódico, qué libros dormían en la mesa, que sentías, por qué el mundo se iba oscureciendo. El tiempo está vacío: a nuestras espaldas solo hay una gran nada salpicada de momentos puntuales, como pecas en la espalda. Cuando usted va en metro, cuando ve la tele, cuando se masturba antes de acostarse, cuando bebe, usted no está haciendo nada memorable, usted no está viviendo. Constrúyase una vida extraordinaria. Desde aquí lo recomiendo.

lunes, noviembre 02, 2009

Los peces muertos siguen la corriente del río

Almorzando con mi amiga X. comenzamos a hablar sobre cuál era la cosa más mala que habíamos hecho en la vida, ya ves tú qué cosas. La conversación iba más bien orientada al trato a las mascotas –aunque a mí ya se me estaban ocurriendo a borbotones las putadas más horrendas que he hecho a las personas- así que primero X. relató, mientras desbarataba su espléndida brocheta de cazón en adobo sobre el plato, cómo una vez había arrojado uno de sus pececitos naranjas por el fregadero. Los animales como los pececitos de pecera o las tortugas, me explicó, no causan tanta ternura o empatía a su dueño como otros, léase perros y gatos, mamíferos en general, así que ni corta ni perezosa lo arrojó por el desagüe porque ya no le hacía mucha gracia. Luego fantaseamos un rato con la posibilidad de que el pececito de marras hubiese sobrevivido, que hubiese caído por un intrincado laberinto de tuberías, cual Aquapark, hasta llegar a un mar. A un mar de mierda de alcantarilla, todo sea dicho.

A los postres seguimos hablando de estas pequeñas grandes maldades. X. recordó otra ocasión (la dulce X., pensé, yo no imaginaba que esta chica tenía está fortísima necesidad de matar) en que quiso deshacerse de otro de sus pececillos. Ahora, en vez de arrojarlo burdamente desagüe abajo, fue más cerebral, más fría, más calculadora: optó por dejarle en la pecera, sin alimentarle, sin limpiar el agua, indefinidamente. Cada día pasaba por delante del recipiente simulando no enterarse del asunto, mientras el pez agonizaba hambriento, tal vez mirándola pasar indiferente al otro lado del cristal, y el agua de la pecera se volvía de un tono parduzco conferido por los excrementos del bicho. Imaginé a la X. niña, en toda su perversa inocencia, convenciéndose de que nada pasaba, día tras día y noche tras noche, negándose a sí misma lo evidente, hasta que una tarde, como estaba planeado, descubrió con falsa sorpresa que el pez yacía inerte, boca arriba, en el agua ponzoñosa.

“Me resultaba más fácil desentenderme que participar activamente en el fin de los peces”, dijo X. una vez habíamos terminado de comer, y aquello me pareció una sentencia fuerte y profunda. Tantas veces ocurre que es preferible mirar hacia otro lado dejando que la cruel naturaleza de las cosas siga su curso antes que enfrentar la adversidad… Tal vez sea lo que haya que hacer, porque al final no pasa nada, nada pasa, nada importa demasiado en esta vida, y los pececitos naranjas se venden en cada domingo en cada mercadillo de barrio, dentro de bolsas de plástico transparente, y, además, los ríos, como suele decirse, están llenos de ellos.

Hay que ser más cruel.

miércoles, octubre 28, 2009

No hay futuro

El futuro no forma parte del tiempo, como dice Rafael Chirbes, pero tampoco lo hace el pasado: miramos al futuro con los ojos de la imaginación, es un muro lleno de pequeñas puertas cerradas, como contra las que un montón de chinos desesperados corrían en Humor Amarillo, y detrás de cada una de esas puertas está una vida diferente que imaginamos, y que casi nunca se concreta; o tal vez la muerte, que vendría a ser uno de esos chinos cachas, monstruosos y vociferantes que atrapaban a los sorprendidos concursantes y los arrojaban sin piedad a un apestoso estanque.

El pasado, en cambio, es sólo una puerta, una puerta cerrada a cal y canto tras la que se esconde todo lo que nos ha ido ocurriendo, territorio exclusivo de la memoria. Sin embargo, también el pasado está sujeto al cambio y la modificación, y también la imaginación con sus húmedos tentáculos manipula el recuerdo de cuanto nos ha ocurrido, de modo que si me repito muchas veces una mentira, una versión falsa de un hecho, acabo recordándolo como me digo que sucedió y no como sucedió en realidad, si es que podemos aplicar esa palabra, realidad, a alguna cosa ¿real?

Hace un tiempo yo tenía una fuerte intuición respecto a la naturaleza del tiempo, una extraña teoría, en virtud de la cual todo estaba sucediendo simultáneamente (aunque esto suene a contradicción en los términos) y nuestra conciencia sólo iba pasando por los diferentes sucesos como un abalorio que se escurre por el hilo del collar. Así, yo estaba naciendo al mismo tiempo que estaba muriendo, o que me comía un helado a los 5 años en la parada del autobús de línea, del mismo modo que en el espacio yo puedo estar aquí escribiendo esto, mientras usted está allá donde esté haciendo cualquier otra cosa, todo a la vez. Por entonces, cuando era tan joven como para pensar y preocuparme por estas cosas, tenía una novia por la que sentía unos estrambóticos celos, pues, al tiempo que estaba conmigo, por ejemplo, viendo una peli en aquel sofá verde una tarde aburrida de domingo, yo sentía que estaba también con un novio pasado o uno futuro, crujiendo sudorosa bajo las sábanas, o comiendo un helado en la parada del bus, o viendo una peli en aquel sofá verde, una tarde aburrida de domingo, simplemente intercambiados él y yo, y una fecha en el calendario.

En fin, como dijo San Agustín : el tiempo, si no me preguntas lo que es, lo sé, si me lo preguntas, lo ignoro. Buenas tardes.

martes, octubre 20, 2009

Canciones que molan: 'Get me away from here i'm dying' de Belle and Sebastian

Belle and Sebastian: ¿son alegres y dulces o son melancólicos? Nadie sabe decirlo a ciencia cierta (en buena medida porque esto no es ninguna ciencia), por un lado su música siempre suena soleada aunque también está siempre traspasada por cierta nostalgia. Get me away from here I’m dying es una de las grandes canciones de B&S, esa que le gusta a todo el mundo, que todo el mundo recuerda, esa que conocen los que sólo conocen una canción de la banda.

