miércoles, diciembre 22, 2010
Musgo
Los libros se van extendiendo como musgo, van conquistando cada vez más espacio del cuarto como un ejército silencioso que toma posiciones, descansa, se rearma, y vuelve al ataque, tomando ahora la enésima balda, la postura más inestable, más tarde la mesilla de noche, formando luego una columna en una esquina olvidada, ganándole la posición a las litronas vacías y a la ropa sucia, columnas, hileras, montones de libros: tratados de ciencia, joven novela española, los ensayos de Montaigne orgullosos y entrados en carnes contrastando con la delgadez de los poetas que escribieron poco y murieron jóvenes pero perduraron mucho, como Jaime Gil de Biedma, como Arthur Rimbaud, que por las noches susurra y revolotea su aliento de absenta por el cuarto. Algunos de estos libros invasores los he leído, otros solo los he hojeado, con otros aún no he tenido la oportunidad; sé que muchos, tal vez la mayoría, jamás los leeré, pero ahí están, los sábados de madrugada observo sus lomos mientras duermen y me hablan de otros tiempos, cuándo llegaron a mis manos y a través de qué persona o qué editorial o qué carambola del destino. Pago cada mes no sé cuantos euros de alquiler por no sé cuántos metros cúbicos de vivienda (seguro que demasiados) rellenos de papel impreso que encierra la voz de gente que está en otro sitio o que ya se está pudriendo bajo tierra. Pienso, mientras asustado observo su proliferación desde debajo de la manta, que algún día tendré que dejar este cuarto y esta casa porque ellos seguirán avanzando despiadados, sin ningún miramiento, hasta echarme fuera con sus letras. Yo, como quien pone un pisito a su amante en la Gran Vía, les seguiré pagando el alquiler desde lejos, tal vez desde debajo de un puente, envuelto en periódicos, leyendo, antes de dormir, la publicidad del Media Markt.
lunes, diciembre 13, 2010
El zen y el arte de la seguridad privada
Pues ahora nos toca esto: este Madrid plomizo y despeinado, cruzado de gente despistada ante la lluvia: ¿qué coño es este agua que cae del cielo?, parecen preguntarse. Esta mañana, paseando por un barrio semiperiférico (Acacias) el panorama no podía ser más desasosegante, aquel tiempo turbio diluido entre la tristeza propia de los bloques de viviendas de ladrillo visto y toldos verde oscuro estilo Levante Español (por ejemplo Alicante, cuna de serial killers). Por ahí vi a mucha gente sola, sobre todo vieja, mirando a no sé dónde a través de la fina lluvia. ¿Quiénes son estas personas que vagan solitarias por las calles solitarias? ¿Serán fantasmas del más allá que cumplen su condena infernal paseando por estos sitios tan lúgubres, habitados por adolescentes con anorak que salen del instituto y destartalados parques de extrarradio de grava y metal? Yo creo que sí: ya dije alguna vez que en Madrid hay varios puntos de contacto entre el más allá y el más acá: las cafeterías de El Corte Inglés. En ellas se reúnen a merendar las ancianas que están a punto de morir y las que acaban de morir recientemente y aun no están integradas en el Infierno, para cotillear un poco. Una vez, incluso, vi a mi difunto padre en la de Callao tomándose un gin tonic. La pregunta es si las tortitas con nata que sirven son terrenales o supraterrenales, supongo que será cuestión de gusto.
¿Y los guardias de seguridad?, me pregunté en el Opencor de Acacias. ¿Son espíritus o carne mortal y hueso? Un curro difícil este, gente humilde y sencilla que tiene que conocer de primera mano el Mal, el Sistema, pasar al otro lado, denunciar a sus compañeros de clase (social, digo, no de escuela) ante las empresas multinacionales. Para ser segurata, como para ser guarda de sala en un museo, más vale ser un maestro Zen y controlar la meditación trascendental, si no, no me lo explico. ¿Cómo aguantan ocho horas de pie sin hacer nada? ¿Ponen la mente en blanco? Estoy seguro de que muchos han elaborado en silencio complejos sistemas filosóficos que algún día la humanidad conocerá sobrecogida. ¡Eh, se mira el cuadro desde detrás de la línea!
Por eso los seguratas siempre se extralimitan en sus tareas: recogen las bandejas sucias que deja la gente en el Burger King, recomiendan libros en la librería de El Corte Inglés, guían a compradores despistados en el Carrefour. ¡Ese aburrimiento es una tortura guantanamera! Hay uno que deberían conocer en Lacasaencendida. Trabaja guardando las exposiciones de arte contemporáneo enfundado en su uniforme marrón, siempre solo en insoportables salas donde hay luces estroboscópicas, extraños ruidos a volumen rompetímpanos y proyecciones aún más extrañas. Tiene una poca bastante de pluma. Para entretenerse recibe al personal dándoles el folleto y se ofrece para una visita guiada amateur (“si tienen alguna duda yo les explico”) que todo el mundo rechaza (“este tío está loco”), pero que todo el mundo acaba por escuchar porque el tío se entromete. Y lo hace de puta madre, el tio: yo he comprendido muchas cosas de las que se exponen gracias a él (se poner cara de entender lo que se expone o se inaugura o se presenta aunque no lo entienda, es fundamental en mi curro). Mi madre incluso le preguntó si había estudiado Historia del Arte o algo. “No”, dijo él visiblemente emocionado, “pero me gusta mucho”.
jueves, diciembre 09, 2010
San John Lennon y las tetas gordas
Yo soy de los que opinan que el gusto de los varones heterosexuales por ciertos atributos de las mujeres es un grado de su primitividad: los grandes senos (lo que científicamente se denominan tetorras) y las caderas anchas, son preferidos por gran parte de la población masculina sin duda por la ventaja reproductiva que suponen: más espacio para albergar a la cría, más espacio para las mamas, más eficacia a la hora de multiplicarse. Le decía a mí madre que como a mí me gustan las hembras más chupaítas(decía mi amigo Isra que yo tenía preferencia por las anoréxicas, con cara de yonki y el pelo cortado hachazos. Con esto último se refería al peinado Inditex), soy un hombre más evolucionado porque primo otros valores civilizatorios que la mera reproducción de la especie. Me sitúo lejos de la jungla y las tetorras, y cerca de la civilización y la cultura, el progreso, el bienestar, la justicia, eso que diferencia, o debería diferenciar, al hombre de la bestia. Por eso también me sitúo lejos del liberalismo selvático (verbigracia: Esperanza Aguirre), donde todo vale y se espera que, abracadabra, todo encaje como debiera, y cerca de la ilustrada izquierda que es a Espe, en esto de lo político, lo mismo que yo a los admiradores de la chica de la contraportada del As. Mi madre me dijo: sí, es que hay mucho primate suelto.
Después colgué y me fijé que en el informativo de la tele estaban recordando el aniversario de la muerte San John Lennon. Salía Yoko Ono, algunos amigos del finado, pero, sobre todo, el cirujano que lo atendió cuando ingresó cadáver en el hospital, fulminado por cinco tiros a bocajarro en la puerta de su casa. Este señor canoso y de estupenda dicción, pese a ser estadounidense, explicó que, como no le quedaba otra, le abrió el pecho a Lennon y le masajeo el corazón directamente con la mano, a ver si así había manera de resucitarle.
No conocía esta técnica médica, pero desde de ahora es mi técnica médica poética favorita. Lo del desfibrilador ya me llamaba la atención, devolver la vida con un gran chispazo en el pecho, de hecho lo incluí en algún verso, pero esto de meter la mano en el tórax y acariciar el corazón me recuerda a un poema de Luis Rosales en La casa encendida (el libro, no el centro cultural madrileño) que era algo como, y cito de memoria: “esa mano que entra en tu pecho y te cambia de sitio el corazón”. Maravilloso Luis Rosales, maravilloso John Lennon, maravilloso ese cirujano con dicción inglesa. Por cierto, ¿cómo será matar a un mito?
lunes, diciembre 06, 2010
No recuerdo ni un solo día de sol
durante la década de los ochenta.
Nadie puede hacerlo: nunca lució
el sol aquella década.
Los ochenta son los charcos sucios
de mi calle, los coches viejos,
la pana gris en bares aún amarillentos,
el mundo en sepia, las nubes
siempre.
Una jaula de edificios y aceras,
de gente fea con ropa fea
con grandes sueños que iban muriendo.
Los ochenta: mi padre borracho
desplomándose con gran estruendo
sobre el asfalto húmedo.
durante la década de los ochenta.
Nadie puede hacerlo: nunca lució
el sol aquella década.
Los ochenta son los charcos sucios
de mi calle, los coches viejos,
la pana gris en bares aún amarillentos,
el mundo en sepia, las nubes
siempre.
Una jaula de edificios y aceras,
de gente fea con ropa fea
con grandes sueños que iban muriendo.
Los ochenta: mi padre borracho
desplomándose con gran estruendo
sobre el asfalto húmedo.
lunes, noviembre 29, 2010
Estados alterados
Imagínate que la droga, en todas sus variantes, creciera en lo alto de los árboles de las avenidas y todo el mundo trepara, y perdiera la cabeza lamiendo los frutos psicotrópicos: el mundo sería diferente, dulce y borroso, impredecible, y la ciudadanía estaría drogada todo el tiempo, la gente se abrazaría por las calles, y hablaría insistentemente con la gente por las esquinas, haciendo grandes aspavientos, tal vez sin escuchar nada. Los transeúntes caminarían en zigzag y el ministro calvo Alfredo Pérez Rubalcaba perdería su aspecto de sabio melancólico y aparecería en nuestros televisores con los ojos enrojecidos, la mirada pedida, citando a Tierno Galván en aquellas fiestas de San Isidro en las que tocaron los Smiths: “quien no esté colocado, al loro y que se coloque”. La policía perseguiría a los sobrios por doquier, utilizaría sus sistemas más sofisticados de inteligencia –todos anfetamínicos, trabajando día y noche sin interrupción- para sacar de sus agujeros a aquellos que no se drogasen, a los putos enemigos de la Sociedad y el Estado, los sobrios enemigos de la unidad ebria de España. Y las madres reñirían a sus hijos coñazo que no tomasen pastillas, y les darían bolsitas de Mitshubisis o Tiburones Blancos los viernes por la noche (tómatelas toditas hijo, que no me entere yo) y los más macarras pasarían de sus madres y tirarían el éxtasis en las macetas de la calle: yo-paso-de-todo, yo-soy-el-más-duro, no-me-importa-morir, porque por entonces las autoridades sanitarias habrían decidido que la drogas son fuentes de vida, bienestar y salud. Señora: dróguese. Y a la vuelta de las discotecas, en las que la juventud no se drogaría, los niños buenos tendrían que simular llevar un colocón de puta madre y llegar a casa dislocados y a cuatro patas para no disgustar a la familia, que tanto invierte en la educación y, lo que es más importante, en la drogadicción de sus hijos. Las nuevas generaciones: drogadas. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado: drogados. Los MTV Awards: drogados (y muchos sobrios en las afterparties). El Sector Financiero: drogado. El hombre de la calle: drogado. La Banda Terrorista ETA: drogada. El director del Museo del Prado: drogado. Los taxistas: drogados. Fernando Sánchez Dragó: drogado. Y los camellos, menuderos y grandes narcotraficantes: benefactores de la sociedad, con despacho en el Ayuntamiento y coche oficial a la puerta, todo abollado de los accidentes que en este hipotético mundo sucederían constantemente en nuestras calles y carreteras.
martes, noviembre 23, 2010
Cosmologías varias
Un día Macarena me dijo que, algunas extrañas noches, cuando estaba sola en casa, con la persiana bajada hasta el tope, sin que quedase ni una sola rendija por la que pasara la luz amarillenta de las farolas, se sentaba en la cama tan solo iluminada por la penumbra de la lamparilla, e imaginaba que su cuarto era lo único que existía en todo el Universo, que no había nada más allá de sus cuatro paredes, ni ninguna otra persona esperando fuera. Que solo existía aquella cama de 2,10, aquella mesa con dos libros, una vela y un ordenador portátil, aquellas estanterías llenas de recuerdos de gente que no estaba en ninguna parte, porque ella era la única consciencia que habitaba el Cosmos. Lo que había fuera, me dijo Macarena, no lo imaginaba como un vacío totalmente blanco o totalmente negro, infinito en todas direcciones, sino más bien al contrario, como si todo el espacio infinito estuviera relleno de una sustancia sólida y dura, como si alguien, algún demiurgo malévolo hubiese llenado de hormigón el Universo y en el centro hubiera dejado una burbuja minúscula, menos que infinitesimal, que era su cuarto, con ella dentro, iluminado únicamente por la luz tenue de la mesilla de noche.
Entonces Macarena sentía una ansiedad irrefrenable, un peso horrible aprisionando el pecho y mucha dificultad para respirar, como si el aire fuera espeso o metálico, y empezaba a contemplar absurdamente la idea de aquello, aquella teoría salvaje, fuera cierta mientras que todo lo anterior, los recuerdos, las personas, el mundo alrededor, fuera solo un sueño que había soñado una noche (¿existían, pues, la noche y el día?) cautiva en aquel cuarto. Y que antes de ahogarse, tenía que correr a la ventana y levantar la persiana con toda su fuerza y desesperación para comprobar felizmente que no, que fuera no estaba todo lleno de hormigón de allí a los confines del espacio y la existencia, sino que se veían los pintorescos tejadillos de Malasaña, plagados de antenas de telefonía y chimeneas bajo las cuales chisporroteaba la vida.
Entonces Macarena sentía una ansiedad irrefrenable, un peso horrible aprisionando el pecho y mucha dificultad para respirar, como si el aire fuera espeso o metálico, y empezaba a contemplar absurdamente la idea de aquello, aquella teoría salvaje, fuera cierta mientras que todo lo anterior, los recuerdos, las personas, el mundo alrededor, fuera solo un sueño que había soñado una noche (¿existían, pues, la noche y el día?) cautiva en aquel cuarto. Y que antes de ahogarse, tenía que correr a la ventana y levantar la persiana con toda su fuerza y desesperación para comprobar felizmente que no, que fuera no estaba todo lleno de hormigón de allí a los confines del espacio y la existencia, sino que se veían los pintorescos tejadillos de Malasaña, plagados de antenas de telefonía y chimeneas bajo las cuales chisporroteaba la vida.
jueves, noviembre 11, 2010
Yo estoy a favor del sol, soy partidario,
cuando el sol sube muy alto y estalla y lo pringa todo
y su miel cae lentamente por las paredes
como melaza.
Yo me como el sol, lo muerdo, lo lamo y entro dentro,
el sol tiene una puerta y yo la sobrepaso,
porque dentro del sol hay furiosas reacciones nucleares,
porque el sol, al fin y al cabo, es una esfera de gas que autogravita,
y hay millones de soles, cientos de millones en cada galaxia,
pero yo me como este, lo muerdo, lo lamo,
me deja la sal, me seca la saliva de los labios,
se me cae encima y me aprisiona, quiero a este sol,
el mio, el nuestro, el que fusila nuestra sombra en las miradas,
el que nos arde la piel en cuatro millones de terrazas.
Solo está el sol tan solitario y me solaza:
yo quiero cuarto y mitad de sol, y toda la luz
ultravioleta, quiero quemarme y ser lagarto y luz y cielo,
porque el sol lo es todo, es la energía metafísica del ser
y del no ser, el centro de todas las metáforas y de los mantras,
de los úteros, de los chicles, de los escupitajos, y tú escupes y:
ahí está de nuevo el sol como un Dios indiferente en primavera.
Me hago sol, me como el sol, lo muerdo, lo lamo, lo acaricio,
me funde y me refunde y me deja tan líquido buscando el sumidero
de las más soleadas aceras en este barrio tan sombrío.
Sal y ponte, como yo, otra vez el día de mañana.
cuando el sol sube muy alto y estalla y lo pringa todo
y su miel cae lentamente por las paredes
como melaza.
Yo me como el sol, lo muerdo, lo lamo y entro dentro,
el sol tiene una puerta y yo la sobrepaso,
porque dentro del sol hay furiosas reacciones nucleares,
porque el sol, al fin y al cabo, es una esfera de gas que autogravita,
y hay millones de soles, cientos de millones en cada galaxia,
pero yo me como este, lo muerdo, lo lamo,
me deja la sal, me seca la saliva de los labios,
se me cae encima y me aprisiona, quiero a este sol,
el mio, el nuestro, el que fusila nuestra sombra en las miradas,
el que nos arde la piel en cuatro millones de terrazas.
Solo está el sol tan solitario y me solaza:
yo quiero cuarto y mitad de sol, y toda la luz
ultravioleta, quiero quemarme y ser lagarto y luz y cielo,
porque el sol lo es todo, es la energía metafísica del ser
y del no ser, el centro de todas las metáforas y de los mantras,
de los úteros, de los chicles, de los escupitajos, y tú escupes y:
ahí está de nuevo el sol como un Dios indiferente en primavera.
Me hago sol, me como el sol, lo muerdo, lo lamo, lo acaricio,
me funde y me refunde y me deja tan líquido buscando el sumidero
de las más soleadas aceras en este barrio tan sombrío.
Sal y ponte, como yo, otra vez el día de mañana.
sábado, noviembre 06, 2010
yo que tenía la voz
y el espanto
yo que tenía la luz
que emitía
cada noche
la nevera
(quién estaba abierta
¿ella o yo?
¿tenía yo luz dentro
o ella iluminaba?)
quería meter la cabeza
en el horno
como tú
¡ay Sylvia!
cuánto suicida
y qué pocas ganas
de morir
de asarse la cabeza
en un barrio
donde no llegan ambulancias
ni fotógrafos
Sylvia: cuánta poca cabeza
y qué poco fuego
pasan los años,
Sylvia,
y estamos cada vez
más lejos de todo
(de nosotros mismos
los que fuimos)
queríamos ser como tú
pero nos folla el miedo
y el espanto
yo que tenía la luz
que emitía
cada noche
la nevera
(quién estaba abierta
¿ella o yo?
¿tenía yo luz dentro
o ella iluminaba?)
quería meter la cabeza
en el horno
como tú
¡ay Sylvia!
cuánto suicida
y qué pocas ganas
de morir
de asarse la cabeza
en un barrio
donde no llegan ambulancias
ni fotógrafos
Sylvia: cuánta poca cabeza
y qué poco fuego
pasan los años,
Sylvia,
y estamos cada vez
más lejos de todo
(de nosotros mismos
los que fuimos)
queríamos ser como tú
pero nos folla el miedo
viernes, octubre 29, 2010
¿A qué dediqué la primavera del 87?
¿Qué estaba haciendo el seis de marzo
de mil novecientos noventa y cuatro
(por la tarde)?
¿Qué hacías tú cuando ese avión
desapareció engullido por las negras
aguas del Atlántico?
Me levanto, bebo agua, me ducho con cuidado.
Bajo a la misma calle y el mismo portero
con la misma cara
me da los buenos días con las mismas dos
palabras, es decir: buenos días.
Piso el mismo asfalto que los otros días
-¿por qué los llamarán otros si son el mismo?-
y me siento en el metro rodeado de desconocidos,
como siempre, en un viaje que jamás recordaré,
como si este día a través del que viajamos
no hubiese existido nunca.
Todos nosotros, sin embargo, ellos y yo,
estamos haciendo lo mismo:
rellenar un vacío en los calendarios atrasados
del futuro.
¿Qué estaba haciendo el seis de marzo
de mil novecientos noventa y cuatro
(por la tarde)?
¿Qué hacías tú cuando ese avión
desapareció engullido por las negras
aguas del Atlántico?
Me levanto, bebo agua, me ducho con cuidado.
Bajo a la misma calle y el mismo portero
con la misma cara
me da los buenos días con las mismas dos
palabras, es decir: buenos días.
Piso el mismo asfalto que los otros días
-¿por qué los llamarán otros si son el mismo?-
y me siento en el metro rodeado de desconocidos,
como siempre, en un viaje que jamás recordaré,
como si este día a través del que viajamos
no hubiese existido nunca.
Todos nosotros, sin embargo, ellos y yo,
estamos haciendo lo mismo:
rellenar un vacío en los calendarios atrasados
del futuro.
lunes, octubre 18, 2010
Esteban se disuelve
Esteban se está disolviendo. Cuando vengo unos días a la ciudad le visito con frecuencia. Me abre la puerta, me hace pasar al salón, él solo en aquella casa tan grande. Yo miro por el ventanal, abajo pasan los coches y conversamos en bucle. Ayer, por ejemplo, le conté lo del dentista. Esteban me preguntó qué dentista era, yo le dije que Corbes, él frunció el ceño. Le di más señas y finalmente le ubicó y me contó un par de anécdotas sobre él. Era de Palencia y hacía 20 años había sido su vecino. Estaba más delgado entonces. Luego me pregunta cuánto me quedo. Hasta el martes, le digo. Entonces empieza el bucle. Me pregunta por el dentista, le digo que Corbes, frunce el ceño, al final lo recuerda. Me cuenta que fue su vecino, que es de Palencia, que ha engordado unos kilos. ¿Hasta cuando te quedas?, me dice luego.
Ayer se levantó renqueando y fue a su habitación en busca de unas fotografías. Desde el salón oí como movía cosas. Pasaron quince minutos y no volvía, así que me acerqué al cuarto. Me miró con sorpresa: se había olvidado de que yo le esperaba en el salón. Sin embargo se excusó diciendo que era una broma, que no se había olvidado. Le seguí el juego. Nunca sé si avisarle de sus despistes, si es mejor hacerle ver que se está disolviendo o hacer como si nada. Como si el mundo fuera un bucle. Tenía las fotografías en las manos. Estoy seguro de que muchas de ellas le resultan extrañas, como si pertenecieran a otra persona, porque no reconoce a nadie de los que aparecen en ellas.
Cuando las cosas tienen nombre se vuelven más reales. La demencia senil siempre ha existido, es normal que los viejos se vayan deshaciendo. Antes se decían que estaban chochos, viejos. Ahora hay una palabra terrible: alzheimer. Una palabra con un zeta, con una hache intercalada. Palabra del demonio. Tiene cierta poesía el alzheimer: igual que uno no empieza a existir realmente cuando nace, no guarda ningún recuerdo del día siguiente al nacimiento, sino que va surgiendo de forma borrosa, de una nebulosa de la que al final resulta una persona, este mal es el proceso inverso. No morirse de pronto, sino volver a adentrarse en esa nube, esa niebla, hasta llegar a la oscuridad de la muerte, a la nada primigenia. Una vida simétrica, igual al principio que al final. Un adulto que vuelve a ser un niño y muere en posición fetal.
Ayer, antes de despedirme Esteban me preguntó ¿hasta cuándo te quedas? Hasta el martes, le dije. Pensé que tal vez en nuestra próxima visita Esteban abra la puerta y no me reconozca. Que sea uno más en esas fotos que no entiende por qué guarda si no son suyas. Y como nuestra identidad es nuestra memoria, como somos memoria, entonces Esteban ya no existirá. Se habrá disuelto.
Ayer se levantó renqueando y fue a su habitación en busca de unas fotografías. Desde el salón oí como movía cosas. Pasaron quince minutos y no volvía, así que me acerqué al cuarto. Me miró con sorpresa: se había olvidado de que yo le esperaba en el salón. Sin embargo se excusó diciendo que era una broma, que no se había olvidado. Le seguí el juego. Nunca sé si avisarle de sus despistes, si es mejor hacerle ver que se está disolviendo o hacer como si nada. Como si el mundo fuera un bucle. Tenía las fotografías en las manos. Estoy seguro de que muchas de ellas le resultan extrañas, como si pertenecieran a otra persona, porque no reconoce a nadie de los que aparecen en ellas.
Cuando las cosas tienen nombre se vuelven más reales. La demencia senil siempre ha existido, es normal que los viejos se vayan deshaciendo. Antes se decían que estaban chochos, viejos. Ahora hay una palabra terrible: alzheimer. Una palabra con un zeta, con una hache intercalada. Palabra del demonio. Tiene cierta poesía el alzheimer: igual que uno no empieza a existir realmente cuando nace, no guarda ningún recuerdo del día siguiente al nacimiento, sino que va surgiendo de forma borrosa, de una nebulosa de la que al final resulta una persona, este mal es el proceso inverso. No morirse de pronto, sino volver a adentrarse en esa nube, esa niebla, hasta llegar a la oscuridad de la muerte, a la nada primigenia. Una vida simétrica, igual al principio que al final. Un adulto que vuelve a ser un niño y muere en posición fetal.
Ayer, antes de despedirme Esteban me preguntó ¿hasta cuándo te quedas? Hasta el martes, le dije. Pensé que tal vez en nuestra próxima visita Esteban abra la puerta y no me reconozca. Que sea uno más en esas fotos que no entiende por qué guarda si no son suyas. Y como nuestra identidad es nuestra memoria, como somos memoria, entonces Esteban ya no existirá. Se habrá disuelto.
lunes, octubre 11, 2010
Supermarket
Me acuerdo mucho de aquel programa de la tele titulado Supermarket. No se si ustedes lo recuerdan: en un plató que era la réplica exacta de un supermercado (¿cuál es la diferencia entre una réplica exacta y el original?), los concursantes tenían que pasar varias pruebas a los mandos de un carrito de la compra. Ejemplos: buscar cierta colección de productos, o uno secreto escondido, o sumar en caja cierta cifra exacta de pesetas, porque entonces el mundo era joven y todavía gastábamos pesetas. Fomentaba el consumismo exacerbado, pero, in the other hand, lo presentaba Enrique Simón, que tenía una esplendorosa sonrisa llena de dientes y una voz como sintética (por cierto, ¿qué fue de Enrique Simón?).
Siempre que voy por Mercadona fantaseo con que soy un concursante de Supermarket y trato de encontrar mis objetivos con la máxima rapidez posible, eligiendo los mejores itinerarios en los pasillos, esquivando a los otros clientes, recortando en las curvas. La operación cotidiana de la compra se convierte en una misión fascinante.
Por lo demás, los supermercados me interesan mucho porque son una visión distorsionada de la realidad, es como la realidad vista a través de un caleidoscopio plastificado. En los supermercados no hay pollos, sino bandejas con muslos o pechugas o contramuslos, tampoco hay vacas, sino bandejas con filetes y bricks de leche, no hay gallinas sino cajas de huevos y no hay huertas, ni bosques, ni montes, ni naturaleza, sólo una sección de fruta y vegetales bien refrigerada. Un supermercado es una reducción demente del Cosmos. ¡Venden peces congelados!
Ahora, de niños, nunca conocemos la naturaleza de primera mano. Siempre a través del supermercado, que es la naturaleza hecha a imagen y semejanza del hombre, o, mejor, a imagen del capitalismo (¡oh!) occidental. Por eso, cuando vamos a la guardería nos enseñan los animales, y las plantas, y el sonido que hace cada uno de los bichos que pueblan la tierra, todo en videos y bonitos libros desplegables y coloreables, o en juguetes Fischer Price o peluches. La naturaleza está muy lejos, y, de no hacerlo así, las próximas generaciones pensarían que en los campos y en las granjas lo que pastan no son animales sino bandejas de poliestireno plastificadas con un precio puesto, en pesetas y en euros.
Siempre que voy por Mercadona fantaseo con que soy un concursante de Supermarket y trato de encontrar mis objetivos con la máxima rapidez posible, eligiendo los mejores itinerarios en los pasillos, esquivando a los otros clientes, recortando en las curvas. La operación cotidiana de la compra se convierte en una misión fascinante.
Por lo demás, los supermercados me interesan mucho porque son una visión distorsionada de la realidad, es como la realidad vista a través de un caleidoscopio plastificado. En los supermercados no hay pollos, sino bandejas con muslos o pechugas o contramuslos, tampoco hay vacas, sino bandejas con filetes y bricks de leche, no hay gallinas sino cajas de huevos y no hay huertas, ni bosques, ni montes, ni naturaleza, sólo una sección de fruta y vegetales bien refrigerada. Un supermercado es una reducción demente del Cosmos. ¡Venden peces congelados!
Ahora, de niños, nunca conocemos la naturaleza de primera mano. Siempre a través del supermercado, que es la naturaleza hecha a imagen y semejanza del hombre, o, mejor, a imagen del capitalismo (¡oh!) occidental. Por eso, cuando vamos a la guardería nos enseñan los animales, y las plantas, y el sonido que hace cada uno de los bichos que pueblan la tierra, todo en videos y bonitos libros desplegables y coloreables, o en juguetes Fischer Price o peluches. La naturaleza está muy lejos, y, de no hacerlo así, las próximas generaciones pensarían que en los campos y en las granjas lo que pastan no son animales sino bandejas de poliestireno plastificadas con un precio puesto, en pesetas y en euros.
miércoles, octubre 06, 2010
Imagínate tú
Imagínate que mañana te levantas, te duchas, y durante el desayuno, cuando, aburrida, te pones a leer los ingredientes y promociones en la caja de los corn flakes, como todas las mañanas, descubres que no hay nada impreso en el cartón. Entonces miras el brick de leche y ves que tampoco hay nada escrito, y que sólo sabes que es semidesnatada por el diseño en color azul. Tampoco se lee nada en la caja de galletas. Imagínate que bajas a la calle preocupada y el mundo parece extraño, en principio no sabes muy bien por qué, pero pronto caes en la cuenta de que han desaparecido los rótulos de todos los locales, y cuesta diferenciar un bar de una cafetería o de un restaurante de lujo, o una mercería de la oficina de correos. Corres al kiosco, imagínate, y han desparecido todos los textos, no sabes cuál periódico es cuál, ni puedes identificar al líder árabe que aparece en la página tres de uno de ellos, porque no hay pie de foto, ni titular, ni texto, nada, ni siquiera reconoces a la actriz maciza que aparece en la sección de cultura y que han premiado en Cannes, ni qué columna pertenece a cada columnista, porque ni hay columna ni ese vacío vertical viene firmado. En la bibliotecas la gente erra azorada entre pasillos de libros vacíos e intercambiables. En los hospitales los médicos escriben recetas en blanco, en las farmacias los farmacéuticos no encuentran los medicamentos sin probarlos con antelación. La gente muere por falta de fármacos o intoxicada por dosis equivocadas. Los escritores, desesperados, se arrojan desde sus altas torres de marfil. Las cosas del mundo, ya sin nombre, se van mezclando unas con otras formando una masa informe en la que todas se confunden. ¿Qué avión es el nuestro? ¿Cómo ver la versión original subtitulada? Imagínate ahora que vas corriendo al muro detrás del instituto (ahora desierto, ya sin textos) después de tantos años y descubres, que aparte del corazón, la flecha, escritos con rotulador a trazo grueso, no quedan nuestros nombres ni nada de lo poco que quedaba de lo nuestro.
viernes, octubre 01, 2010
De viaje
Viajé a hacer un reportaje a una capital de provincia. Durante el viaje de ida en autobús, fui ojeando mis anotaciones y algo de documentación para realizar el trabajo. Cuando llegué hacía una mañana esplendorosa. Le pregunté a una transeúnte como llegar al monasterio y me explicó que debía cruzar la calle y tomar un autobús de línea, el número 7. Seguí sus instrucciones y me coloqué junto con otras personas que esperaban, entre ellas dos chicas japonesas algo despistadas que parecían venir a hacer turismo. Como el autobús no acababa de llegar y habían pasado ya 15 minutos, opté por tomar un taxi. En unos minutos llegué al monasterio, donde me identifiqué como periodista. No tardó en bajar la jefa de prensa y una guía, con las que me había citado el día anterior desde la redacción. Me dieron una exhaustiva vuelta por el lugar y me explicaron todo tipo de detalles y anécdotas, para ser algo tan rematadamente aburrido como un monasterio de clausura, se podía sacar algo de interés. Luego tomé un taxi de vuelta al centro. Había calculado mal el tiempo y ahora tenía demasiadas horas vacías por delante antes de que saliera el autobús de vuelta, así que me dispuse a recorrer la ciudad. Fui a la catedral, curiosee por las tiendas de casco viejo, pensé que era una ciudad agradable aunque algo desangelada, sobre todo al mediodía, como todas las capitales de provincia. Cuando llegó el hambre decidí darme un homenaje y entré en una pizzería cara que tenía muy buena pinta. La decoración era muy cuidada y había cierta penumbra acogedora. Pedí una lasagna que estaba deliciosa y una copa de vino tinto. Después de comer me encendí un cigarro y me puse a leer el periódico, donde el caso Gürtel seguía copando la portada.