A mi me recuerda a aquellos viajes que hacíamos a principios de siglo a Tapia de Casariego, un pueblecito pesquero en el occidente asturiano, casi ya en Galicia, donde el amigo A. tiene una pequeña casita de pescadores, asomada a un acantilado (parecía que el continuo retumbar de las olas violentas del Cantábrico, allá abajo, iban a arrancar el peñasco y a llevarnos a la deriva hasta despertar confundidos frente a las costas de Irlanda), una pequeña casita donde nos hacinábamos para pasar un findesemana de esos de la media juventud, con mucho alcohol y mucha charla, de la que ya no hay (cuando nos hicimos más viejos dejamos de charlar tanto, porque perdimos nuestras convicciones y ahora casi nadie discute nada porque nadie defiende nada porque nadie entiende por qué él mismo ha de poseer la verdad y no el otro: somos posmodernos). Ahora hablamos de sueldos, puestos de trabajo, hipotecas, de esas inmundicias.

Así que recuerdo el coche en la serpenteante carretera rodeada de vegetación frondosa y verde oscuro, Txavi iba delante pinchando, yo detrás, no sé quién conducía, fuera llovía de forma lenta y triste, como a veces llueve en Asturias, parecía que ni siquiera el cielo quería llover, o lloverse a sí mismo, y Txavi puso el If you’re feeling Sinister de B&S, el disco de portada roja donde se encuentra esta canción, y nosotros la tatareamos alegres (ese ooooooooh con el que empieza), como si aquella canción, aquella melodía perfecta, fuese una hoguera que encendiésemos dentro del coche para calentarnos, (I could kill you sure / but I could only make you cry with these words). Luego Txavi se puso a clasificar los tipos de arreglos posibles en la música pop, y después definimos a la música electrónica más comercial que se hacían entonces (Daft Punk, Moby, Chemical Brothers) como música cojonuda, apelativo que todavía recordamos con hilaridad (You're so naive!) . Al llegar a Tapia hicimos lo de siempre, fue por aquellos tiempos cuando empecé a sufrir el ardor estomacal que me hizo abandonar la ginebra y que, aún así, me acompaña hasta hoy mismo que escribo estas líneas. Una acidez diametralmente opuesta a los Belle and Sebastián, claro está.

I always cry at endings…

jueves, octubre 15, 2009

Cadena causal abajo

Una noche entré en el Flamin’ y, mientras me abría paso entre los cuerpos, las luces, las sombras, la música, me topé con una tipa que me señalaba mientras decía: “me gustas mucho”. Eran los primeros meses de 2004 y yo lo acababa de dejar con mi novia, así que frecuenté una temporadita a A., que así se llamaba aquella chica plantada señalándome en medio de la pista del Flamin’ y que tenía entonces la edad que yo tengo ahora. Salimos por ahí, nos reímos, me llevó en su coche, me visitó en Madrid alguna vez. Luego ya no nos vimos más.

Tiempo después A. se vino a vivir a la capital –como todo el mundo- y, después de dar algunos bandazos, la acabé alojando en la casa en la que entonces vivía con otros compañeros. La llegada de A. supuso también la llegada de muchos de sus amigos, modernos y delirantes, con los que empezamos a montar fiestas excesivas entre aquellas cuatro paredes que ya son casi territorio mítico. En una de aquellas fiestas, por ejemplo, apareció Mr. E, que es mi actual compañero de piso, con el que me mudé cuando aquella casa se desmanteló. Sigo viendo en noches de fiesta a mucha de aquella gente que A. traía a la casa en 2005. Sin embargo a A. hace tiempo que no la veo.

Pero aún hay más: una de aquellas mañanas, a principios de 2006, apareció B., con un vestido negro y aparatoso que se parecía un poco a un tutú, y después de hacer el canelo algunas horas, acabó durmiendo conmigo. Durante los tres años siguientes, hasta que rompimos hace unos meses, compartí con ella la cama y la vida.

Todo lo que ha pasado en estos tres años, las cosas buenas y las malas, los viajes, las llamadas telefónicas, las celebraciones, sobre todo la aparición de B. aquella mañana con una especie de tutú negro, son consecuencia de una casualidad cósmica, consecuencia casi directa de que, una noche, durante los primeros meses de 2004, decidimos ir al Flamin’, en Oviedo, a cierta hora, no un rato antes o uno después, sino en ese preciso momento, y me abrí paso entre la gente por el centro de la pista, no por la izquierda o la derecha, sino por el justo medio, y allí, precisamente, estaba A. -supongo que por otro juego de casualidades- que me señaló, me dijo “me gustas mucho”, y, que, años después, me trajo unos amigos, una casa, un amor.

miércoles, octubre 14, 2009

Violáceo

Me gustaría hablar hoy, por ejemplo, de Gustav Metzger, el hombre que creó el arte autodestructivo, aquel que inventó la huelga del arte (estuvo tres años de brazos cruzados sin crear como forma de protesta), aquel al que una limpiadora de la Tate le tiró una obra a la basura pensando que era un desecho. Me gustaría hablar también de la aparición de Nocilla Lab, la tercera parte de la trilogía de Agustín Fernández Mallo, que estoy deseando leer, o me gustaría hablar de la inauguración de café teatro Arenal que anoche me destrozó el estómago a base de vino blanco y similares. Pero como no puedo hablar de otra cosa, ni pensar en otra cosa, hablaré del otoño. Ya ha quedado patente en este sitio muchas veces que el otoño es una estación que no me parece de recibo. El mundo se muere lentamente y lo peor es que al final, cuando por fin acaba, llega el sórdido invierno. Hay gente enferma, perversa polimorfa, a la que le gusta, como las anchoas (el otoño es la estación más anchoa). Sin embargo, en esta ciudad vivimos en un tiempo detenido en el que todos los días muestran el mismo cielo azul herido, ese cielo de Madrid que tanto ama todo el mundo, sus atardeceres violáceos. Da lo mismo: el otoño, más que una estación es un estado del alma, de manera que hay gente que siempre vive en otoño, igual que hay gente que siempre vive en primavera. Por lo general, el común de los mortales vamos viviendo alternativamente en todas estaciones, y sólo coinciden eventualmente con la que ordena el calendario, orgulloso y horrendo, colgado en la pared. Los calendarios son también objetos muy anchoa, y aún así hay gente que los tiene en sus cocinas. Lo que vengo a decir, coño, es que cuando el tiempo atmosférico no se corresponde con el estado de ánimo es como una traición del Universo.

Como pueden comprobar hoy es un miércoles muy miércoles, el padre de todos los miércoles, y eso es todo en lo que puedo pensar.

viernes, octubre 09, 2009

Los miércoles NO son los nuevos jueves

Pues ahora resulta que, en Madrid, se ha puesto de moda salir los miércoles. Como la cosa siga así vamos a tener que salir todos los días de la semana y nuestras vidas, mecánicas y celestes, se convertirán en una espiral de destrucción o, mejor, en un sueño. Lo celebro.