Luego fui al baño. Y en el baño lloré. Lloré desconsoladamente, como una explosión detrás de los ojos, lloré convulsamente, agarrándome el vientre, tapándome la cara con las manos, sollozando, lloré apoyando todo el peso de mi cuerpo contra la puerta, tapándome la boca para que no me oyera nadie, lloré en cuclillas con la frente apoyada en los antebrazos, no había forma de parar aquel llanto como vómito, aquel llanto que nacía en lo más profundo de mi estómago, aquel llanto como una presa que quiebra, y cae el agua y anega todo lo que encuentra en su camino, ese era mi llanto, un llanto de alimaña, de bestia herida, de trinchera. Lloré hasta quedar exhausto, hasta que toda la electricidad dejó mi cuerpo, mi cuerpo frágil y deshecho, y me quedé inerte. Me recompuse. Me lavé la cara. Me froté los ojos frente al espejo. Dejé de llorar y salí. Salí del baño.
Después pagué la comida y me dediqué a pasear. Estuve leyendo en un parque. La lugareñas me parecieron muy hermosas, con una belleza felina y ojos almendrados de aire italiano, de peli neorrealista, perdidas en medio de Castilla. Estuve en una librería y busqué una novela de Charles Baxter que no tenían. El librero me ofreció encargarla pero le expliqué que estaba de paso y que me marchaba en un rato. Fui caminando a la estación que estaba en el extrarradio. En el bar de enfrente, un bar cutre de capital de provincias, me tomé una caña y me reí en silencio de las chorradas que decían los parroquianos. Hice pis. Por fin llegó la hora irse. Tomé el bus y durante el viaje de vuelta fui admirando como el cielo castellano se iba volviendo naranja y violáceo y era sobrecogedora esa belleza.
Luego fui al baño. Y en el baño lloré. Lloré desconsoladamente, como una explosión detrás de los ojos, lloré convulsamente, agarrándome el vientre, tapándome la cara con las manos, sollozando, lloré apoyando todo el peso de mi cuerpo contra la puerta, tapándome la boca para que no me oyera nadie, lloré en cuclillas con la frente apoyada en los antebrazos, no había forma de parar aquel llanto como vómito, aquel llanto que nacía en lo más profundo de mi estómago, aquel llanto como una presa que quiebra, y cae el agua y anega todo lo que encuentra en su camino, ese era mi llanto, un llanto de alimaña, de bestia herida, de trinchera. Lloré hasta quedar exhausto, hasta que toda la electricidad dejó mi cuerpo, mi cuerpo frágil y deshecho, y me quedé inerte. Me recompuse. Me lavé la cara. Me froté los ojos frente al espejo. Dejé de llorar y salí. Salí del baño.
Después pagué la comida y me dediqué a pasear. Estuve leyendo en un parque. La lugareñas me parecieron muy hermosas, con una belleza felina y ojos almendrados de aire italiano, de peli neorrealista, perdidas en medio de Castilla. Estuve en una librería y busqué una novela de Charles Baxter que no tenían. El librero me ofreció encargarla pero le expliqué que estaba de paso y que me marchaba en un rato. Fui caminando a la estación que estaba en el extrarradio. En el bar de enfrente, un bar cutre de capital de provincias, me tomé una caña y me reí en silencio de las chorradas que decían los parroquianos. Hice pis. Por fin llegó la hora irse. Tomé el bus y durante el viaje de vuelta fui admirando como el cielo castellano se iba volviendo naranja y violáceo y era sobrecogedora esa belleza.
martes, septiembre 21, 2010
Chinobirriza tu mundo
Un día, Isaac del Valle Mogarra, en pie en una céntrica plaza de Madrid y aferrado firmemente a una lata de Mahou Clásica, dijo: han convertido a esta ciudad en un gigantesco bar. Alrededor un enjambre de chinos con bolsas de plástico revolteaban de grupo en grupo una y otra y otra vez vendiendo cerveza.
Los chinobirras vendiendo su chinobirras a un mísero euro; cuando las tiendas de alimentación ya te niegan el suministro, cuando los bares tienen precios desorbitados: hay están ellos. En Malasaña, en Chueca, en las esquinas de Gran Vía. Y los hindúes haciendo lo propio en el sur del Centro, en Lavapiés y en La Latina. Como dijo el clarividente Del Valle Mogarra, Madrid es un gigantesco bar cuando anochece, porque no hay nada que más le guste a los madrileños que salir a la calle y beber. Por eso hay celebraciones de campeonatos mundiales, y días del orgullo gay, y fiestas en cada barrio, y noches en blanco, incluso manifestaciones cualquier día por cualquier cosa. En la calle estamos mejor. Y eso lo ha sabido ver la hacendosa civilización amarilla.
Siempre imagino a un ejecutivo chino, enjuto y trajeado, en despacho en lo alto de un rascacielos de Shangai, con una acongojantes vistas a través del ventanal, la ciudad, el legendario río Yangtsé, los millones de luces de neón en el distrito de Pundong, todo arrodillado a sus pies. Y en su pared, un plano del centro de Madrid en el que coloca chinchetas: “quiero a un chinobirra aquí, en Alonso Martínez, y otro aquí, en la esquina de Fuencarral y Velarde, y otro aquí, al lado de esta puta de Valverde”. Él lo maneja todo.
Porque además de bar, Madrid es un gigantesco prostíbulo, con meretrices enseñando las carnes por el más puro centro, donde todo el mundo está también están ellas (¿por qué no? ¿habríamos de esconderlas? ¿acaso cambia la realidad porque se la oculte?), como sólo ocurre en ciudades grandes y viciosas, salvajes y extremas, sucias, como Madrid.
Por lo demás el centro de Madrid es como casi todo lo que puedas imaginar. Yo cuando venía con mamá de niño a resolver asuntos relacionados con la danza siempre asocié Madrid a este arte. Cuando vine a vivir lo asocié primero con el flamenco, luego con el techno. También lo asocié con las casas okupas y los movimientos revolucionarios. Lo asocié con la física y la literatura. Lo asocié con el periodismo y la moda y cocktails. Lo asocié con todo esto en diferentes momentos, porque todo está aquí, y según como se mire, junto y revuelto, a presión, las tiendas de cómics, los jugadores de rol, los siniestros, las tascas de copla, los extranjeros, el sadomaso, los africanos, los musicales, la comida hindú, todo lo que puedas imaginar está aquí, regado por la burbujeante mercancía de los chinobirras. Salud.
Los chinobirras vendiendo su chinobirras a un mísero euro; cuando las tiendas de alimentación ya te niegan el suministro, cuando los bares tienen precios desorbitados: hay están ellos. En Malasaña, en Chueca, en las esquinas de Gran Vía. Y los hindúes haciendo lo propio en el sur del Centro, en Lavapiés y en La Latina. Como dijo el clarividente Del Valle Mogarra, Madrid es un gigantesco bar cuando anochece, porque no hay nada que más le guste a los madrileños que salir a la calle y beber. Por eso hay celebraciones de campeonatos mundiales, y días del orgullo gay, y fiestas en cada barrio, y noches en blanco, incluso manifestaciones cualquier día por cualquier cosa. En la calle estamos mejor. Y eso lo ha sabido ver la hacendosa civilización amarilla.
Siempre imagino a un ejecutivo chino, enjuto y trajeado, en despacho en lo alto de un rascacielos de Shangai, con una acongojantes vistas a través del ventanal, la ciudad, el legendario río Yangtsé, los millones de luces de neón en el distrito de Pundong, todo arrodillado a sus pies. Y en su pared, un plano del centro de Madrid en el que coloca chinchetas: “quiero a un chinobirra aquí, en Alonso Martínez, y otro aquí, en la esquina de Fuencarral y Velarde, y otro aquí, al lado de esta puta de Valverde”. Él lo maneja todo.
Porque además de bar, Madrid es un gigantesco prostíbulo, con meretrices enseñando las carnes por el más puro centro, donde todo el mundo está también están ellas (¿por qué no? ¿habríamos de esconderlas? ¿acaso cambia la realidad porque se la oculte?), como sólo ocurre en ciudades grandes y viciosas, salvajes y extremas, sucias, como Madrid.
Por lo demás el centro de Madrid es como casi todo lo que puedas imaginar. Yo cuando venía con mamá de niño a resolver asuntos relacionados con la danza siempre asocié Madrid a este arte. Cuando vine a vivir lo asocié primero con el flamenco, luego con el techno. También lo asocié con las casas okupas y los movimientos revolucionarios. Lo asocié con la física y la literatura. Lo asocié con el periodismo y la moda y cocktails. Lo asocié con todo esto en diferentes momentos, porque todo está aquí, y según como se mire, junto y revuelto, a presión, las tiendas de cómics, los jugadores de rol, los siniestros, las tascas de copla, los extranjeros, el sadomaso, los africanos, los musicales, la comida hindú, todo lo que puedas imaginar está aquí, regado por la burbujeante mercancía de los chinobirras. Salud.
lunes, septiembre 13, 2010
La cultura sí da de comer
Lo que da de comer a la cultura española no son las subvenciones, ni las becas, ni las ayudas a la creación o similares. Lo que da de comer, en el sentido más estricto, a intelectuales y artistas patrios, poetastros, letraheridos, performers, videoartistas y demás fauna, son los canapés que se sirven en presentaciones, inauguraciones, estrenos, conferencias, ruedas de prensa y todo tipo de eventos culturales. Porque, ya se sabe, el arte difícilmente da de comer, y en una ciudad como, por ejemplo, Madrid, donde se reúne gran parte del colectivo, con un poco de fría planificación y sana picardía puede uno desayunar, comer y cenar a diario a expensas de las instituciones promotoras de la cultura.
Un servidor, primero por motivos familiares, más tarde por amistades o afición, finalmente incluso por trabajo, siempre ha asistido habitualmente, desde niño, a este tipo de saraos. Cocktails, vinos españoles, refrigerios hay muchos, tantos como eventos, así uno se puede encontrar desde la austeridad de una copa de crianza y una triste rodaja de embutido, o ni siquiera eso, hasta grandes fastos con delicatesen de todo tipo, cienes y cienes de bebidas, o sushi y tempura, qué últimamente se estila mucho cuando se quiere quedar guay.
El público también es variado. Por lo general está mal visto que los más pudientes (los más ricos) o más poderosos (directores de museo, ministros de cultura, comisarios) coman o beban demasiado, suelen ser comedidos que ya tienen para comer en casa. Además pronto les viene un coche a recoger y trasladar a su correspondiente urbanización. Los que se quedan tomando posiciones estratégicas para asaltar las bandejas itinerantes son los canaperos: artistas, amigos de artistas, curiosos, interesaos, gente que pasaba por allí, estudiantes y ancianas. Las peores, como suele pasar, son las ancianas: recuerdo la inauguración de la expo de Juan Gris en el Reina Sofía cuando aquel grupo de jubiladas se apostó con cierta violencia, a codazo limpio, cerca de la puerta por la que salía el (exquisito) jamón y vació sistemáticamente todas las bandejas en sus bolsos. He de resañar que los mejores pincheos suelen ofrecerse en el centro cultural La Casa Encendida de Madrid. Los malos abundan por todo tipo de pequeñas librerías y galerías de arte.
Ahora la ultima moda es que la bebida que se ofrece sea un gin-tonic pijo que el barman tarda en preparar unos siete minutos. Con su cáscara de naranja o de limón impregnando los bordes del vaso, su angostura, su pepino, su tónica vertida sobre la parte convexa de una cuchara, todo su ceremonial cutre que ahora hace flipar a lo más granado, a la par que paleto, de la cultura capitalina. El problema con esto es que se forman una colas de la leche y para pedir una bebida tiene uno que esperar del orden de 40 minutos, eso sí, rodeado de interesantísimas obras de artes. Obviamente, no apetece tomarse una segunda. Que vuelvan las copas de toda la vida, tres piedras de hielo, alcohol, refresco, o simplemente, la cerveza, que yo a lo que voy a las exposiciones, como todos, es a beber y a tratar de olvidar todo esto.
Un servidor, primero por motivos familiares, más tarde por amistades o afición, finalmente incluso por trabajo, siempre ha asistido habitualmente, desde niño, a este tipo de saraos. Cocktails, vinos españoles, refrigerios hay muchos, tantos como eventos, así uno se puede encontrar desde la austeridad de una copa de crianza y una triste rodaja de embutido, o ni siquiera eso, hasta grandes fastos con delicatesen de todo tipo, cienes y cienes de bebidas, o sushi y tempura, qué últimamente se estila mucho cuando se quiere quedar guay.
El público también es variado. Por lo general está mal visto que los más pudientes (los más ricos) o más poderosos (directores de museo, ministros de cultura, comisarios) coman o beban demasiado, suelen ser comedidos que ya tienen para comer en casa. Además pronto les viene un coche a recoger y trasladar a su correspondiente urbanización. Los que se quedan tomando posiciones estratégicas para asaltar las bandejas itinerantes son los canaperos: artistas, amigos de artistas, curiosos, interesaos, gente que pasaba por allí, estudiantes y ancianas. Las peores, como suele pasar, son las ancianas: recuerdo la inauguración de la expo de Juan Gris en el Reina Sofía cuando aquel grupo de jubiladas se apostó con cierta violencia, a codazo limpio, cerca de la puerta por la que salía el (exquisito) jamón y vació sistemáticamente todas las bandejas en sus bolsos. He de resañar que los mejores pincheos suelen ofrecerse en el centro cultural La Casa Encendida de Madrid. Los malos abundan por todo tipo de pequeñas librerías y galerías de arte.
Ahora la ultima moda es que la bebida que se ofrece sea un gin-tonic pijo que el barman tarda en preparar unos siete minutos. Con su cáscara de naranja o de limón impregnando los bordes del vaso, su angostura, su pepino, su tónica vertida sobre la parte convexa de una cuchara, todo su ceremonial cutre que ahora hace flipar a lo más granado, a la par que paleto, de la cultura capitalina. El problema con esto es que se forman una colas de la leche y para pedir una bebida tiene uno que esperar del orden de 40 minutos, eso sí, rodeado de interesantísimas obras de artes. Obviamente, no apetece tomarse una segunda. Que vuelvan las copas de toda la vida, tres piedras de hielo, alcohol, refresco, o simplemente, la cerveza, que yo a lo que voy a las exposiciones, como todos, es a beber y a tratar de olvidar todo esto.
martes, septiembre 07, 2010
Mi amiga mutante
Tengo una amiga que es mutante: donde todos los demás tenemos los sobacos, ella tiene las axilas. Y eso no es todo, mi amiga vive en un mundo diferente y paralelo, en el que los ciegos no son ciegos, sino invidentes, y las cosas no decrecen, sino que crecen negativamente, y las parejas no rompen, sino que consideran que deben ver a otras personas durante algún tiempo.
En el sitio donde vive mi amiga –me lo ha contado en muchas cartas, que ella llama comunicaciones postales- no hay pobres ni hay ricos, sino que hay humildes y hay pudientes -qué maravilla- y no hay despidos masivos ni quiebras, sino expedientes de regulación de empleo y suspensiones de pagos. Últimamente ya ni siquiera hay suspensiones de pago, sino, abracadabra, concursos de acreedores. Mi amiga que vive al otro lado está muy guapa aunque tiene sus añitos porque en vez de arrugas tiene líneas de expresión facial (cuando sea vieja no será vieja, será uno de nuestros mayores). Tal cosa le permite, en vez de ser un buen zorrón, que es de lo que la tacharíamos aquí, ser solo un poco ligerita de cascos. En vez de follarse a cojos, mancos, tuertos y todo tipo de lisiados, mi amiga mantiene relaciones sexuales con discapacitados. Es su perversión, digo, su parafilia. Y en los lupanares, lo que hay son meretrices. ¿No es excelente?
Yo creo que me voy a ir a vivir a donde vive mi amiga, porque allí la gente no tiene resacas, sino migrañas, y nunca muere de cáncer o cosas chungas, postrada en una cama, enchufada a una máquina, atravesada de tubos; sino que fallece después de una dura batalla contra una grave enfermedad. Y si algo hay más auténtico allí, eso es la felicidad.
En el sitio donde vive mi amiga –me lo ha contado en muchas cartas, que ella llama comunicaciones postales- no hay pobres ni hay ricos, sino que hay humildes y hay pudientes -qué maravilla- y no hay despidos masivos ni quiebras, sino expedientes de regulación de empleo y suspensiones de pagos. Últimamente ya ni siquiera hay suspensiones de pago, sino, abracadabra, concursos de acreedores. Mi amiga que vive al otro lado está muy guapa aunque tiene sus añitos porque en vez de arrugas tiene líneas de expresión facial (cuando sea vieja no será vieja, será uno de nuestros mayores). Tal cosa le permite, en vez de ser un buen zorrón, que es de lo que la tacharíamos aquí, ser solo un poco ligerita de cascos. En vez de follarse a cojos, mancos, tuertos y todo tipo de lisiados, mi amiga mantiene relaciones sexuales con discapacitados. Es su perversión, digo, su parafilia. Y en los lupanares, lo que hay son meretrices. ¿No es excelente?