La cosa empezó a oírse poco antes del verano por un garito que se llama, inexplicablemente, Aguacate; pero lo que ahora se ha puesto verdaderamente caliente es el Zombie Club. Yo pensaba que, al fin y al cabo, no era tan extraño que la gente guardase enormes colas para entrar en los clubs un miércoles noche de agosto, por ejemplo, cuando muchos tienen vacaciones, y juzgaba, esperanzado, que con la rentrée laboral las cosas volverían a su cauce y la juventud madrileña se quedaría en su casa viendo Muchachada Nui como Dios manda y no perdiendo tiempo y salud en agujeros. Pero no. El Zombie se llena cada miércoles hasta las trancas.

Supongo que no tenemos freno y que lo que mola es el placer morboso de estar bailando un miércoles de madrugada, ahora que ya todo el mundo está curado de espanto con eso de salir los jueves, que es como para estudiantes universitarios y monaguillos, y sólo escandaliza ya a las monjas de las Descalzas. Porque, además, los miércoles NO son los nuevos jueves. El fenómeno no se reduce a adelantar un día el comienzo del fin de semana: los miércoles hay una nueva escena, un nuevo espíritu, un nuevo rollo que se ha creado alrededor del Zombie: la gente se maquea y sale con auténtica vocación de pasárselo bien. Los artífices del garito, capitaneados por un tal Edgar, se lo montan bastante guay: han recuperado una estética algo macarra y noventera, tatuada y viril, y pinchan como les da la puta gana, bailando y a lo bruto: ni siquiera se trata de electrónica, sino de temazo tras temazo de lo que sea: desde Guns and Roses hasta los Pixies (la otra noche el dj celebró mi camiseta de Black Flag desde la cabina), pero ecualizado a lo burro, con parones, subidas, bajadas, en fin, con el único objetivo de pasarselo teta. Bien.

Dice el bloguero analista de los azares y vericuetos de la noche madrileña Popy Blasco (al que recomiendo) que estamos ante el resurgir de la cultura de club, que lo cierto es que andaba algo anquilosada – si es que andaba. Bueno, yo no sé si será para tanto pero lo cierto es que es un soplo de aire fresco, siempre y cuando podamos hablar de aire fresco cuando hablamos de antros cerrados, llenos de humo y alcohol, estados alterados, música a tope y desbarre general. ¿Será que, tras el ominoso regreso de los ochenta, vuelven los noventa? Lo veremos. Nos vemos.

martes, octubre 06, 2009

Canciones que molan: 'Wicked game' de Chris Isaak

Una vez tuve una novia que tenía el mal gusto de pasarme los cd’s que le grababa su exnovio y que, incluso, estaban rotulados con su propia caligrafía -a aquel tipo le gustaba hacer letras muy curradas, con diferentes diseños, se veía que tenía tiempo libre-. Lo cierto es que no había malos discos en aquella pequeña colección: así, a bote pronto, recuerdo el Black Light de Calexico que todavía es uno de mis favoritos. También estaba el Forever Blue de Chris Isaak y dentro de él la canción Wicked game, que es la que nos ocupa aquí y ahora.

Chris Isaak es ese tipo que, en principio, debería de caerle mal a todo el mundo: surfista guaperas californiano, vestido a veces como un trasunto de Elvis, con ese tupé impertérritoy perfecto. Y siempre tan triste, cantando con voz profunda baladas de desamor. ¿Por qué estabas siempre tan triste, Chris, tú que lo podías tener todo?

Aunque, prejuicios aparte, lo cierto es que no lo hacía mal: hay que reconocer que sabía componer canciones que te escarbaban en el alma. Wicked game, es un tema bastante minimalista (aprovecho para recomendar a The xx, reciente banda de veinteañeros que han firmado el disco del año y que han sido múltiples veces comparados con Isaak): hay mucho espacio vacío dentro de la canción, igual que, según Dalí, había mucho espacio vacío dentro de las Meninas de Velázquez. Apenas un bajo, unos tímidos acordes, el punteo principal y la voz de Isaak que empieza dolida con unos versos abrumadores: World was on fire / no one can save me but you. Un comienzo de una melancolía pesada y espesa que duele mucho.

Recuerdo que cuando llegué a Madrid visité, algo alucinado, una exposición en el Reina Sofía de la video artista Pipilotti Rist. Hace tanto tiempo de eso que el museo por entonces ni siquiera había sido ampliado por Jean Nouvel. El caso es que en una pequeña sala oscura Pipilotti proyectaba un video sobre una esquina, de forma que la imagen iba evolucionando simétricamente a un lado y otro de la separación entre los dos muros que convergían. Pipilotti siempre cuida mucho la música, y la que allí sonaba era precisamente Wicked game, pero sustituyendo la voz de Isaak por el de una mujer chillando. This world is only gonna break your heart. Presenciando aquello sufrí una especie de experiencia mística, cosa que por entonces me pasaba a menudo. Ya no tanto.

Creo que era noviembre del año 2001, un otoño que fue especialmente gris. Yo estaba muy triste entonces. También lo estoy ahora.

Por cierto, el final del tema no es menos desolador: Nobody loves no one, dice esta vez Isaak con voz aguda antes de apagarse y dejarnos tan mal cuerpo.

viernes, octubre 02, 2009

¿Algún Wittgenstein en la sala?

Imaginen que escribo algo. Imagen que escribo, por ejemplo, casa. Esto es, cuatros símbolos en negro dispuestos sucesivamente, en este caso, sobre fondo blanco. Ninguno de esos cuatro símbolos (que, vamos a decirlo ya, se llaman letras) tiene forma similar a una casa. Ni siquiera el conjunto de los cuatro símbolos (que, adelantamos desde ahora, se llama palabra), recuerda vagamente a una casa. Sin embargo, cuando usted lee esa palabra, como por arte de magia, se hace la imagen mental de una casa. Casas hay muchas, eso es cierto, desde la inocente casa que un niño garabatea con los plastidecor hasta las trazadas elegantemente por Le Corbusier, pero, en cualquier caso usted verá una casa, en toda su casidad. Somos animales simbólicos. Más lo primero que lo segundo, claro.

Pero volvamos al principio. Imaginen que escribo “algo”. Es decir: “algo”. Cuatro letras que forman una palabra. ¿Y qué ven ustedes en su cabeza? Yo no voy a decir lo que veo, si es que veo algo (coño, qué lío), pero seguro que daba la cosa para algún estudio psicológico.

En cualquier caso: ¿hay algún Wittgenstein en la sala?

lunes, septiembre 21, 2009

El sol traidor de Filipinas

Era un sol traidor, el filipino. Si no estabas atento te quemaba en un instante, tan rápido que no te dabas cuenta. Los días que trabajamos en Puerto Galera los pasamos en catamaranes alquilados, sacando fotos a los chavales en el mar cristalino o atracando en exóticas playas en las que no era posible el acceso a pie. La jungla, como dije, se metía a saco en las calas, una maraña impenetrable y verde oscuro. La vida, en general, es salvaje y excesiva en Filipinas: cada mañana –amanecía y amanecíamos a eso de las 5 a.m.- lo primero que se oía fuera de la habitación era el sonido de las hojas de palma con la que los empleados del hotel barrían los pasillos: no sólo la arena que la brisa nocturna había ido depositando, si no también la legión de hormigas y orgullosos escarabajos que campan a sus anchas a poco que desaparece la presencia humana, aunque sólo sea por unas horas.