Yo creo que me voy a ir a vivir a donde vive mi amiga, porque allí la gente no tiene resacas, sino migrañas, y nunca muere de cáncer o cosas chungas, postrada en una cama, enchufada a una máquina, atravesada de tubos; sino que fallece después de una dura batalla contra una grave enfermedad. Y si algo hay más auténtico allí, eso es la felicidad.
lunes, agosto 30, 2010
Cittá di merda
Nápoles es sucio, ruidoso, cutre y caótico, como mi chabolo, como los escenarios que venían apareciendo en mis sueños hace tiempo, como la vida misma muchas veces. “Es como en los años 40” dicen algunos, “es como La Habana” (en el peor sentido de la palabra), dicen otros, “es la primera ciudad de África”, dicen los de más allá. Algunos italianos dicen “no contéis en España cómo es Nápoles”: se avergüenzan.
El barrio chungo aquí, muy pintoresco, se llama barrio español, un intrincado laberinto de callejuelas atravesadas de tendales de ropa húmeda por el que se matan los camorristi que fue construido en su momento para albergar a las tropas ibéricas, pues esta ciudad fue española durante dos siglos. “Más nos valía ser españoles”, dicen algunos napolitanos, porque, al parecer, cuando se fundó la República Italiana, Garibaldi y todo aquello, aquí empezó el declive. Las fachadas están llenas de desconchados y pintadas políticas: de los comunistas, de los camorristas, del movimiento de insurgencia civil que lucha contra las desigualdades entre el norte y el sur de Italia. Por el empedrado irregular y lleno de socavones de las calles se caen las viejas, y eso que aquí las viejas son muy duras. Un señor con tres dientes pincha y vende discos piratas de Renato Carosone, de canción napolitana, de tarantela, y las caóticas pizzas (aquí se invento la pizza, chavales) se desmoronan cuando la agarras de un extremo.
Es como una peli del neorrealismo italiano (por cierto, antes el neorrealismo imitaba a la realidad y ahora es la realidad la que imita al neorrealismo). La napolitanas (y no me refiero a las napolitanas de crema o chocolate, o a la pizza napolitana) son todas iguales y tienen el pelo rizado, la mirada felina y la piel bien requemada por el sol. Los napolitanos son vivarachos y llevan la camisa abierta hasta la barriga. Hay un viejo aire heroico en esta ciudad, en los edificios que fueron magníficos y ahora son ruinosos y decadentes. Huele a sal, huele a mar, gritan y venden pescados por las calles. Y la birra se llama birra, pero de verdad.
No sé, creo que me gustaría vivir aquí.
El barrio chungo aquí, muy pintoresco, se llama barrio español, un intrincado laberinto de callejuelas atravesadas de tendales de ropa húmeda por el que se matan los camorristi que fue construido en su momento para albergar a las tropas ibéricas, pues esta ciudad fue española durante dos siglos. “Más nos valía ser españoles”, dicen algunos napolitanos, porque, al parecer, cuando se fundó la República Italiana, Garibaldi y todo aquello, aquí empezó el declive. Las fachadas están llenas de desconchados y pintadas políticas: de los comunistas, de los camorristas, del movimiento de insurgencia civil que lucha contra las desigualdades entre el norte y el sur de Italia. Por el empedrado irregular y lleno de socavones de las calles se caen las viejas, y eso que aquí las viejas son muy duras. Un señor con tres dientes pincha y vende discos piratas de Renato Carosone, de canción napolitana, de tarantela, y las caóticas pizzas (aquí se invento la pizza, chavales) se desmoronan cuando la agarras de un extremo.
Es como una peli del neorrealismo italiano (por cierto, antes el neorrealismo imitaba a la realidad y ahora es la realidad la que imita al neorrealismo). La napolitanas (y no me refiero a las napolitanas de crema o chocolate, o a la pizza napolitana) son todas iguales y tienen el pelo rizado, la mirada felina y la piel bien requemada por el sol. Los napolitanos son vivarachos y llevan la camisa abierta hasta la barriga. Hay un viejo aire heroico en esta ciudad, en los edificios que fueron magníficos y ahora son ruinosos y decadentes. Huele a sal, huele a mar, gritan y venden pescados por las calles. Y la birra se llama birra, pero de verdad.
No sé, creo que me gustaría vivir aquí.
miércoles, agosto 18, 2010
El Corte Inglés y el espaciotiempo
Como todos los Cortes Ingleses son idénticos estar en uno de ellos es como estar en cualquiera de los demás. A veces da la impresión de que, como en aquel cuento de Millás sobre armarios, están todos interconectados, de tal forma que uno puede entrar por el de Granada (Carrera de la Virgen 20), por ejemplo, y salir por el de A Coruña (Ramón y Cajal 57). Incluso puede uno viajar a Portugal, donde la empresa ya tiene montados algunos de sus centros. Por lo demás, son útiles para combatir la morriña: yo hace tiempo que no la siento, pero cuando me vine a Madrid a veces apaciguaba mi nostalgia bajando a la calle y caminando hasta el Corte Inglés de Callao, o al de Argüelles, incluso al de Méndez Álvaro y allí, caminando entre el stand de Chanel y una mesa llena de best sellers (de mierda), sentía que estaba otra vez en el centro comercial Salesas, uno de los primeros de este calibre que se construyeron en España, en el que paseaba de niño con la TiaVicen o hacía la compra con mamá.
By the way, hace dos meses hice una cosa que pensé que nunca iba a hacer: cumplir 30 años. Parecía que el tiempo no iba a pasar, pero la principal característica del tiempo es, precisamente, que siempre, todo el rato, pasa. ¿Se acaba aquí la juventud o aguanta hasta los 35? El otro día un compañero me dijo que la juventud es un estado mental, pero a mí me sonó a wishful thinking, a discurso de autocomplacencia y autoconvencimiento. Sobre todo cuando la TiaVicen, octogenaria, dijo el otro día: “queremos llegar a viejos, no queremos morirnos y luego esta vida es una mierda”. O algo parecido, porque ella no dice mierda. A ver cómo le explicas lo de la actitud mental.
Cuando cumplí 20 años, pensé, absurdamente, que todo lo que merecía la pena había pasado, que los años interesantes habían quedado a mis espaldas y que todo lo había ya visto o hecho, y si no era todo, lo que quedada no tenía importancia. Se demostró falso, claro está, a mi la veintena me lleno de un gozo y una satisfacción inéditos. Ahora que cumplo 30 vuelvo a tener sentimientos crepusculares, vuelvo a pensar en mundos que se acaban, puertas que se cierran y cowboys perdiéndose en el horizonte, a la puesta de sol. Sé que vuelven a ser absurdos, pero así son los sentimientos, irracionales. Así que cuando me pongo tonto corro a refugiarme en un Corte Inglés, en el de Callao, en el de Argüelles, incluso en el de Méndez Álvaro, a ver si me da la impresión de que estoy en ese mismo Corte Inglés, pero con 10 años menos. Pero, claro está, no funciona.
By the way, hace dos meses hice una cosa que pensé que nunca iba a hacer: cumplir 30 años. Parecía que el tiempo no iba a pasar, pero la principal característica del tiempo es, precisamente, que siempre, todo el rato, pasa. ¿Se acaba aquí la juventud o aguanta hasta los 35? El otro día un compañero me dijo que la juventud es un estado mental, pero a mí me sonó a wishful thinking, a discurso de autocomplacencia y autoconvencimiento. Sobre todo cuando la TiaVicen, octogenaria, dijo el otro día: “queremos llegar a viejos, no queremos morirnos y luego esta vida es una mierda”. O algo parecido, porque ella no dice mierda. A ver cómo le explicas lo de la actitud mental.
Cuando cumplí 20 años, pensé, absurdamente, que todo lo que merecía la pena había pasado, que los años interesantes habían quedado a mis espaldas y que todo lo había ya visto o hecho, y si no era todo, lo que quedada no tenía importancia. Se demostró falso, claro está, a mi la veintena me lleno de un gozo y una satisfacción inéditos. Ahora que cumplo 30 vuelvo a tener sentimientos crepusculares, vuelvo a pensar en mundos que se acaban, puertas que se cierran y cowboys perdiéndose en el horizonte, a la puesta de sol. Sé que vuelven a ser absurdos, pero así son los sentimientos, irracionales. Así que cuando me pongo tonto corro a refugiarme en un Corte Inglés, en el de Callao, en el de Argüelles, incluso en el de Méndez Álvaro, a ver si me da la impresión de que estoy en ese mismo Corte Inglés, pero con 10 años menos. Pero, claro está, no funciona.
viernes, agosto 13, 2010
Horizonte de petróleo
En una pequeña cala de piedras gijonesa había tres adolescentes bien lozanos, un chico y dos chicas, echados, al sopor de la tarde Cantábrica, sobre una única toalla blanca. Dos de ellos, el chico y la morena, eran pareja, así que pasaban bastante rato comiéndose la boca, besándose como sólo se besa cuando confluyen el verano de la vida (esa juventud crepitante) y el verano astronómico (es decir, agosto). Durante esos ratos, bastante largos, en los que las lenguas de ambos se entrelazaban de cualquier manera posible, la tercera en discordia, la rubia, miraba al horizonte, la línea recta que separa el oscuro azul del mar del suave azul del cielo, o jugaba con las pequeñas piedras que formaban la playa. Parecía tranquila y sosegada y en ningún momento observaba a la pareja, como si allí no hubiera nadie invocando un soplido del fuego del infierno.
A pocos metros dos viejos pellejos contemplaban la escena(al igual que yo, apoyado en la barandilla del Paseo Marítimo)desde unas grandes rocas contra las que, un poco más allá, rompía el mar violentamente, haciéndose todo espuma. Sin ningún disimulo se habían sentado como espectadores, con sus carnes blandas y requemadas y sus pelos canosos, encarando a los tres jóvenes, a unos pocos metros pero, en realidad, mucho más lejos: desde el gélido invierno de la vida.
Al fondo un gran barco petrolero hacía equilibrios sobre el horizonte, parecía de mentira. Yo estaba a favor de eso.
A pocos metros dos viejos pellejos contemplaban la escena(al igual que yo, apoyado en la barandilla del Paseo Marítimo)desde unas grandes rocas contra las que, un poco más allá, rompía el mar violentamente, haciéndose todo espuma. Sin ningún disimulo se habían sentado como espectadores, con sus carnes blandas y requemadas y sus pelos canosos, encarando a los tres jóvenes, a unos pocos metros pero, en realidad, mucho más lejos: desde el gélido invierno de la vida.
Al fondo un gran barco petrolero hacía equilibrios sobre el horizonte, parecía de mentira. Yo estaba a favor de eso.
jueves, agosto 05, 2010
La lloca del Rinconín
En el Paseo Marítimo de Gijón, cuando la ciudad acaba y el paseo continúa por una zona de fincas, playas de piedras, chalets y restaurantes bautizada como El Rinconín, hay una estatua llamada Monumento a la madre del emigrante, de Ramón Muriedas. De niño iba con mi madre a menudo a visitar aquella estatua que se recorta contra la brisa salada del Cantábrico. Mi madre siempre me explicaba, con lágrimas en los ojos, cómo le emocionaba la visión de aquella madre de emigrante que alza su mano contra el viento, contra el horizonte a través del cuál su hijo ha partido en busca de un futuro mejor. “Hay que ser madre para entender esa pérdida”, decía mamá limpiándose las lágrimas. Ayer volví, muchos años después, a visitar la estatua y, cómo no, mamá se puso automáticamente a llorar al contemplarla. Se trata de una mujer con el pelo alborotado por la brisa, vestida con una túnica andrajosa, de complexión famélica, que, como digo, alza su mano débilmente contra el horizonte, una mano derrotada, que a la vez que llama, trata de agarrar y se ve desvalida, rendida, a punto de caer de nuevo en el vacío, tal vez ese vacío que deja su hijo emigrante. Pero sobre todo, esa mirada...
Las gentes de Gijón, en buena muestra de su sensibilidad, apodaron hace años a esa estatua como La Lloca del Rinconín, es decir, la Loca del Rinconín, por su aspecto alucinado. No es de extrañar que posteriormente llamaran a aquel otro monumento de Chillida, titulado El Elogio del Horizonte, que, en el otro extremo de la ciudad también enfrenta el viento, como el Váter de King Kong.
Las gentes de Gijón, en buena muestra de su sensibilidad, apodaron hace años a esa estatua como La Lloca del Rinconín, es decir, la Loca del Rinconín, por su aspecto alucinado. No es de extrañar que posteriormente llamaran a aquel otro monumento de Chillida, titulado El Elogio del Horizonte, que, en el otro extremo de la ciudad también enfrenta el viento, como el Váter de King Kong.
jueves, julio 29, 2010
Los toros y el gato
Cómo imaginar que una cosa tan, aparentemente, nimia nos iba a afectar tan profundamente. De buena mañana me reuní en la calle Campomanes con Isabel, la fotógrafa, a la que no conocía pero con la que luego descubrí que compartía muchos amigos comunes(así es Oviedo). Cogimos su coche y pusimos rumbo a Cangas de Onís, donde nos esperaba Berta Piñán, a la que íbamos a entrevistar (y fotografiar).
En un tramo de carretera cercano a Cangas, mientras hablábamos de curros, de fotos o de cualquier trivialidad ví, ahí delante, casi sin verlo, cómo algo beige claro cruzaba la calzada con rapidez y se echaba encima del coche que venía enfrente en sentido contrario, un coche grande. Todo pasó muy rápido, en décimas de segundo, pero en aquel tiempo infinitesimal me dio tiempo a identificar aquella cosa como un gato y, según el coche de enfrente se acercaba hacia nosotros, pude ver un rastro de pelusas que iba dejando a su paso, pelusas color beige que revoloteaban caóticas y alegres a la luz de aquel intenso sol que se había abierto paso minutos antes entre las nubes. Como digo todo paso muy rápido: entonces lo que vimos delante nuestro fue el gato panza arriba, sacudido por violentas convulsiones. Le dije a Isabel que frenara, pues, atenta a la conducción, no se había percatado de lo que acontecía más adelante. Isabel aminoró y esquivó al gato agonizante -el gato estaba ahí, ahí delante-, miramos atrás y su cuerpo se perdió, como una bolsa de plástico vacía mecida por el viento entre las decenas de ruedas de los coches que nos seguían. Nos quedamos callados un rato, profundamente impresionados, luego dijimos qué fuerte, dijimos pobre gato, dijimos de nada servía parar… Intentamos retomar la conversación. ¿Qué es eso que decías de la piraguas?, le pregunté a Isabel, pero la conversación se apagaba al instante, y volvíamos a mirar por las ventanas, mudos, con una sola cosa en la cabeza: aquel gato convulso, su rostro apretado de miedo y dolor, las zarpas contraídas, boca arriba, arrojado sobre la línea discontínua de la carretera. El espectáculo de la muerte -estaba ahí, ahí delante-, un instante que casi no existe y que separa el ser de la nada, la existencia del vacío, sobre el asfalto caliente.
La entrevista estuvo muy bien: la poetisa resulto ser ultramaja, hospitalaria, profunda y campechana, con una conversación ágil y llena de recovecos. Luego sacamos fotos entre la maleza y las rocas, a la orilla del río Sella. En el camino de vuelta creímos ver un cuerpo peludo, beige e inerte en el arcén, pero ya no recordábamos si ese era el lugar donde sucedió el atropello o si realmente era aquel –o había sido- el gato que vimos morir, o al que vimos vivir sus últimos segundos.
Vuelvo a casa, le cuento a mamá la historia y me habla de cuando, no hace mucho, decapitó un gato que se le tiró delante del coche. Vi por el retrovisor la cabeza por un lado, el cuerpo por el otro, me dijo mamá, y luego se me soltaron las lágrimas hasta llegar a mi destino. Me duró mucho tiempo, aún me dura, la congoja de ese gato. A mí también, mientras escribo esto, me vuelve y me acongoja -el vello de punta- la imagen del gato beige en la carretera de Cangas.
Ayer prohibieron las corridas de toros en Cataluña. Sin embargo hay gente que desea seguir asistiendo a este espectáculo macabro. ¿Se hubieran emocionado ante la visión del gato beige? ¿Albergarían algún sentimiento ante la agonía del bicho? ¿Les hubiera tocado su zarpa moribunda, aunque sólo fuera un roce, el corazón? Se ha hablado mucho de los toros últimamente: la ética, la tradición, la identidad nacional, el arte, la cultura, la extinción de la especie. Yo sólo apelo a una cosa: la simple compasión. ¿Es mucho pedir al ser humano?
En un tramo de carretera cercano a Cangas, mientras hablábamos de curros, de fotos o de cualquier trivialidad ví, ahí delante, casi sin verlo, cómo algo beige claro cruzaba la calzada con rapidez y se echaba encima del coche que venía enfrente en sentido contrario, un coche grande. Todo pasó muy rápido, en décimas de segundo, pero en aquel tiempo infinitesimal me dio tiempo a identificar aquella cosa como un gato y, según el coche de enfrente se acercaba hacia nosotros, pude ver un rastro de pelusas que iba dejando a su paso, pelusas color beige que revoloteaban caóticas y alegres a la luz de aquel intenso sol que se había abierto paso minutos antes entre las nubes. Como digo todo paso muy rápido: entonces lo que vimos delante nuestro fue el gato panza arriba, sacudido por violentas convulsiones. Le dije a Isabel que frenara, pues, atenta a la conducción, no se había percatado de lo que acontecía más adelante. Isabel aminoró y esquivó al gato agonizante -el gato estaba ahí, ahí delante-, miramos atrás y su cuerpo se perdió, como una bolsa de plástico vacía mecida por el viento entre las decenas de ruedas de los coches que nos seguían. Nos quedamos callados un rato, profundamente impresionados, luego dijimos qué fuerte, dijimos pobre gato, dijimos de nada servía parar… Intentamos retomar la conversación. ¿Qué es eso que decías de la piraguas?, le pregunté a Isabel, pero la conversación se apagaba al instante, y volvíamos a mirar por las ventanas, mudos, con una sola cosa en la cabeza: aquel gato convulso, su rostro apretado de miedo y dolor, las zarpas contraídas, boca arriba, arrojado sobre la línea discontínua de la carretera. El espectáculo de la muerte -estaba ahí, ahí delante-, un instante que casi no existe y que separa el ser de la nada, la existencia del vacío, sobre el asfalto caliente.
La entrevista estuvo muy bien: la poetisa resulto ser ultramaja, hospitalaria, profunda y campechana, con una conversación ágil y llena de recovecos. Luego sacamos fotos entre la maleza y las rocas, a la orilla del río Sella. En el camino de vuelta creímos ver un cuerpo peludo, beige e inerte en el arcén, pero ya no recordábamos si ese era el lugar donde sucedió el atropello o si realmente era aquel –o había sido- el gato que vimos morir, o al que vimos vivir sus últimos segundos.
Vuelvo a casa, le cuento a mamá la historia y me habla de cuando, no hace mucho, decapitó un gato que se le tiró delante del coche. Vi por el retrovisor la cabeza por un lado, el cuerpo por el otro, me dijo mamá, y luego se me soltaron las lágrimas hasta llegar a mi destino. Me duró mucho tiempo, aún me dura, la congoja de ese gato. A mí también, mientras escribo esto, me vuelve y me acongoja -el vello de punta- la imagen del gato beige en la carretera de Cangas.
Ayer prohibieron las corridas de toros en Cataluña. Sin embargo hay gente que desea seguir asistiendo a este espectáculo macabro. ¿Se hubieran emocionado ante la visión del gato beige? ¿Albergarían algún sentimiento ante la agonía del bicho? ¿Les hubiera tocado su zarpa moribunda, aunque sólo fuera un roce, el corazón? Se ha hablado mucho de los toros últimamente: la ética, la tradición, la identidad nacional, el arte, la cultura, la extinción de la especie. Yo sólo apelo a una cosa: la simple compasión. ¿Es mucho pedir al ser humano?
sábado, julio 17, 2010
Menaje y hogar
El primero fue el tostador. Yo estaba cortando queso y pan sobre la encimera de la cocina a las nueve menos cuarto cuando oí una voz. Como estaba solo en casa me giré sobresaltado para comprobar si la voz procedía de uno de mis compañeros que había entrado en el piso sin que yo lo hubiera escuchado, absorto como estaba en la preparación de la frugal cena, pero allí no había nadie. El cubo de basura, el corcho de los recados, la nevera al fondo, su ligero rumor, nadie. Pensé que se trataba de una pequeña alucinación auditiva así que volví a lo mío. Al cabo de un rato, escuché de nuevo una voz ininteligible. Seguía sin haber nadie en la cocina, así que revisé la casa. Nada en el salón, nada en el baño, nada en los dormitorios. Volví al bocata y volvió la voz, pero esta vez me encontré de frente con su procedencia. El tostador, con su boca llena de restos de pan quemado, me estaba preguntando por ti. “¿Dónde está Emilia? ¿Dónde está Emilia? Antes estaba siempre aquí, atareada, cocinando para ti”
Algo aturdido me fui al salón, alucinando bellotas con la charla que no pude mantener con la tostadora. Entonces habló el sofá, levantando torpemente los cojines- y también me preguntó por Emilia y me recordó las cientos de noches en que los dos nos habíamos tendido, aburridos, sobre su superficie, viendo la tele hasta quedar extenuados, su cuerpo terso y cansado como un pajarillo, ese al que alguna vez odié. Puto sofa, pensé, y en el baño, mientras me lavaba la cara buscando algo de cordura, vi el reflejo de Emilia en el cristal en vez del mío y ese reflejo suyo decía: “ya me he ido, ya me he ido...”. Correteé horrorizado hasta mi cama que me dijo que aun guardaba un hueco para Emilia, entre mi cuerpo y la pared, toda drogada, y salí también de allí, pero ya todo me hablaba de Emilia, la mesa, el ordenador donde ella discutió con alguien que no respetaba las normas más básicas de la ortografía, la ducha en la que se limpiaba todo el rato, cada tablilla del parquet que ella pisaba como un gato, cuando aún vivía aquí.
Fue terrible: cada mueble, cada electrodoméstico, la terraza entera, todas las cosas de la casa hablaban de Emilia al mismo tiempo, y ya no entendía nada y trataba de taparme los oídos con las manos pero aquel coro de voces seguía allí, y me volvía loco. De pronto, el piso entero, como un monstruo, pronunció tu nombre: Emilia. Y la calle entera, y el barrio entero, y toda la ciudad, pronunció muy grave y lento tu nombre: Emilia.
Y después, en aquel silencio atronador pensé: tengo que romper con esta ciudad, con este barrio, con esta calle, con esta casa, con esta cama, con este cuerpo, sobre todo, con este cerebro e irme, por fin, al Nepal, por decir algo. Yo soy el que me voy.
Algo aturdido me fui al salón, alucinando bellotas con la charla que no pude mantener con la tostadora. Entonces habló el sofá, levantando torpemente los cojines- y también me preguntó por Emilia y me recordó las cientos de noches en que los dos nos habíamos tendido, aburridos, sobre su superficie, viendo la tele hasta quedar extenuados, su cuerpo terso y cansado como un pajarillo, ese al que alguna vez odié. Puto sofa, pensé, y en el baño, mientras me lavaba la cara buscando algo de cordura, vi el reflejo de Emilia en el cristal en vez del mío y ese reflejo suyo decía: “ya me he ido, ya me he ido...”. Correteé horrorizado hasta mi cama que me dijo que aun guardaba un hueco para Emilia, entre mi cuerpo y la pared, toda drogada, y salí también de allí, pero ya todo me hablaba de Emilia, la mesa, el ordenador donde ella discutió con alguien que no respetaba las normas más básicas de la ortografía, la ducha en la que se limpiaba todo el rato, cada tablilla del parquet que ella pisaba como un gato, cuando aún vivía aquí.
Fue terrible: cada mueble, cada electrodoméstico, la terraza entera, todas las cosas de la casa hablaban de Emilia al mismo tiempo, y ya no entendía nada y trataba de taparme los oídos con las manos pero aquel coro de voces seguía allí, y me volvía loco. De pronto, el piso entero, como un monstruo, pronunció tu nombre: Emilia. Y la calle entera, y el barrio entero, y toda la ciudad, pronunció muy grave y lento tu nombre: Emilia.
Y después, en aquel silencio atronador pensé: tengo que romper con esta ciudad, con este barrio, con esta calle, con esta casa, con esta cama, con este cuerpo, sobre todo, con este cerebro e irme, por fin, al Nepal, por decir algo. Yo soy el que me voy.
sábado, julio 03, 2010
Es tu manera de saltar de enredarte en los jirones
los pies descalzos apenas pisando sobre el humo la niebla
lo indefinido con ese salto tuyo que es casi vuelo
con ese vuelo tuyo que es casi aire
con ese aire mío que se vuela en remolino
esa manera de caminar aún sin rodillas ese aleteo tuyo
sin el asfalto que al final es medicina esa
manera de tocar lo que no tocas o que se toca tú
a ti misma, ¿cómo voy yo a poner suelo
a los andares tuyos? ¿qué hormigón
qué triste ingeniero proyectará un destino
para las palmas voladoras de tus pies?
hay un camino tuyo que bien podría ser mi lomo
mi vientre mi forma de pensar cómo caminas
las palabras pisa rotundamente estas palabras
que más que aun para ti
son rotundamente mías
me estás pisando por dentro
los pies descalzos apenas pisando sobre el humo la niebla
lo indefinido con ese salto tuyo que es casi vuelo
con ese vuelo tuyo que es casi aire
con ese aire mío que se vuela en remolino
esa manera de caminar aún sin rodillas ese aleteo tuyo
sin el asfalto que al final es medicina esa
manera de tocar lo que no tocas o que se toca tú
a ti misma, ¿cómo voy yo a poner suelo
a los andares tuyos? ¿qué hormigón
qué triste ingeniero proyectará un destino
para las palmas voladoras de tus pies?
hay un camino tuyo que bien podría ser mi lomo
mi vientre mi forma de pensar cómo caminas
las palabras pisa rotundamente estas palabras
que más que aun para ti
son rotundamente mías
me estás pisando por dentro
viernes, junio 25, 2010
Yo estoy dentro de la cama,
y dentro de mí hay un cerebro y dentro del cerebro
un laberinto blando, y dentro del laberinto estás tú,
perdida, chocando con las paredes, huyendo
del minotauro con un temblor de brisa,
de pequeño animal que tiembla.
Dentro de ese animal hay un vacío y dentro del vacío
está la piedra y dentro de la piedra hay una isla
y dentro un bosque por el que corres a oscuras,
entre ramas, zarzas, flores y encuentras la casa,
-porque dentro del bosque hay una casa- y dentro de la casa
hay una cama, y dentro estás tú misma, dormida,
convulsa, anestesiada y dentro de tu pecho hay un corazón,
y dentro del corazón hay un latido y un latido y un latido,
y entre dos latidos estoy yo, arrullado dulcemente entre las sábanas.
y dentro de mí hay un cerebro y dentro del cerebro
un laberinto blando, y dentro del laberinto estás tú,
perdida, chocando con las paredes, huyendo
del minotauro con un temblor de brisa,
de pequeño animal que tiembla.
Dentro de ese animal hay un vacío y dentro del vacío
está la piedra y dentro de la piedra hay una isla
y dentro un bosque por el que corres a oscuras,
entre ramas, zarzas, flores y encuentras la casa,
-porque dentro del bosque hay una casa- y dentro de la casa
hay una cama, y dentro estás tú misma, dormida,
convulsa, anestesiada y dentro de tu pecho hay un corazón,
y dentro del corazón hay un latido y un latido y un latido,
y entre dos latidos estoy yo, arrullado dulcemente entre las sábanas.
sábado, junio 19, 2010
Ensalada
A mí lo que me gusta es crear nuevos espacios donde desarrollar dinámicas heterodoxas enfocadas a la deconstrucción de la siempre problemática (y a veces traumática) naturaleza del significado, y su relación programática con otros paradigmas interculturales y/o científico técnicos. Sin dejar de lado, claro está, las múltiples implicaciones místicas que han aportado, para qué negarlo, un caldo de cultivo muy propicio para la proliferación de nuevas interpretaciones ontológicas de la delimitación del arte, la filosofía y la gastronomía, tal y como se entienden contemporáneamente en Occidente. Por ello, ante el momento de angustia existencial propio del hombre posmoderno y, no olvidemos esto, el cruce de caminos histórico que el nuevo escenario pornopoético presenta, animo a cualquiera que lea esto a tomar parte en una estructura rizomático-social que por fin, y a falta de iniciativas en ese sentido por parte de nuestros gobernantes, investigadores y actores sindicales, de una vez por todas, consiga delimitar la sustancia de los bollullos.
¡Adelante, compañeros!
¡Adelante, compañeros!
martes, junio 15, 2010
Ricky Martin en el país de los soviets
Esto sí que es un bonito sainete: resulta que el presidente venezolano Hugo Chávez dijo el otro día en su kilométrico programa televisivo Aló presidente que el cantante Ricky Martin era partidario suyo y que desde allí, desde su púlpito televisivo, le mandaba un saludo. Al parecer, días antes, en una cuenta de Twitter que supuestamente pertenece a Ricky, se declaraba“castrista y chavista”, “socialista” como su colega el cantante de Calle 13, René Pérez. Que ya estaba harto, decía, de estar en closets porque ya no le importaba lo que dijera la gente sobre él (recordemos que hace algunos meses había salido del armario y reconocido públicamente -a buenas horas- su homosexualidad).
En fin, que, “aunque no suelen desmentir las informaciones falsas que se difunden por la red”, esta vez, supongo que por el tamaño del agravio, desde su página web oficial se apresuraron a refutar las palabras Chávez - y del supuesto Twitter del cantante puertorriqueño. Dicen que Ricky Martin jamás se pronuncia sobre ningún tema de índole política, que respeta todos los credos y bla, bla, bla…
Lo que no sabemos a ciencia cierta es si Martin vive en una burbuja de cristal y eso de la política le suena a chino, si en realidad es un agente marxista leninista encubierto (un trasunto de Carlos el Chacal pero con mejor movimiento de caderas) que pretende destruir el capitalismo desde bien adentro (no olvidemos que va a interpretar a Che en una peli), si no quiere mojarse para no dejar de succionar ni un solo dólar de sus probables fans izquierdosos o si, simplemente, es tonto. Con lo del perro, la niña, la mantequilla e Isabel Gemio nos había generado menos dudas.
En fin, que, “aunque no suelen desmentir las informaciones falsas que se difunden por la red”, esta vez, supongo que por el tamaño del agravio, desde su página web oficial se apresuraron a refutar las palabras Chávez - y del supuesto Twitter del cantante puertorriqueño. Dicen que Ricky Martin jamás se pronuncia sobre ningún tema de índole política, que respeta todos los credos y bla, bla, bla…
Lo que no sabemos a ciencia cierta es si Martin vive en una burbuja de cristal y eso de la política le suena a chino, si en realidad es un agente marxista leninista encubierto (un trasunto de Carlos el Chacal pero con mejor movimiento de caderas) que pretende destruir el capitalismo desde bien adentro (no olvidemos que va a interpretar a Che en una peli), si no quiere mojarse para no dejar de succionar ni un solo dólar de sus probables fans izquierdosos o si, simplemente, es tonto. Con lo del perro, la niña, la mantequilla e Isabel Gemio nos había generado menos dudas.
miércoles, junio 09, 2010
21 /12 /2012
Bueno, bueno, pues parece que esto se acaba. Seguro que ustedes ya habrán oído hablar del asunto: el 21 de Diciembre de 2012, solsticio de invierno, se acaba el mundo tal y como lo conocemos: a tomar por culo, con perdón. No quiere esto decir que el planeta Tierra (o el Universo, ya puestos) vayan a desaparecer, sino que habrá cambios importantes, cataclismos (algunos dicen que para bien, para llegar a una nueva etapa de la conciencia, una era dorada) que harán que nada sea como era antes, es decir, como es ahora. Tal vez todo le vaya mejor al planeta a partir de esa fecha, pero, eso sí, una parte de la humanidad pagará para ello.
¿Cómo sabemos esto? Pues lo sabemos de buena tinta, o mejor que tinta, tallado en piedra: ese día finaliza el ciclo largo del calendario maya, que se inició 26.000 años antes, un ciclo que se relaciona con la precesión de los equinoccios, esto es, el movimiento en círculo del eje de rotación terrestre contra el fondo de cielo y que se toma precisamente ese tiempo en dar una vuelta (digamos, para entendernos, que la posición aparente de la estrella polar describe un círculo en el cielo cada 26.000 años por efecto del movimiento de peonza moribunda de la Tierra). Esto es lo que previeron los mayas hace varios siglos, claro.