Ver aquel sol en el cenit, como digo, me impresionó bastante: estaba en el puto centro del cielo, tal y como me habían enseñado en las clases de Astronomía Observacional de la Facultad. Entendí que durante el verano boreal en las latitudes levemente al norte del Ecuador, es decir, tropicales, el sol llegaba hasta ese punto mágico. Entendí que al menos aquellas horas de rebanarme los sesos, hace unos años, habían servido para algo. Y me quemé como nunca me había quemado –yo soy de piel morena, casi filipino- y durante unos días me costó moverme sin que toda mi piel se quejase.

Todavía andaba algo enrojecido cuando nos tocó irnos. En uno de esos simpáticos jeeps, heredados del ejército yankee y coloridamente tuneados al gusto popular, los tipos de la Fundación nos acercaron a un puerto, siguiendo de nuevo estrechas carreteras entre la vegetación tropical. A pesar de ser la estación de los monzones habíamos tenido días perfectos para nuestros propósitos, sin embargo –y gracias a Dios fue sólo ese día- a la hora de irnos comenzó a caer esa lluvia pesada, lenta, vaga, melancólica que cae por allí en esa época. Es más un lento mar con agujeros –que diría Cortázar-, que una lluvia en toda regla.

Bajo este manto de agua cogimos una barcaza a motor, hacinados con parte de la población local y una montaña de mochilas, que también viajaban a Manila. Allí, con toda aquella gente extraña, viendo una isla y otra y otra pasar de largo envueltas en la bruma al otro lado de las ventanas cruzadas por hilos de agua, desenfundé mi iPod y pinché una de las canciones más bakalas de esa sesión tan bestia de Vitalic. La barcaza daba tumbos arriba y abajo, los pasajeros trataban de protegerse con chubasqueros y capuchas, y pensé, con aquel bombo, aquellos graves, aquel tiempo turbulento, que aquello debía de parecerse mucho al fin del mundo. Al Apocalipsis.

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El Autor reseñado en Babelia, El País, aquí.

miércoles, septiembre 02, 2009

Al otro lado del mundo

Lo primero que pensé cuando llegamos a Mindoro Oriental fue que si abría un agujero en el suelo y cavaba y cavaba hasta atravesar el centro de la Tierra, y saludar al Diablo, y seguía cavando y cavando sin descanso, después de 12.740 kilómetros, asomaría la cabeza, jadeante y agotado, con el pelo y las uñas llenas de tierra, en algún lugar cercano a mi casa (tal vez en un sótano austriaco donde un psicópata secuestra a sus hijas, tal vez bajo el Atlántico, frente a las costas de Portugal, quién sabe). En buena ley, las antípodas de España están en Nueva Zelanda, pero las más de 7.000 islas que forman las Filipinas no andan muy lejos, al menos para esta mente occidental que nunca ha encajado bien en su cabeza el mapa del sudeste asiático.

El viaje había comenzado un día y medio antes, cuando las ruedas de aquel vuelo de Iberia perdieron el áspero contacto de la pista de Barajas. A las dos horas y pico paramos a desayunar en Frankfurt y rato después iniciamos un nuevo vuelo que nos llevaría, tras doce horas sobrevolando lo que quedaba de Europa, Oriente Medio y Asia, a legendaria ciudad Hong Kong. Ahora los vuelos largos llevan esas pequeñas pantallas individuales que hacen que el viaje sea mucho más llevadero para el viajero inquieto: ofrecen pelis, discos, videojuegos (algo cutres), documentales y programas de televisión. Yo aproveché para hacer un acercamiento cultural al nuevo continente, viendo cine hongkonés, y escuchando los discos que rompen pistas en Malasia, Tailandia o la propia Filipinas. Descubrí, no sin cierto estupor, que la globalización (¿occidentalización?) hace que todo lo que suena por allí sea igual (de malo) que lo que suena por acá: Rythm & Blues del palo perpetrado por Beyoncés asiáticas, canción ligera a lo O.T. o rock de poca monta tal vez aderezado por algún sitar, por aquello de darle un toque regional. La comida de Cathay Pacific, la compañía fundada tras la segunda guerra mundial por dos pilotos anglosajones enamorados de la zona, nos enamoró con una pasión tal que no declinó en todo el viaje, y mira que cogimos vuelos.

Aterrizar en Hong Kong fue como aterrizar en un cuadro de los que cuelgan de las paredes de los restaurantes chinos: la pista se adentraba en el mar y tomamos tierra, paradójicamente, entre barquitos pesqueros chinos y escarpados montes negros que recortaban una espesa y misteriosa bruma. El aeropuerto de Hong Kong es un gigantesco edificio diseñado por Norman Foster que se construyó a partir de una isla ganando terreno al mar, la mayor obra de ingeniería civil del mundo, según leí en algún sitio. Por lo demás, se trata de uno de esos no-lugares de los que ya hablé en otro momento, más parecido a un centro comercial que a una estación de tren, con el que nadie puede establecer ninguna relación emotiva y del que todo el mundo desea huir cuanto antes, a pesar de su grandiosa arquitectura.

El último salto, y ya el mundo empezaba a estar borroso después de casi un día sin pegar ojo –me resulta casi imposible dormir cuando viajo-, nos llevó a cruzar el mar de China y a aterrizar en Manila. Al salir del aeropuerto me golpeó la abrumadora humedad de aquella parte del mundo, el cielo estaba profundamente nublado y amarillento, y todo parecía pesar el doble. Cuando he visto películas de Vietnam siempre he creído entender ese estado atmosférico: la barca del capitán Willard navegando río arriba en busca del coronel Kurtz en Apocalypse Now, los soldados perennemente cubiertos por una fina pátina de sudor, el cansancio, los continuos golpes de mano para matar a los insectos que se posan sobre la piel del cuello… pero no se entiende hasta que no se está allí cómo aquel ambiente podía doblar la desesperación que ya de por sí supone una guerra.

En la puerta del aeropuerto nos recogieron nuestros sonrientes contactos y nos llevaron en furgoneta al puerto de Batangas, a unas dos horas, un sitio sórdido y paupérrimo donde cogimos un barco, tras mil inspecciones policiales de nuestro excesivo equipaje (las cámaras, los flashes), atestado de gente que nos llevaría por fin a Mindoro Oriental. Ya un poco hartos de ir de un lado a otro, pensábamos que llegábamos a nuestro destino.