Pero no nos hagamos la picha un lío, el caso es que en 2012 coinciden otros fenómenos astronómicos: la Tierra y el sol estarán alineados con el centro de la galaxia (cosa que calculo no tendrá ninguna influencia en el planeta), pero la actividad solar, ojito con esto, estará en un máximo. Cada 11 años el sol alcanza uno de estos máximos en su actividad magnética y esto se nota en el número de manchas solares, que pueden tomarse como un índice de esta actividad. El campo magnético se retuerce sobre si mismo y revienta, cambiando la polaridad de la estrella. El polo norte magnético pasa a ser sur y viceversa, emitiendo una onda de choque electromagnética. El viento solar, además, formado por partículas cargadas, protones y electrones -causantes de las hermosas auroras boreales-, azotará la Tierra con más virulencia de la habitual y fastidiará, probablemente, los tropecientos satélites que orbitan como un enjambre de abejas metálicas alrededor del planeta azul.
Ya se lo pueden imaginar, es algo parecido al tan cacareado a finales del siglo pasado Efecto 2.000, que iba a fastidiar, por un error de los más absurdos, toda nuestra tecnología, hasta las tostadoras. Lo que ahora encaramos es la desaparición de toda la estructura de telecomunicaciones con las fatales consecuencias que esto puede traer para la economía mundial, y más con la que está cayendo. Algunos paranoicos temen además desastres naturales a gran escala como los que se vienen produciendo últimamente, maremotos, volcanes, huracanes, el puto apocalipsis.
Total, que así las cosas, ya hay grupos de supervivientes del 2012 cavando búnkeres por doquier -en los alrededores de Madrid, por ejemplo-, y reuniendo víveres y provisiones para la verdadera Crisis que se avecina. Únanse a ellos o mueran, así de simple.
O hagan como yo y esperen al día siguiente para comentarlo, daiquiri en mano, en este, su humilde blog.
¿Cómo sabemos esto? Pues lo sabemos de buena tinta, o mejor que tinta, tallado en piedra: ese día finaliza el ciclo largo del calendario maya, que se inició 26.000 años antes, un ciclo que se relaciona con la precesión de los equinoccios, esto es, el movimiento en círculo del eje de rotación terrestre contra el fondo de cielo y que se toma precisamente ese tiempo en dar una vuelta (digamos, para entendernos, que la posición aparente de la estrella polar describe un círculo en el cielo cada 26.000 años por efecto del movimiento de peonza moribunda de la Tierra). Esto es lo que previeron los mayas hace varios siglos, claro.
Pero no nos hagamos la picha un lío, el caso es que en 2012 coinciden otros fenómenos astronómicos: la Tierra y el sol estarán alineados con el centro de la galaxia (cosa que calculo no tendrá ninguna influencia en el planeta), pero la actividad solar, ojito con esto, estará en un máximo. Cada 11 años el sol alcanza uno de estos máximos en su actividad magnética y esto se nota en el número de manchas solares, que pueden tomarse como un índice de esta actividad. El campo magnético se retuerce sobre si mismo y revienta, cambiando la polaridad de la estrella. El polo norte magnético pasa a ser sur y viceversa, emitiendo una onda de choque electromagnética. El viento solar, además, formado por partículas cargadas, protones y electrones -causantes de las hermosas auroras boreales-, azotará la Tierra con más virulencia de la habitual y fastidiará, probablemente, los tropecientos satélites que orbitan como un enjambre de abejas metálicas alrededor del planeta azul.
Ya se lo pueden imaginar, es algo parecido al tan cacareado a finales del siglo pasado Efecto 2.000, que iba a fastidiar, por un error de los más absurdos, toda nuestra tecnología, hasta las tostadoras. Lo que ahora encaramos es la desaparición de toda la estructura de telecomunicaciones con las fatales consecuencias que esto puede traer para la economía mundial, y más con la que está cayendo. Algunos paranoicos temen además desastres naturales a gran escala como los que se vienen produciendo últimamente, maremotos, volcanes, huracanes, el puto apocalipsis.
Total, que así las cosas, ya hay grupos de supervivientes del 2012 cavando búnkeres por doquier -en los alrededores de Madrid, por ejemplo-, y reuniendo víveres y provisiones para la verdadera Crisis que se avecina. Únanse a ellos o mueran, así de simple.
O hagan como yo y esperen al día siguiente para comentarlo, daiquiri en mano, en este, su humilde blog.
sábado, mayo 29, 2010
Televisión digital fascista
Era cierto. Un día cualquiera encendimos el televisor y había ocurrido: un ominoso letrero nos informaba de que la emisión tal y como la conocíamos había acabado y que necesitábamos un aparato de tdt para seguir disfrutando de la tele. Nosotros habíamos esperado el Apagón Analógico y el Advenimiento de la Tdt como se espera a la muerte a diario: haciendo oídos sordos, mirando para otro lado, actuando como si nunca fuera a suceder hasta que, claro, un día, ¡zas!, ya esta aquí.
Enseguida nos hicimos con el nuevo gadget llenos de esperanza: la tdt abría un campo inexplorado a gente como nosotros, que no disfrutaba de canales de pago y todavía vivía constreñida en el estrecho marco de las televisiones gratuitas y en abierto: las públicas, la autonómica y las privadas de toda la vida, seis canales o así. Ahora, de pronto, nos asomábamos al mundo (o el mundo se asomaba a nosotros) por tropecientos canales diferentes de nombres exóticos que aún no identificábamos y que nos hacían sentirnos, un poco, como paletos digitales.
Sin embargo, ¡oh desastre!, no tardamos en descubrir, en nuestra eterna perspicacia, que en aquella excitante maraña de siglas las novedades se encontraban principalmente en canales deportivos, canales para aprender inglés, muchos canales de teletienda, pero sobretodo, ¡oh, horror de los horrores!, multitud de canales carpetovetónicos, celtibéricos y ultramontanos.
Aún ignoro por qué, aunque me lo puedo imaginar, pero la parrilla de la tdt viene escandalosamente trufada de estos canales, léase Libertad Digital, Veo 7, Popular Tv, o (válgame Dios) Intereconomía. Si nos escandalizaba el discurso de Telemadrid, resulta que estos (manque televisión pública), eran unos pardillos comparados con el descaro de estos nuevos canales. Canales de bajo presupuesto en el que les basta un escenario cutre y tres o cuatro tertulianos ultraderechistas y algún sparring apocado y con poca verborrea de signo contrario para montarse un show de 24 horas de propaganda extrema, ladridos y dislates.
Comentando el otro día la jugada con un reputado politólogo, me decía que aunque parezca pintoresco, esto acaba calando entre la población. Decía también que el problema era que los radicales de derechas de la actualidad habían sido extremo izquierdistas en su juventud (léase Federico que retransmite su programa de radio de LD, flipa, y era rogelio), y conocían la importancia del agit prop, la utilización de los medios y, en fin, las ideas al respecto de Antonio Gramsci, que ahora usaban en su beneficio. Y que era algo, ese ataque total y extremista, que en EEUU tampoco les había ido mal, incluso en medio de los desastres de la Administración Bush. Ahí tienen ustedes al Tea Party, facción extremoderechista y peligrosa de amable nombre.
En fin, la cosa puede resumirse en que se emite hasta un canal llamado María Visión, supongo que trasunto televisivo de Radio María, con los contenidos que ustedes pueden imaginar. O en aquel reportaje de Intereconomía, por llamarlo de alguna manera, en el que se arremetía contra el uso del condón en África porque el continente no gozaba de un clima fresco y seco para conservarlos y, además, la manicura de los africanos "dejaba mucho que desear", motivo por el que esos usuarios corrían el riesgo de rasgar los preservativos con las uñas antes de utilizarlos. Un ejemplo de periodismo de calidad al más puro estilo digital terrestre.
Enseguida nos hicimos con el nuevo gadget llenos de esperanza: la tdt abría un campo inexplorado a gente como nosotros, que no disfrutaba de canales de pago y todavía vivía constreñida en el estrecho marco de las televisiones gratuitas y en abierto: las públicas, la autonómica y las privadas de toda la vida, seis canales o así. Ahora, de pronto, nos asomábamos al mundo (o el mundo se asomaba a nosotros) por tropecientos canales diferentes de nombres exóticos que aún no identificábamos y que nos hacían sentirnos, un poco, como paletos digitales.
Sin embargo, ¡oh desastre!, no tardamos en descubrir, en nuestra eterna perspicacia, que en aquella excitante maraña de siglas las novedades se encontraban principalmente en canales deportivos, canales para aprender inglés, muchos canales de teletienda, pero sobretodo, ¡oh, horror de los horrores!, multitud de canales carpetovetónicos, celtibéricos y ultramontanos.
Aún ignoro por qué, aunque me lo puedo imaginar, pero la parrilla de la tdt viene escandalosamente trufada de estos canales, léase Libertad Digital, Veo 7, Popular Tv, o (válgame Dios) Intereconomía. Si nos escandalizaba el discurso de Telemadrid, resulta que estos (manque televisión pública), eran unos pardillos comparados con el descaro de estos nuevos canales. Canales de bajo presupuesto en el que les basta un escenario cutre y tres o cuatro tertulianos ultraderechistas y algún sparring apocado y con poca verborrea de signo contrario para montarse un show de 24 horas de propaganda extrema, ladridos y dislates.
Comentando el otro día la jugada con un reputado politólogo, me decía que aunque parezca pintoresco, esto acaba calando entre la población. Decía también que el problema era que los radicales de derechas de la actualidad habían sido extremo izquierdistas en su juventud (léase Federico que retransmite su programa de radio de LD, flipa, y era rogelio), y conocían la importancia del agit prop, la utilización de los medios y, en fin, las ideas al respecto de Antonio Gramsci, que ahora usaban en su beneficio. Y que era algo, ese ataque total y extremista, que en EEUU tampoco les había ido mal, incluso en medio de los desastres de la Administración Bush. Ahí tienen ustedes al Tea Party, facción extremoderechista y peligrosa de amable nombre.
En fin, la cosa puede resumirse en que se emite hasta un canal llamado María Visión, supongo que trasunto televisivo de Radio María, con los contenidos que ustedes pueden imaginar. O en aquel reportaje de Intereconomía, por llamarlo de alguna manera, en el que se arremetía contra el uso del condón en África porque el continente no gozaba de un clima fresco y seco para conservarlos y, además, la manicura de los africanos "dejaba mucho que desear", motivo por el que esos usuarios corrían el riesgo de rasgar los preservativos con las uñas antes de utilizarlos. Un ejemplo de periodismo de calidad al más puro estilo digital terrestre.
viernes, mayo 14, 2010
Envuelto en llamas
Por mucho que vuele aún me parece insólito volar. Esa máquina terrible y orgullosa que brinca contra el cielo arrastrando toneladas de metal, combustible, equipaje, electrónica, azafatas y carne humana, ese rugido implacable de la bestia oculta en los motores. Ya lo dije una vez: hay teorías científicas que lo explican, la Mecánica de los Fluidos, que tanto me costó aprobar aquella vez, la Ley de Bernouilli, el efecto Venturi, toda esa mierda, pero al final, nadie sabe, creo yo, por qué vuelan.
Tomar un avión tiene algo de ritual, de misticismo, también de campo de concentración: sacar la tarjeta de embarque, empujar el carrito, luchar contra el Imserso, tomarse un café, quitarse el cinturón y el DNI en el detector de metales, ponerse el cinturón, esta vez de seguridad, no fumar. Es un rito colectivo, religioso, moderno e industrial.
A mí no me gusta volar, me da miedo, un miedo que, aparte de estadísticas tranquilizadoras, domo cada vez que por motivos de trabajo o de placer, tengo que meterme en un avión. Porque el valiente no es el que no teme, sino el que enfrenta sus temores. Cuando el vuelo es plácido viajo regular, cuando es malo, sufro. Siempre vuelo inquieto, pero vuelo.
A pesar de esto, siento una fascinante fascinación por los aviones: no puedo dejar de mirarlos despegar con la cara pegada al ventanal, no puedo dejar ventanilla cuando vuelo. Es tan extraño estar a 10 kilómetros del suelo... Hay gente que viaja sin mirar lo que se ve, ese paisaje extraordinario, el mundo desde arriba, no les entiendo. Allá arriba, como ayer, no importaba nada, ni siquiera el tijeretazo de ZP, todo se sumía en un silencio extraño ante la extrañeza de que el mundo es mundo, de que sea como es, de que existan mantas de nubes, y planetas, y rayos de sol saliendo del horizonte a ultima hora, el rayo verde. Anoche, volviendo de hacer el reportaje, vi en la oscuridad de medianoche Avilés, Gijón y Oviedo todos juntos e iluminados, la línea de la costa hecha de luz, comprobando que los mapas son verdad, que son como nos cuentan, y eso solo se comprueba desde arriba, muy arriba.
Y si el avión, como siempre temo, se cae, qué forma tan hermosa de morir, cayendo desde el cielo, envuelto en llamas.
Tomar un avión tiene algo de ritual, de misticismo, también de campo de concentración: sacar la tarjeta de embarque, empujar el carrito, luchar contra el Imserso, tomarse un café, quitarse el cinturón y el DNI en el detector de metales, ponerse el cinturón, esta vez de seguridad, no fumar. Es un rito colectivo, religioso, moderno e industrial.
A mí no me gusta volar, me da miedo, un miedo que, aparte de estadísticas tranquilizadoras, domo cada vez que por motivos de trabajo o de placer, tengo que meterme en un avión. Porque el valiente no es el que no teme, sino el que enfrenta sus temores. Cuando el vuelo es plácido viajo regular, cuando es malo, sufro. Siempre vuelo inquieto, pero vuelo.
A pesar de esto, siento una fascinante fascinación por los aviones: no puedo dejar de mirarlos despegar con la cara pegada al ventanal, no puedo dejar ventanilla cuando vuelo. Es tan extraño estar a 10 kilómetros del suelo... Hay gente que viaja sin mirar lo que se ve, ese paisaje extraordinario, el mundo desde arriba, no les entiendo. Allá arriba, como ayer, no importaba nada, ni siquiera el tijeretazo de ZP, todo se sumía en un silencio extraño ante la extrañeza de que el mundo es mundo, de que sea como es, de que existan mantas de nubes, y planetas, y rayos de sol saliendo del horizonte a ultima hora, el rayo verde. Anoche, volviendo de hacer el reportaje, vi en la oscuridad de medianoche Avilés, Gijón y Oviedo todos juntos e iluminados, la línea de la costa hecha de luz, comprobando que los mapas son verdad, que son como nos cuentan, y eso solo se comprueba desde arriba, muy arriba.
Y si el avión, como siempre temo, se cae, qué forma tan hermosa de morir, cayendo desde el cielo, envuelto en llamas.
viernes, mayo 07, 2010
Con vistas al cielo
El edificio de El Corte Inglés de la plaza de Callao era durante la Guerra Civil un hotel donde se hospedaban los corresponsales extranjeros, entre ellos Ernest Hemingway, según contaba el otro día en Telemadrid un señor mayor que parecía saber lo que decía. (También informó a los telespectadores del cochambroso canal que en los bajos del edificio de enfrente, el Palacio de la Prensa, se compuso el tristemente célebre himno fascista Cara al Sol). Desde la terraza del edificio de El Corte Inglés, que ahora es la cafetería de los grandes almacenes, se domina una impresionante vista de Madrid: la Gran Vía que se tiende hasta la Plaza España, el Palacio y el Teatro Real, el mar de tejaditos madrileños, con sus antenas, sus buhardillas, sus azoteas, sus espacios absurdos, y la Casa de Campo, con su parque de atracciones y todo. Al fondo, las ciudades satélite que asoman en el horizonte y la sierra.
Lo sorprendente de la frontera Oeste de la capital es que se corta de repente, se acaba la ciudad y empieza la enorme extensión verde de la Casa de Campo que, por cierto, en ocho años de estancia aún no he visitado. No hay barrios periféricos, ni esas zonas disueltas que uno no sabe bien como calificar, si como polígono industrial, ciudad, autopista o erial. (Inciso: la semana pasada, en la entrega de los Premios Cajamadrid de Narrativa y Ensayo, en La Casaencendida, una de las jurado mencionó que alguien que no recuerdo había intentado en varias ocasiones salir de la ciudad a pie y no lo había conseguido, pues siempre que parecía que se aproximaba al borde surgía otra excrecencia de la urbe o una circunvalación que le cortaba el paso).