Muy al contrario, aún quedaba coger un jeep y cruzar la isla por el interior. Fueron unas cuatro horas por caminos de cabras en los que nos adentramos en la jungla y ahí, alucinando bellotas con el paisaje, las palmeras, las cascadas, la enmarañada y densa vegetación a cada lado, volví a recordar las pelis de Vietnam. Aquellos poblados desde los que nos saludaban alegres niños vestidos con andrajos parecían a punto de arder inundados de napalm o de ser arrasados por enloquecidos grupos de sanguinarios soldados estadounidenses.

Por fin llegamos a Puerto Galera, uno de los puntos calientes del turismo sexual y la prostitución infantil, y resulto ser una deliciosa playa sacada de una postal o de un anuncio de ron. Ahí pensé lo de cavar un agujero, atravesar el planeta y aparecer a este lado, y después pensé en que estaba derrengado después de tanto viaje y que mejor me metía en la cama, pero no: allí eran las nueve de la mañana y nos esperaba un día entero de trabajo.

martes, agosto 04, 2009

Madrid, 2019

Me fui a vacunar con motivo de mi próxima tournée de trabajo por el sudeste asiático y una muy eficiente enfermera con acento procedente del verde más oscuro de las profundidades de Ourense (y que decía irse a China) me inoculó los antígenos debilitados de un par de enfermedades, una por brazo. Ahora me duelen ambos brazos y espero que no llegué esa leve gripe como efecto secundario que la enfermera advirtió que podría llegar. Lo que más me inquietó de vacunarme no fue llevar en vena potenciales enfermedades terribles (que me inquietó bastante) sino la fecha que en el papel que me entregó venía impresa. Tengo una cita el 12 de junio del 2019, dentro de 10 años, para volver a pasar por los pinchazos preventivos. A mi me horrorizan varias cosas, pero entre ellas se encuentran el paso del tiempo y el planificar el futuro. Si no me gusta saber lo que voy hacer el próximo finde, imagínense el terror que me supuso saber que dentro de diez años, si sigo sobre el planeta Tierra, tengo una cita sanitaria. ¿Seguiré aquí dentro de 10 años? ¿Seguirá usted?¿Estaré calvo? ¿Lo estará usted?

Como me aburría, al salir del Centro de Salud me senté en la terraza cutre del nuevo bar de enfrente, en la acera del Paseo, que se asemeja, como tantas otras terrazas de este Madrid que agostea, a un paseo marítimo en el que uno, en vez de verse arrullado por las olas de un mar tostado por el sol del Atlántico, es acariciado por el tubo de escape del intenso tráfico y los gases que este despide. Estaba leyendo un libro muy chulo sobre autómatas y androides (‘El Rival de Prometeo. Vidas de Autómatas ilustres’, Impedimenta), que habla de las relaciones hombre máquina y que contiene textos de toda índole, desde ensayos a relatos cortos, pasando por algún poema, de autores tan notorios como Voltaire, Freud, Poe, Asimov, o el menos conocido Alan Turing, pionero de la computación, teoría de la información y, por ende, la informática y los ordenadores como en el que usted está leyendo esto. Levanté la cabeza del volumen y comprobé, no sin cierto horror, que la terraza estaba llena de señoras desguazadas, de esas que a mi no me gustan nada, que visten chungo y llevan el pelo teñido de morado y que los domingos, después de misa, van a la confitería a poner verde al vecindario.

Según parece esta terraza se ha convertido en punto habitual de encuentro de estos especímenes que aún conservan el derecho a voto a pesar de su cerrazón mental y mis continuas protestas en este foro. Pero me alivió saber que dentro de 10 años, cuando tenga que vacunarme de nuevo de estas enfermedades, aún me quedará mucho para estar en la edad de la señoras que salen a las terrazas en verano como salen los caracoles después de la lluvia, es decir, muy lento.

Me dice Marta Espeso que ya me vale de pensar en el continuo trajinar de los relojes y los calendarios, que llevo años así (y yo pienso, ¡años! ¡Cielo Santo! ¡Cómo pasa el tiempo!), desde que empezamos la universidad, y que ya ha llovido y que disfrute del momento, y luego ese discurso tan pueril del Carpe Diem. Yo no sé dónde estaremos en 10 años, o si estaremos, pero ahora me pregunto si yo estaré en esta ciudad, y si en ese centro de salud de la Carrera de San Jerónimo seguirá la joven enfermera gallega, laboriosa cual hormiga, para ponerme las mismas dos inyecciones otra vez con el mismo arte. Porque si es así, sería como si el tiempo no hubiera pasado. Y lo celebraría, tal vez en la terraza, aunque seguro que sin las señoras. Salud.

Actualización 5/8/09

Dos días después de la vacuna me desperté a las 7 de la mañana azorado y sudoroso, con unos violentos temblores y un frío por dentro como si mis huesos se hubieran vuelto de acero o de hielo. Bajé a ver a la médico y, en efecto, se trataba de los efectos secundarios. Yazco ahora en la cama, lejos del curro, tratando de que mis anticuerpos derroten finalmente al antígeno. Quién fuera un androide en días como hoy. Fiebre.

jueves, julio 30, 2009

¿Qué es lo que te gusta? ¿Mis labios,
mis excesos, las cosas que te digo?

¿Qué es lo que te gusta de mí? ¿Recordar
la tarde en que nos conocimos, hacernos fotos
desnudos, beber vino en la terraza?

Dime ¿qué es lo que te gusta? ¿Cuidar al niño,
quedar con los amigos, cocinar juntos
los domingos?

¿Qué coño es lo que más te gusta de mí? Cuéntamelo.
¿Mis insultos, mi desprecio, mis patadas?
¿O tener que decir a los vecinos que esos moratones
son un golpe que te diste con la puerta?

viernes, julio 24, 2009

Jung y los murciélagos



Tal vez aquello no fuera una buena idea, pero al menos a mí me lo parecía, así que durante una temporada, no hace mucho, me dio por salir a correr a medianoche. Iba hasta el parque del Planetario, que es parte de lo que se suele llamar en las ciudades Cinturón o Pasillo Verde: espacios antes ocupados por líneas ferroviarias y similares reconvertidos en zonas verdes. En este caso hay un bonito paseo donde antes estaban las vías que llegaban a la aledaña estación de Delicias. Lo de correr a medianoche me llenaba de cierto morbo romántico: ahí estaba yo, en pantalón corto y bambas, desafiando a mi cuerpo y a la noche. Entre que corro sin gafas, la dificultad de la visión nocturna y la velocidad de crucero, me tropezaba con bastantes cosas, si bien nunca llegué a accidentarme. En ese paseo hay dos filas de orgullosos y siniestros (al menos de noche) cipreses, entre los que yo pasaba al galope. De los cipreses salían nubes de murciélagos que iban de un árbol a otro dando molestos chillidos, yo veía sus alas nerviosas reflejando la luz amarilla de las farolas, bajaba la cabeza y aceleraba el ritmo. Creo que alguna vez alguno de ellos me rozó la cabeza. Al volver a casa, después de una media hora, me duchaba y me metía en la cama. No sé si por la activación que produce el ejercicio físico o por la tenebrosa visión de los murciélagos, me costaba mucho dormir y cuando por fin lo conseguía tenía sueños convulsos e inquietantes. Al día siguiente mis compañeros del curro me preguntaban con sorna si había ido a correr a medianoche, y yo asentía, y ellos se reían, porque a veces piensan que hago cosas excéntricas y que me pasan cosas raras, pero eso es sólo porque ellos van por ahí sin fijarse en nada.

El caso es que más o menos desde aquella etapa en mis sueños se vienen presentando periódicamente unos escenarios sórdidos y decadentes que no se corresponden con ningún escenario real en el que yo haya vivido. En concreto son dos pisos ruinosos, uno muy grande, el otro muy pequeño, en el centro de Madrid (no es el centro de Madrid lo que se ve en mis sueños, pero yo sé que sí es el centro de Madrid), y en el que se aparecen todos los clásicos personajes que suelen visitarme cuando duermo y que son, fundamentalmente, los que más me han traumatizado. Tras mucho preguntarme sobre la naturaleza de aquellos lugares, sucios, llenos de escombro y cacharros sucios, avejentados, barajo la posibilidad de que se correspondan con lugares en los que viví en eso que llamamos Realidad. Lo que va por dentro de la Realidad y que nosotros no vemos por una capa de barniz que lo esconde. Igual que cuando se te cae el móvil o el mando a distancia y se abre y muestra sus tripas y ahí está esa horrenda circuitería, esos cables que no entendemos. Como cuando quitas la funda al sofá alquilado y encuentras esa tapicería hortera de la posguerra.

En la autobiografía de Carl Gustav Jung que leí en 2004 (Seix Barral), el psicoanalista freak cuenta que durante toda su vida tuvo un sueño con continuidad, como una serie televisiva, que con cierta frecuencia se le aparecía e iba avanzando. Como Jung tenía sueños lúcidos, a la sazón, iba moviéndose a voluntad por ese sueño derrotando a los monstruos que le enfrentaban y que, en la teoría, venían a representar sus traumas. Mis sueños de los lugares sórdidos también tienen continuidad y van ocurriendo cosas y van apareciendo personajes deleznables que desconozco pero que deben de ser también las entrañas, la circuitería horrenda, de personas que conozco a este lado de la línea de la duermevela.

Así que creo que correr a medianoche y la experiencia del roce del murciélago con mi cabeza ayudó, por alguna razón que desconozco (como ven todo es misterio, aunque tal vez confundo una simple correlación casual con una relación causa-efecto, como un vulgar analfabeto científico) a que mi subconsciente destapase la Realidad, le quitase la funda que la hace un poco soportable, y mostrase la circuitería de la vida, y no me sorprende que se vea tan fea. Al final sólo se trata de un titánica lucha contra el paso del tiempo y de ir corriendo de noche hacia sabe Dios dónde, bajando la cabeza y tratando de esquivar a esas putas ratas voladoras.

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En la imagen el Autor en pleno ensoñamiento, otro bello verano, ya no sé cuando


viernes, julio 17, 2009

Retrospect

No podía dejar de imaginar todas las sucias formas del amor que pueden darse entre dos cuerpos anónimos. Los cuerpos de una lista que yo repasaba obsesivamente, que siempre me rondaba, hace unos años, cuando estaba con Adriana. Lo cierto es que ahora he olvidado de la mayoría de los miembros de aquel (no tan) selecto club, pero entonces no podía quitarme aquella lista de la cabeza en todo el día: la construía cuando caminaba por las aceras del centro, mientras esperaba el verde de los semáforos, en el vagón de metro, comprobando que tenía que usar repetidas veces los dedos de las dos manos para abarcar las cifras que alcanzaba. Cuando conseguía distraerme y pensar en otras cosas más prácticas o placenteras, entonces el recuerdo de la lista, en cualquier momento, volvía sin motivo, como un relámpago en los pliegues del cerebro. Me refiero, claro está, a la lista infinita de hombres con los que se había acostado Adriana antes de conocernos.

Me era imposible distraerme con ninguna otra cosa, era agobiante. Confeccionaba la lista con historias que ella me contaba, con nombres que me susurraban otros, con cosas que yo mismo iba deduciendo o imaginando – mi imaginación era una continua tortura-, porque cuando me di cuenta de que Adriana se había tirado a todo el mundo, todo el mundo era sospechoso de haberse tirado a Adriana. Así que cualquier viejo amigo o conocido suyo que nos encontrásemos por la calle pasaba a ser un posible candidato a la lista, o cualquier viejo profesor o cualquier camarero de su bar favorito, o compañero de gimnasio, cualquiera, en fin, que ella mencionase era susceptible de figurar en aquella relación fatal de nombres. Cada noche, antes de no poder dormir, yo trataba de dilucidar, por mera deducción, si Fulano o Mengano se había acostado con Adriana, y, cuando estaba en la Facultad, mientras algún profesor explicaba el mecanismo de formación de las galaxias espirales o cosas por el estilo, yo me concentraba en escribir una y otra vez, con cuidado, la lista en el interior de las tapas de mi libreta.

Leía aquella lista y me iba imaginando a los hombres que correspondían a aquellos nombres -a algunos los conocía en persona, a otros los conocía aún mejor sólo de imaginármelos-, y los comparaba minuciosamente conmigo, y trataba de imaginarme la escena en la que conocían a Adriana, en qué circunstancias, cómo la habían ido seduciendo, trataba de dilucidar por qué ella había visto algo especial en ellos, o al menos algo follable, o cómo, sin ver nada especial o follable, había estado cualquier juerga tan borracha o drogada que había entrado, como arrastrada por el río la noche, dentro de sus camas. Adriana no tenía reparo en narrarme alguna de aquellas historias e incluso me contaba cómo se lo había montado con dos de ellos a la vez o incluso con dos de ellos a la vez más una amiga. Pero no me daba detalles de las posturas o configuraciones de cuerpos que se habían adoptado en aquellas sesiones, cosa que aumentaba más mi curiosidad y daba alas a mi imaginación más morbosa, que probablemente me llevaba a crear dentro de mi cráneo situaciones sexuales más extremas que las que verdaderamente se habían dado en el brumoso y sórdido pasado de Adriana. Trataba de imaginarlo todo con el máximo detalle, y cuanto mayor era la definición de la película más me hacía sufrir, más me quitaba el sueño. Mi dulce Adriana sepultada, gimiendo, diabólica, bajo una montaña de carne sudorosa y lasciva.