Lo bueno de la terraza de Callao, iba diciendo, a parte de que los corresponsales de antaño podían seguir la guerra en directo, puesto que se divisaba el frente, es que ahora cualquier mortal puede disfrutar libremente de las vistas mientras se toma algo en la cafetería. Al periodista Pablo León y a un servidor nos dio hace una buena temporada por intentar recuperar la sana costumbre de la merienda, que parece olvidada por las jóvenes e insensatas generaciones de españoles. Uno de esos días subimos a la terraza en pos de unas tortitas y recordé que, en una ocasión, hace ya unos años, me surgió una idea para un relato en ese escenario privilegiado.
La historia era como sigue: el narrador del relato, que en este caso concreto coincidía con el autor, que soy yo, subía las nueve plantas de El Corte Inglés hasta llegar a la cafetería. Allí me encontraba a mi padre, sentado en la zona de fumadores, agarrado a un Winston y a un gin-tonic, precisamente las cosas que le mataron hace ya quince años. Es curioso que mi papá se tomaba la ginebra con Schweppes, la tónica que se anuncia en la celebérrimas luces de neón multicolor que coronan el edificio Capitol, que se ve justo enfrente del ventanal. En primer momento, yo pensaba -en el relato- que su muerte había sido fingida y que en realidad nunca había muerto, pero papá, allí sentado, tan campante, tenía el mismo aspecto que antes de su muerte, como si no hubiera pasado el tiempo. Finalmente me confesaba que estaba muerto, pero que las cafeterías de El Corte Inglés era un punto de conexión entre el más allá y el más acá, por eso las ancianas siempre van allí a merendar, después del cine o la misa de ocho, para, ante su cercana muerte, ir haciendo contactos y un hueco en la intensa vida social del Cielo y, más aún, del Infierno. Además, claro está, de por la calidad de su servicio, sus productos, y por la garantía de calidad, eterna, que ofrece El Corte Inglés desde hace más de medio siglo a sus clientes.
Aquel día Pablo León y yo llegamos tarde y nos echaron amablemente, cosa que molestó a León, que casi inicia una disputa con el maitre. Una vez apaciguado, bajamos de nuevo a la calle y disfrutamos de un chocolate con churros en la chocolatería Valor, alegremente, sentados al aire libre. Por cierto, hace tiempo que no merendamos.
Lo sorprendente de la frontera Oeste de la capital es que se corta de repente, se acaba la ciudad y empieza la enorme extensión verde de la Casa de Campo que, por cierto, en ocho años de estancia aún no he visitado. No hay barrios periféricos, ni esas zonas disueltas que uno no sabe bien como calificar, si como polígono industrial, ciudad, autopista o erial. (Inciso: la semana pasada, en la entrega de los Premios Cajamadrid de Narrativa y Ensayo, en La Casaencendida, una de las jurado mencionó que alguien que no recuerdo había intentado en varias ocasiones salir de la ciudad a pie y no lo había conseguido, pues siempre que parecía que se aproximaba al borde surgía otra excrecencia de la urbe o una circunvalación que le cortaba el paso).
Lo bueno de la terraza de Callao, iba diciendo, a parte de que los corresponsales de antaño podían seguir la guerra en directo, puesto que se divisaba el frente, es que ahora cualquier mortal puede disfrutar libremente de las vistas mientras se toma algo en la cafetería. Al periodista Pablo León y a un servidor nos dio hace una buena temporada por intentar recuperar la sana costumbre de la merienda, que parece olvidada por las jóvenes e insensatas generaciones de españoles. Uno de esos días subimos a la terraza en pos de unas tortitas y recordé que, en una ocasión, hace ya unos años, me surgió una idea para un relato en ese escenario privilegiado.
La historia era como sigue: el narrador del relato, que en este caso concreto coincidía con el autor, que soy yo, subía las nueve plantas de El Corte Inglés hasta llegar a la cafetería. Allí me encontraba a mi padre, sentado en la zona de fumadores, agarrado a un Winston y a un gin-tonic, precisamente las cosas que le mataron hace ya quince años. Es curioso que mi papá se tomaba la ginebra con Schweppes, la tónica que se anuncia en la celebérrimas luces de neón multicolor que coronan el edificio Capitol, que se ve justo enfrente del ventanal. En primer momento, yo pensaba -en el relato- que su muerte había sido fingida y que en realidad nunca había muerto, pero papá, allí sentado, tan campante, tenía el mismo aspecto que antes de su muerte, como si no hubiera pasado el tiempo. Finalmente me confesaba que estaba muerto, pero que las cafeterías de El Corte Inglés era un punto de conexión entre el más allá y el más acá, por eso las ancianas siempre van allí a merendar, después del cine o la misa de ocho, para, ante su cercana muerte, ir haciendo contactos y un hueco en la intensa vida social del Cielo y, más aún, del Infierno. Además, claro está, de por la calidad de su servicio, sus productos, y por la garantía de calidad, eterna, que ofrece El Corte Inglés desde hace más de medio siglo a sus clientes.
Aquel día Pablo León y yo llegamos tarde y nos echaron amablemente, cosa que molestó a León, que casi inicia una disputa con el maitre. Una vez apaciguado, bajamos de nuevo a la calle y disfrutamos de un chocolate con churros en la chocolatería Valor, alegremente, sentados al aire libre. Por cierto, hace tiempo que no merendamos.
domingo, mayo 02, 2010
Fresh bankin'
De un tiempo a esta parte, Isaac del Valle Mogarra y un servidor venimos haciendo, o tratando de hacer, una revisitación (o refundación, que ahora se dice tanto) de un concepto tan tradicionalmente español como estar en la calle pasando el rato mirando a los que pasan. Todo empezó hace unos meses, cuando, hartos de no encontrar nuestro hueco en nuestras citas semanales (en día laborable) en ningún bar de Malasaña o ninguna de sus plazas más notables, adoptamos un banco en un triángulo urbano, cruce de tres calles, que el Ayuntamiento planea bautizar como plaza de Antonio Vega (tal vez por la proximidad del Penta, el horroroso bar que hizo célebre el artista), plan que no acaba de llevar a cabo quizás porque nadie se cree que eso sea una plaza. El sitio nos pareció ideal: un chino enfrente donde comprar las latas de cerveza, una sidrería abarrotada en la que colarse fácilmente a orinar, un pizzería en porciones para llenar el buche en caso de necesidad, máxima densidad de jóvenes transeúntes, muchos de ellos conocidos, y casi nula presencia policial.
Ustedes se preguntarán qué tiene de novedoso sentarse a pasar la tarde en un banco, tal y como hacen cientos de parados, inmigrantes, domingueros, adolescentes, ancianas y todo tipo de vecinos. Nosotros tampoco lo sabemos aún, pero por lo pronto lo hemos bautizado como fresh bankin', el mismo slogan que utiliza la entidad financiera ING Direct en sus anaranjados anuncios televisivos, cosa que los situacionistas franceses hubieran calificado, en aquellos salvajes años 60, como un detournement, una desviación de las imágenes y discursos capitalistas para nuestro propio provecho. Por nuestra parte, Del Valle Mogarra y un servidor, que esperamos llegar a ser tan célebres como los heavies de Gran Vía, nos preguntamos qué sentido tiene ocupar una terraza abarrotada pagando cuatro o cinco veces más por nuestras consumiciones cuando podemos estar literalmente de cara al mundo (las mesas de las terrazas siempre reúnen a grupos cerrados, en círculo, dando la espalda a lo que acontece fuera) y en fuerte contacto con eso que hemos dado en llamar la vida cotidiana de la gran ciudad. Vengan a visitarnos, ahora que empieza el verano nos trasladaremos en ocasiones a un banco entre dos cubos de basura sito al comienzo de la populosa calle Argumosa, Lavapiés. El proyecto, a todas luces, se presenta lleno de prodigiosas posibilidades.
Ustedes se preguntarán qué tiene de novedoso sentarse a pasar la tarde en un banco, tal y como hacen cientos de parados, inmigrantes, domingueros, adolescentes, ancianas y todo tipo de vecinos. Nosotros tampoco lo sabemos aún, pero por lo pronto lo hemos bautizado como fresh bankin', el mismo slogan que utiliza la entidad financiera ING Direct en sus anaranjados anuncios televisivos, cosa que los situacionistas franceses hubieran calificado, en aquellos salvajes años 60, como un detournement, una desviación de las imágenes y discursos capitalistas para nuestro propio provecho. Por nuestra parte, Del Valle Mogarra y un servidor, que esperamos llegar a ser tan célebres como los heavies de Gran Vía, nos preguntamos qué sentido tiene ocupar una terraza abarrotada pagando cuatro o cinco veces más por nuestras consumiciones cuando podemos estar literalmente de cara al mundo (las mesas de las terrazas siempre reúnen a grupos cerrados, en círculo, dando la espalda a lo que acontece fuera) y en fuerte contacto con eso que hemos dado en llamar la vida cotidiana de la gran ciudad. Vengan a visitarnos, ahora que empieza el verano nos trasladaremos en ocasiones a un banco entre dos cubos de basura sito al comienzo de la populosa calle Argumosa, Lavapiés. El proyecto, a todas luces, se presenta lleno de prodigiosas posibilidades.
lunes, abril 26, 2010
Jacques Derrida y la tortilla española
Ah, por fin, en mi última visita Asturias tuve la fortuna de probar la celebérrima tortilla deconstruida. Si ustedes no han pasado los últimos años en Marte recordarán el revuelo que se formó hace unos años en torno a este plato tan posmoderno que se convirtió en icono de la cocina de autor, tanto que se le otorgó la autoría al ubicuo y sacrosanto Ferrán Adriá (que acabó desmitiendo tal extremo, aunque alabando, eso sí, a tan distinguido plato). La cosa, si no se lo imaginan, consiste en un recipiente estrecho, una copa de helado o algo semejante, una base de huevo batido crudo, líquido, en el que flotan cuadraditos de patata y cebolla frita (porque, sí, la tortilla española lleva cebolla). Para consumirlo, el comensal tiene que tratar de reunir con la cuchara los tres ingredientes y llevárselos a la boca, donde se conjugarán en una explosión de sabor tortillil. La verdad es que me gustó mucho.
Anyway, hay una confusión en torno al término deconstrucción (he de decir que en el lugar en que tomé la tortilla la habían bautizado, con mucha más tino, como desestructurada -también he sabido de un pote asturiano desestructurado que sirven en El Corral del Indianu, el restaurante de Jose Antonio Campoviejo, sito en Arriondas), que los incautos suelen tomar como contrario de construcción y sinónimo de desmontaje, por ejemplo.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: la deconstrucción, tal y como la conocemos, es un método de análisis de texto popularizado por el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida, conocido por la oscuridad de su prosa y ciertas pajas mentales, muy propias de su época (los 60-70-...) y su país, allende los pirineos. Como la deconstrucción es una cosa bastante abstrusa y sesuda (de la que mejor hablamos otros día) y se aplica a textos, no tiene sentido hablar de una tortilla deconstruida, aunque quién sabe, tal vez a Derrida le pareciera una idea sugerente considerar una tortilla española como algo semejante a un sistema simbólico y tratar de estudiar las variaciones históricas y acumulaciones metafóricas de un vulgar pincho. O incluso de un café con leche. Grandes posibilidades se abrirían entonces al pensamiento.
Hablando de esto, señalaba el otro día Pepe Monteserín en su columna de La Nueva España, un caso inverso. Mientras que Woody Allen en su film Deconstructing Harry sí se refería a la deconstrucción de Derrida, aquí, siempre tan avispados, la tradujimos como Desmontando a Harry. Justo lo que teníamos que haber hecho con la tortilla. Ñam.
Anyway, hay una confusión en torno al término deconstrucción (he de decir que en el lugar en que tomé la tortilla la habían bautizado, con mucha más tino, como desestructurada -también he sabido de un pote asturiano desestructurado que sirven en El Corral del Indianu, el restaurante de Jose Antonio Campoviejo, sito en Arriondas), que los incautos suelen tomar como contrario de construcción y sinónimo de desmontaje, por ejemplo.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: la deconstrucción, tal y como la conocemos, es un método de análisis de texto popularizado por el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida, conocido por la oscuridad de su prosa y ciertas pajas mentales, muy propias de su época (los 60-70-...) y su país, allende los pirineos. Como la deconstrucción es una cosa bastante abstrusa y sesuda (de la que mejor hablamos otros día) y se aplica a textos, no tiene sentido hablar de una tortilla deconstruida, aunque quién sabe, tal vez a Derrida le pareciera una idea sugerente considerar una tortilla española como algo semejante a un sistema simbólico y tratar de estudiar las variaciones históricas y acumulaciones metafóricas de un vulgar pincho. O incluso de un café con leche. Grandes posibilidades se abrirían entonces al pensamiento.
Hablando de esto, señalaba el otro día Pepe Monteserín en su columna de La Nueva España, un caso inverso. Mientras que Woody Allen en su film Deconstructing Harry sí se refería a la deconstrucción de Derrida, aquí, siempre tan avispados, la tradujimos como Desmontando a Harry. Justo lo que teníamos que haber hecho con la tortilla. Ñam.
viernes, abril 16, 2010
Bonduelle
Hoy se montó un mendigo en el vagón de metro, pero no era un mendigo al uso, era alto y guapo y trataba de vestir limpio y conjuntado, con cierta coquetería, se notaba que la suciedad que llevaba encima no era fruto de la desidia propia del vagabundeo sino de la mera imposibilidad de lavarse. Tenía cierto aire a Julio Cortázar, que no era guapo pero que sí era guapo. A mí Cortázar me recuerda a ciertos hombres pez que salen en los terroríficos relatos de H.P. Lovecraft, con los ojos tan separados, y a una terrorífica exnovia mía de la que no voy a hablar ahora, sin embargo, Cortázar era guapo por lo que escribía, por su encantador acento francés, su voz grave, su erres arrastradas, sus problemas de dicción, por ser un cronopio de casi dos metros, por eso lo queremos tanto. Es curioso cómo vemos guapa a gente que no lo es físicamente, simplemente por que los admiramos, o los queremos o, simplemente, después de mucho tiempo, nos acostumbramos a sus rostros. Como digo este mendigo se daba un aire a Cortázar, era igual de alto y tenía una melena repeinada y grasienta que se colocaba a cada poco mientras esperaba a que los viajeros (clientes se dice ahora) tomaran asiento. Contó, después de pedirnos que disculpásemos las molestias y desearnos un buen viaje, que acababa de salir de prisión y que no tenía dónde caerse muerto, pidió algún dinero para comer algo, alquilar una habitación en una pensión y darse una ducha –se notaba que estaba deseando darse una ducha, porque, como dije, se lo veía coqueto y pulcro-, dijo también que si alguien llevaba algo de comida encima –cosa harto improbable a mi parecer- también lo aceptaría. Por alguna razón me cayó en gracia este expresidiario y, cosa rara en mí, sobre todo con la que está cayendo, le di un euro íntegro, fui el único que le di dinero. Contra todo pronóstico, una señora que viajaba sentada sacó de su bolso una pequeña lata de maíz Bonduelle y se la dio al expresidiario, que la aceptó agradecido. Me pregunto por qué lo meterían en la trena. Algo haría...
miércoles, abril 14, 2010
Un matadero
Como de la tragedia, no somos conscientes de las dimensiones de las cosas. Giramos en una esquina del Universo y pocas veces miramos al cielo alucinados y pensamos más allá, las distancias son, de todas formas, insondables, no se agobien (o agóbiense, dice Kant que lo sublime viene cuando la imaginación no alcanza la magnitud de las cosas). Pero no hay que irse tan lejos: caminamos por la ciudad mirando el culo de quien tenemos delante, las zapatillas del que cruza, los titulares en los televisores, pero una ciudad es mucho más que el laberinto de calles al que nos han constreñido (ni siquiera somos conscientes de que vivimos encerrados en líneas urbanas que se cruzan, que sólo nos dan opción a ir hacia delante o hacia detrás, salvo que tomemos la libérrima decisión de cruzar la calle, ¡oh, libre albedrío!).