Sufrí como un bellaco con aquella lista horrenda. Nunca supe, ni se aún, cuántos eran los nombres que faltaban para completarla. Conseguí reunir decenas y decenas y decenas y decenas de nombres y seguían apareciendo debajo de las piedras, en conversaciones banales con cualquiera, en fotos viejas. Yo no daba crédito. Al principio aquel sufrimiento era una bola enmarañada e indefinible, pero con el tiempo pude analizarla tirando de cada hilo, identificando cada componente: 1. Por un lado, sentía unos brutales celos retrospectivos hacia todos aquellos tipos que se habían beneficiado a la que ahora era mi novia. 2. Por otro, sentía cierta envidia de la vida sexual de Adriana. Éramos jóvenes y las circunstancias me habían llevado a tener relaciones largas, con lo que no había tenido tiempo de hacer ese tipo de turismo corporal. -Posteriormente hice mis pinitos en ese campo, y no por ello me sentí mejor persona-. 3. Además, todo aquello me creaba gran inseguridad, y me hacía imaginarme al final de una larga cola de hombres erectos y en pelotas, y pensar que aquel tiempo presente, el que el Destino me había reservado para estar con Adriana, eran ya los minutos de la basura de su vida, cuando todo lo bueno y excitante había pasado. Acabábamos de entrar en la veintena.

Algún tiempo después Adriana y yo rompimos, como no podía ser de otra manera. La lista no provocó directamente la ruptura, pero creo que estuvo en el origen de toda la ponzoña que fue inundando nuestra relación. En el origen de ciertas actitudes mías, en el origen de ciertas respuestas suyas a mis actitudes y de ciertas respuestas mías a sus respuestas, así sucesivamente, en una espiral imparable de suciedad y desencuentros, hasta que aquel amor, el que parecía más grande, esférico y perfecto se cascó dolorosamente y se quedó roto y clavado en nuestra espalda. Y todo por aquellos tipos de la lista que, jadeantes y con los ojos enrojecidos, me seguían observando con sorna desde un pasado que yo nunca visité. Adriana se ocupó minuciosamente de que la lista fuera in crescendo, tengo entendido. A día de hoy me resulta imposible estimar su dimensión, seguro que astronómica. Pero ya no me importa.

domingo, julio 12, 2009

La verdad

Un oscuro patio de luces. Una ventana. Una trémula luz amarilla en una esquina. Un hombre desnudo inclinado sobre un teclado. Huele mal: ese soy yo.

Es una noche de domingo que asesina y estoy en el reveso tenebroso de la celebración de mi cumple. Llevo horas suplicando y no se a quién y me miro como mira el cirujano al moribundo. Me quiero morder, me siento una bestia herida, necesito más piel donde arañar, más uñas, más sangre, si cabe, más heridas sobre las heridas, pero no tanto dolor. Quiero mutilarme.

Tú y yo lo dejamos hace ya unos meses, pasa el tiempo como si no pasara, es increíble. Pero fue desde que discutimos, la última semana, cuando empecé a estar de duelo por tu ausencia, que cada vez se me hace más grande y espesa, más horrenda.

Intento pensar que no estaba bien contigo, y es bien cierto. Pero, de pronto y como siempre, el pasado se vuelve luminoso, se van todas las manchas, me deslumbra.

Imagino ahora tu cuerpo y tus estupideces. Imagino ahora que estamos dormidos en la cama grande, aqui al lado, y yo te abrazo. Imagino el calor que desprende cada una de tus vertebras. Tú estarás con otro y yo quiero estar cerca de ti y lejos, muy lejos, de mi mismo. Por favor, que alguien se lleve este cerebro.

Repito: no tenemos por qué odiarnos.

miércoles, julio 08, 2009

Manuscrito hallado el día del error

Como no tenemos fin, después de la boda en la que comprobamos como el tiempo se va depositando en el rostro de los buenos amigos, a las seis de la mañana, volvimos a Oviedo en busca de los últimos bares de la noche, o los primeros de la mañana, nuestros preferidos: la Bola, el Xalabam, la Basílica, el Noise, el Malabax. Visitamos Oviedo de pascuas a ramos, por motivos como por ejemplo que nuestros viejos amigos se casen, pero en estos garitos perversos siempre encontramos a la misma gente, amigos y conocidos, ilustres ovetenses aferrados a un tercio de cerveza en la barra, inmersos en la música y la penumbra. Llevan años llenos de amaneceres viniendo a estos bares con la minuciosidad del relojero, exactos y precisos como cirujanos, borrachos. Cambian las décadas y siguen ahí, de cháchara, bailando, pribando. Me doy cuenta de que para gente como ellos, gente como nosotros, salir de noche, de bares, de copas es una forma de vida, algo que, de alguna manera, estructura todo. Es lo que da sentido, lo que llena nuestra memoria, el lugar en el que ocurrieron los hechos más determinantes. La semana, los laborables, el día, es sólo lo que se interpone entre dos salidas nocturnas. Salir es la cosa que más hemos practicado, con más cuidado, con más ahínco y con más tesón: así que salimos de puta madre, somos auténticos expertos, comandos de los bares, soldados de la fiesta, de la conversación, de la música, de la cerveza, de encontrarnos a gente por ahí. Tenemos cierta educación emocional porque hemos sufrido las más terribles resacas, como veteranos de una guerra. Y de la resaca hemos aprendido casi todo, en arduos combates con nuestros cuerpos castigados y nuestros variables estados de ánimo.

No se muy bien qué es lo que buscamos, nadie lo sabe, nadie lo ha visto, algo extraño y luminoso que se encuentra en algún lugar entre la noche y el alba, no se dónde y que, claro está, nunca encontramos. A nosotros nos parece normal vivir así, todos lo hacemos, pero no caemos en la cuenta de que hay otra gente, gente más normal, que sale cenar, a tomarse una copa y que se vuelve a casa a horas prudenciales. Hay incluso gente que nunca sale. Quizás sean ellos los raros.

Tampoco se que va a ser de nosotros, si seguiremos así toda la vida o algún día frenaremos. El tiempo también se va depositando en nuestros rostros, en nuestras barras, en nuestras birras. Nos hacemos más viejos en cada juerga y tal vez deberíamos ir pensando en otra manera de vivir, orientada al sol y no a las brumas del fondo de los bares cuando nacen los días.

viernes, julio 03, 2009

La Ley de Bernoulli

En realidad, dijo, nadie sabe por qué vuelan. Hay una teoría científica que lo explica, claro, perteneciente a la mecánica de los fluidos: la circulación del aire alrededor del ala crea una fuerza sustentadora, perpendicular a la superficie del ala, que mantiene al avión en el aire. Para que esa fuerza sea lo suficiente intensa, como para soportar allá arriba a un bicho de metal y plástico, relleno con elementos electrónicos, con decenas de personas dentro y toneladas de combustible, la velocidad tiene que ser alta, por eso son necesarios esos motores tan potentes. Pero, bah, dijo, cualquiera se cree eso...

El avión comenzó a moverse lentamente por la pista y el hombre de barba se distrajo mirando por la ventana. Sonó el aviso para abrocharse los cinturones y el tipo se concentró en la operación. Las azafatas correteaban por el pasillo y todo el mundo ocupó su asiento cuando enfilamos la pista de despegue. De pronto sonó el ruido ensordecedor de los motores, como el rugido de una bestia horrenda y los cuerpos apretaron contra los respaldos por efecto la aceleración. El hombre de barba se agarró con fuerza a los apoyabrazos con sus gruesas manos y echó la cabeza hacia atrás, como si se dispusiese para un dulce sueño, pero era fácil detectar la tensión en su pretendida serenidad. Tenía miedo. Pero quién no se inquieta en un avión, pensé, quién no teme en ese momento mágico –del que dicen, además, que es el más peligroso- en el que las ruedas del tren de aterrizaje pierden el contacto áspero de la pista y, de pronto, todo el aparato está suspendido en el aire e inclinado hacia el cielo y el mundo fuera, todavía cercano como el que muestra la ventana de un coche o un autobús, se ve en un ángulo extraño. Quién no está atento a los continuos ruidos y sonidos que produce un avión, a los cambios que se dan, a los giros que dejan la ventanilla asomada sólo al azul del cielo sin atisbar la tierra, al movimiento de los flaps y los slats, al temblor de las alas. Y quién, ante cualquier bache o turbulencia, no escruta el comportamiento de las azafatas en busca de la naturalidad, de la sonrisa, de saber que es normal que el avión se meneé de esa manera tan violenta, que ellas no se sobresaltan, porque es habitual y están acostumbradas. El hombre que viaja en avión nunca puede olvidar su condición de animal terrestre.

El tipo barbudo, de unos 60 años y con pinta de profesor, ocupaba el asiento a mi izquierda, al lado de la ventanilla. Permaneció con los ojos cerrados fingiendo un plácido sueño hasta que el avión se estabilizó y sonó la señal que permite desabrocharse el cinturón. El no se lo desabrochó, se lo dejó puesto todo el viaje, pero sí se incorporó como si se despertara y miró por la ventanilla comprobando que ya estábamos a la altura y la velocidad de crucero. Las azafatas comenzaron a recorrer el pasillo sirviendo bebidas. El pidió agua, yo una lata de cerveza.
Bueno, dijo mientras se servía el agua en un vaso de plástico, y tú por qué viajas a Oviedo. Le dije que era de allí y que iba a visitar a mi familia. El tipo asintió sin dejar de mirar el vaso y luego, mientras daba el primer sorbo, miró por la ventana. Se veían algunas nubes y el suelo, ya muy lejano, como un patchwork con los colores ocres de la meseta castellana. Es increíble que estos aparatos puedan volar, dijo. A mí volar me da bastante miedo, pero trato de enfrentarlo. Fíjate, podría viajar en el mismo tiempo en un autobús, si contamos el traslado al aeropuerto y el tiempo de espera. Pero trato de enfrentarlo: me resultaría patético dejar de volar por el miedo. Me impediría ir a muchos lugares. Me pareció una postura admirable.

Todos tenemos un poco de miedo en el avión, dije yo, no creo que nadie esté tranquilo a estas alturas. A nuestro lado un hombre dormitaba y roncaba levemente, rompiendo cierta quietud que se había establecido en la cabina. Estaremos a una altitud de 33.000 pies, dijo él. Luego mantuvo un silencio pensativo durante unos segundos y añadió: unos diez kilómetros. Es la hostia. Así que eres de Oviedo, dijo. Sí, respondí, pero llevo bastantes años en Madrid. Le pregunté si él también era de allí y asintió. Bueno, no sé, dijo. Antes era de allí, ahora ya no sé de donde soy... El avión dio un bandazo y el tipo se agarro automáticamente al asiento. Cuando volvió la normalidad habló de nuevo: perdona, qué te decía... ah, sí, que ya no sé exactamente de dónde soy. Desde que murieron mis padres ya no tengo a nadie allí. Mis amigos se han ido, mi familia ha muerto, la ciudad ha cambiado tanto que ya casi ni la reconozco. Recuerdo mi infancia y juventud muchas veces, y la añoro. Ir por las tardes al Campo San Francisco, salir de juerga por el antiguo, aquel cielo gris que sigue allí pero que ya no es el mismo. Ahora ya no quedan ninguno de aquellos bares, todas las tiendas han cambiado, ni siquiera me cruzo a nadie por la calle, tal vez a algún conocido del colegio a quien no saludo, y que probablemente no me reconozca. Algunos han envejecido tanto que me entristece y luego miro mi reflejo en la luna de algún escaparate y me entristezco aún más. Algún viejo ligue también me encuentro y me duele recordar lo guapas que eran y lo estropeadas que están ahora. Yo también era muy guapo, dijo riendo, aunque no lo creas, y tenía cierto éxito. Después se volvió a poner serio, miró las nubes por la ventanilla embarcado en cierta ensoñación, quizás en el recuerdo de alguna persona especial que no se ha ido del todo de la memoria. En realidad, continuó al cabo de un rato, no se para qué vuelvo. Me hospedo en un hotel, paseo solo, me paro en las esquinas y de cada lugar extraigo un puñado de recuerdos. La ciudad es como escenario vacío: sigue el decorado pero faltan todos los actores que representaban la obra de mi vida. Hace daño, pero es un dolor vicioso, una especie de morbo, una melancolía que, como todas las melancolías, produce cierto placer. Es extraño. De alguna manera ya estoy muerto cuando vuelvo a Oviedo, nadie me conoce, nadie me recuerda, soy un cadáver andante que vuelve al mundo de visita. Cuando muera realmente, quizás en un accidente de avión, en Oviedo será lo mismo que ahora, nadie me echará en falta, nadie se dará cuenta. La verdad es que me aterra más volver a Oviedo que volar. Pero hay que afrontar estos terrores, eso es valentía. Tal vez, en uno de mis viajes, yo me disuelva en Oviedo y nadie lo note y me convierta también en sólo un recuerdo neblinoso que brota en las esquinas.

Dejó de hablar y no habló más en todo el viaje. Yo cerré los ojos y empecé a sentir el miedo, el miedo a estar a 33.000 pies de altura, a las turbulencias, a que no este claro por qué vuela un aparato metálico que pesa toneladas. Empecé a temer todos los miedos juntos, me abroché el cinturón de seguridad y me agarré con toda mi fuerza al asiento.