La ciudad es una bestia compleja, nos parece muy normal encender la luz y que se haga la luz, abrir el grifo y que salga el agua, como pequeños dioses orgullosos, pura magia. Para que eso ocurra, para que se haga patente el sortilegio, hay cientos de miles de metros de cable y tubería, centrales eléctricas, pantanos, grises funcionarios en la sombra, montañas de papeles burocráticos, cientos de interruptores en los que jamás pensamos. La ciudad también está llena de gente: vemos edificios sólidos e inertes, pero dentro, en cada uno de ellos, como colmenas, moran minúsculas vidas, en minúsculos salones, con sofas desvencijados, pósters, manteles de encaje, Playstations, figuras de Lladró de gondoleros, galanes y prostitutas. A mí, cuando camino y anochece, me gusta mirar las ventanas de las casas en las que se adivina luz: pocas veces se ve algo interesante, techos, mamposterías de escayola, la parte alta de ciertas estanterías, sombras, alguna cabeza que se cruza y se asoma a la ventana, y te devuelve, desafiante, la mirada. Entonces: sí, hay gente ahí.
Y la comida, ya lo dice el Lorca de Poeta en Nueva York, en unos versos casi periodísticos: “Todos los días se matan en NY cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes”. No somos conscientes del volumen de animales que comemos, ni sabemos de dónde vienen, debe haber en algún sitio enormes naves industriales llenas de bichos hacinados -aterrorizados por el olor de la muerte- listos para nuestro consumo. De niños nos enseñaron lo que era la gallina, la vaca, el cerdo en bonitos libros de colores, sin embargo, llegamos a adultos viendo hermosos filetes de añojo, lonchas de lomo adobado rojo infierno, o pollos rotando eternamente al calor de las rosticerías. No tendríamos lo huevos a matarlos con las manos, pero para eso ya existen matarifes (¿alguien conoce a un matarife?). Por lo demás, los mataderos que había dentro de la urbe, su arquitectura modernista, los convertimos en exclusivos centros de arte avant garde donde programar macroeventos de música electrónica avanzada en los que, eso sí, disfrutamos como animales.
Se me viene a la cabeza que tal vez el matadero es ahora la ciudad entera y nosotros aquellos agonizantes lorquianos, ya lo dijo Dámaso Alonso en los primeros versos de los Hijos de la Ira: “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Nota: ahora somos más de seis, incluso en primavera.
La ciudad es una bestia compleja, nos parece muy normal encender la luz y que se haga la luz, abrir el grifo y que salga el agua, como pequeños dioses orgullosos, pura magia. Para que eso ocurra, para que se haga patente el sortilegio, hay cientos de miles de metros de cable y tubería, centrales eléctricas, pantanos, grises funcionarios en la sombra, montañas de papeles burocráticos, cientos de interruptores en los que jamás pensamos. La ciudad también está llena de gente: vemos edificios sólidos e inertes, pero dentro, en cada uno de ellos, como colmenas, moran minúsculas vidas, en minúsculos salones, con sofas desvencijados, pósters, manteles de encaje, Playstations, figuras de Lladró de gondoleros, galanes y prostitutas. A mí, cuando camino y anochece, me gusta mirar las ventanas de las casas en las que se adivina luz: pocas veces se ve algo interesante, techos, mamposterías de escayola, la parte alta de ciertas estanterías, sombras, alguna cabeza que se cruza y se asoma a la ventana, y te devuelve, desafiante, la mirada. Entonces: sí, hay gente ahí.
Y la comida, ya lo dice el Lorca de Poeta en Nueva York, en unos versos casi periodísticos: “Todos los días se matan en NY cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes”. No somos conscientes del volumen de animales que comemos, ni sabemos de dónde vienen, debe haber en algún sitio enormes naves industriales llenas de bichos hacinados -aterrorizados por el olor de la muerte- listos para nuestro consumo. De niños nos enseñaron lo que era la gallina, la vaca, el cerdo en bonitos libros de colores, sin embargo, llegamos a adultos viendo hermosos filetes de añojo, lonchas de lomo adobado rojo infierno, o pollos rotando eternamente al calor de las rosticerías. No tendríamos lo huevos a matarlos con las manos, pero para eso ya existen matarifes (¿alguien conoce a un matarife?). Por lo demás, los mataderos que había dentro de la urbe, su arquitectura modernista, los convertimos en exclusivos centros de arte avant garde donde programar macroeventos de música electrónica avanzada en los que, eso sí, disfrutamos como animales.
Se me viene a la cabeza que tal vez el matadero es ahora la ciudad entera y nosotros aquellos agonizantes lorquianos, ya lo dijo Dámaso Alonso en los primeros versos de los Hijos de la Ira: “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Nota: ahora somos más de seis, incluso en primavera.
martes, abril 06, 2010
Asco
Como ustedes sabrán, en los suplementos culturales de los periódicos, en las revistas literarias, se prima reseñar lo bueno antes que lo malo. A falta de espacio, siempre es mejor recomendar algo aprovechable para el lector, que elegir algo para destruirlo en público, en plan circo romano. Con la excepción, claro está, de los grandes autores: si Muñoz Molina o Millás presentan su nueva novela y resulta ser una basura, es de ley airearlo a los cuatro vientos, que se vaya el tufo.
Por la demás, y tal vez base de leer tanto suplemento literario, yo soy más de ensalzar lo bueno que de criticar lo malo. Cuando era un adolescente combativo (como todos, supongo) me paseaba por ahí blandiendo un dedo acusador, señalando todo aquello que no molaba, que era retrógrado o comercial, que era una mierda. Sin embargo ahora me molestan las personas que, no siendo ya adolescentes ni mucho menos, siguen ejerciendo la crítica desaforada y adolescente por doquier. Da la impresión de que estar a la contra es la única forma que tienen de reafirmar su individualidad: yo contra el mundo. Y con esto no quiero decir que haya que aceptarlo todo o comulgar con ruedas de molino, ni mucho menos, pero un poquito de por favor, que la vida también está para disfrutarla.
Uno de los ámbitos en los que más me molesta esta actitud sombría es en el de la comida. Hay gente que va a un restaurante y en cuanto se sienta ya se está quejando de todo: del servicio, de la limpieza, de la calidad de la comida, de las esperas… A veces hay que reconocer que hay sitios donde se da mal de comer, pero yo prefiero ahorrarme las críticas hasta el final de la comida, hasta la digestión, cuando ya lo he probado todo y puedo formarme un juicio, digamos, panorámico. Sin embargo este tipo de gente ejerce la crítica en tiempo real, y va describiendo minuciosamente como cada plato, cada ingrediente, cada gesto del camarero les va incomodando. Al final la cosa te acaba dando asco. Aunque no sé si la comida o la compañía.
Por la demás, y tal vez base de leer tanto suplemento literario, yo soy más de ensalzar lo bueno que de criticar lo malo. Cuando era un adolescente combativo (como todos, supongo) me paseaba por ahí blandiendo un dedo acusador, señalando todo aquello que no molaba, que era retrógrado o comercial, que era una mierda. Sin embargo ahora me molestan las personas que, no siendo ya adolescentes ni mucho menos, siguen ejerciendo la crítica desaforada y adolescente por doquier. Da la impresión de que estar a la contra es la única forma que tienen de reafirmar su individualidad: yo contra el mundo. Y con esto no quiero decir que haya que aceptarlo todo o comulgar con ruedas de molino, ni mucho menos, pero un poquito de por favor, que la vida también está para disfrutarla.
Uno de los ámbitos en los que más me molesta esta actitud sombría es en el de la comida. Hay gente que va a un restaurante y en cuanto se sienta ya se está quejando de todo: del servicio, de la limpieza, de la calidad de la comida, de las esperas… A veces hay que reconocer que hay sitios donde se da mal de comer, pero yo prefiero ahorrarme las críticas hasta el final de la comida, hasta la digestión, cuando ya lo he probado todo y puedo formarme un juicio, digamos, panorámico. Sin embargo este tipo de gente ejerce la crítica en tiempo real, y va describiendo minuciosamente como cada plato, cada ingrediente, cada gesto del camarero les va incomodando. Al final la cosa te acaba dando asco. Aunque no sé si la comida o la compañía.
lunes, marzo 29, 2010
Videoclip
Nos gusta la música porque nos gustaría que la vida fuese un videoclip. Yo siempre me relato el futuro como si así fuera: me imagino cogiendo un coche en verano y viajando al sur, sacando la mano por la ventana y dejando que sea mecida por el viento, parando en polvorientas gasolineras y áreas de servicio, colocándome una botella de horchata congelada en los cojones, sudando, con gafas de sol y buena música de fondo. El pasado también me lo imagino así, claro (porque el pasado también se imagina). A veces uno se pone una canción, se enciende un piti y se queda inmóvil en la silla, con los ojos bien abiertos, casi sin parpadear, moviendo apenas el brazo para llevar, a cada rato, el cigarro a los labios, después al cenicero rebosante. El poder evocador de la música no tiene parangón, tan sólo es comparable con el de algunos olores, así que en ese momento uno no está mirando a ninguna parte, ni siquiera al aire que tiene delante, sino que está recordando todo lo que la música le trae a la cabeza, pero no en una narración continua como una novela, si en no imágenes entremezcladas, cortadas y editadas como en un videoclip, porque así se presentan los recuerdos, sobretodo cuando son arrancados del centro del cerebro por canciones, y porque además lo recuerdos son ficción, como los videoclips. También cuando uno se pone los auriculares y sale a caminar, entonces uno está en un video, yo soy de los que de pronto me sorprendo en el reflejo de los escaparates dando brincos con el subidón de turno, o cabeceando violentamente en el vagón metro al ritmo de un riff de guitarra descerebrado, no puedo evitar bailar cuando camino, ni ir canturreando, por eso me miran raro, porque quiero, como todos, que mi vida sea un videoclip.
jueves, marzo 25, 2010
Maldad
A mi ya hay pocas cosas que me emocionen, sin embargo, el otro día, ante mi sorpresa, algo consiguió tocarme dentro. Y no era una canción ni un poema, era la aprobación de la reforma sanitaria de Obama, mire usté. Al día siguiente, leyendo la crónica de Antonio Caño en El País -ni siquiera lo había visto por la tele, con el poder emotivo que a veces tienen las imágenes- se me humedecieron los ojillos cuando Obama explicaba cómo, desafiando los intereses ajenos, las empresas, los lobbys, habían conseguido llevar hacia delante aquel difícil asunto, y sacar a 32 millones de ciudadanos de la indigencia sanitaria. Sé que la reforma no es la hostia vista desde aquí, pero es un salto de gigante para los prósperos y tan paradójicos Estados Unidos. Recordé tantas charlas de taberna, tantos panfletos, tanta indignación e impotencia, tanta peli de Michael Moore denunciando los abusos de esas fantasmales y malvadas corporaciones. Y he aquí que aparece Barack Hussein Obama, el Negro, y les vence la partida, al menos en parte. Un hombre que no se preocupó por el precio político de su proyecto, de arruinar su carrera, de perder las elecciones: sólo de arreglar lo que había venido a arreglar. Como decía David Trueba, el presidente que antes de cada discurso para explicar la reforma se quitaba la chaqueta y se remangaba la camisa, como el obrero que va a bregar duramente con su tarea.
Obama juega en campo más grande que el de la política: juega en el campo de la sentimentalidad y la poesía, por eso es algo más que un político y puede emocionarte como sólo una canción o un poema lo haría. Por eso hacen camisetas.
Por lo demás a mi me da asco la gente que se queja de la Seguridad Social española. Que se retrasan las horas de visita, que hay mucha gente, que mi médico no me hace caso. Me dan asco por insolidarios (piensan que sólo viven ellos en este país) y por ignorantes (tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo). Cállense señoras. Y respecto a la actitud de los conservadores, que dijeron que la aprobación de la reforma era el mayor retroceso desde la Ley de Derechos Civiles (que otorgó igualdad a los negros), sólo me cabe pensar que su único móvil es la maldad. La más cruel y aberrante maldad.
Obama juega en campo más grande que el de la política: juega en el campo de la sentimentalidad y la poesía, por eso es algo más que un político y puede emocionarte como sólo una canción o un poema lo haría. Por eso hacen camisetas.
Por lo demás a mi me da asco la gente que se queja de la Seguridad Social española. Que se retrasan las horas de visita, que hay mucha gente, que mi médico no me hace caso. Me dan asco por insolidarios (piensan que sólo viven ellos en este país) y por ignorantes (tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo). Cállense señoras. Y respecto a la actitud de los conservadores, que dijeron que la aprobación de la reforma era el mayor retroceso desde la Ley de Derechos Civiles (que otorgó igualdad a los negros), sólo me cabe pensar que su único móvil es la maldad. La más cruel y aberrante maldad.
viernes, marzo 12, 2010
Magma
Como la roca madre de la Tierra, dijo él,
como el magma que se retuerce por debajo,
así será siempre nuestro amor,
encima de los demás estratos
pasarán las civilizaciones,
las catástrofes, las tormentas, los pétalos
de las flores irán cayendo año a año,
y los terremotos sacudirán el mundo,
y explotarán lejanas supernovas
en galaxias rotando a miles de años luz;
nacerán niños con mi nombre, morirán
mujeres bajo el tuyo y nadie sabrá nada.
Habrá incluso quien crea en otras cosas
que llamarán ingenuamente amor e incluso Dios.
Llegará el día en que no quede ni una sola huella
de nosotros, ni nada que mantenga
un solo recuerdo de lo nuestro,
ni una foto amarillenta, ni un poema como este,
ni un cerebro.
Pero incluso, dijo él, cuando todos los imperios hayan caído,
y no quede un rastro de vida en la superficie del planeta,
ahí seguirá dormido nuestro amor,
como el magma que gira y que bulle en el núcleo,
como la roca más dura, más tenaz, más madre,
más terrible
de la Tierra.
Por eso,
dijo ella,
para que siempre duerma,
no quiero verte más.
como el magma que se retuerce por debajo,
así será siempre nuestro amor,
encima de los demás estratos
pasarán las civilizaciones,
las catástrofes, las tormentas, los pétalos
de las flores irán cayendo año a año,
y los terremotos sacudirán el mundo,
y explotarán lejanas supernovas
en galaxias rotando a miles de años luz;
nacerán niños con mi nombre, morirán
mujeres bajo el tuyo y nadie sabrá nada.
Habrá incluso quien crea en otras cosas
que llamarán ingenuamente amor e incluso Dios.
Llegará el día en que no quede ni una sola huella
de nosotros, ni nada que mantenga
un solo recuerdo de lo nuestro,
ni una foto amarillenta, ni un poema como este,
ni un cerebro.
Pero incluso, dijo él, cuando todos los imperios hayan caído,
y no quede un rastro de vida en la superficie del planeta,
ahí seguirá dormido nuestro amor,
como el magma que gira y que bulle en el núcleo,
como la roca más dura, más tenaz, más madre,
más terrible
de la Tierra.
Por eso,
dijo ella,
para que siempre duerma,
no quiero verte más.
miércoles, marzo 10, 2010
Espía
Salgo a la calle al atardecer y me encamino hacia los lugares en los que he vivido antes. Lo hago a veces, cuando me asaltan inesperados ataques de melancolía o de nostalgia (otras veces no son tan inesperados, pues coinciden con resacas, problemas o tardes de domingo amarillentas), con la vana esperanza de encontrar algo, no sé muy bien el qué: el tiempo cambia los lugares, las personas y las cosas, y los sitios donde uno ha sido feliz o infeliz pierden su significado íntimo cuando ya no está allí quién compartió con nosotros esos momentos. Aunque si ese alguien retornase y viniera a ese mismo lugar de nuevo tampoco sería lo mismo. El tiempo cambia los lugares y las personas, pero aún más la combinación de ambos, que hace los cambios aún más evidentes. Triste ejercicio de la nostalgia, esta vuelta a comprobar que ya no queda nada, como si uno no lo supiera de antemano, como detenerse a escudriñar bien un cadáver.
Cuando vuelvo a Oviedo es evidente: ya no queda casi nadie de la gente que antes estaba, los comercios han cambiado, muchos de nuestros bares ya no tienen los mismos dueños -no son nuestros- y ya no se conoce a nadie por la calle. La ciudad se ha convertido en un escenario de cartón piedra en el que todos los actores han huido, y sólo quedan ya recuerdos por doquier en cada esquina. Y no es que aquellos tiempos fueran mejores o peores, la nostalgia no distingue de eso, siempre se duele del tiempo pasado, fuera bueno o fuera malo, eso, después mucho tiempo, da lo mismo. Es el miedo al tiempo que pasa, a su mero discurrir, el amor al tiempo vivido, y no tiene ningún remedio, si no que cada vez se agrava.
En Madrid camino hasta la casa de Ópera, o hasta la de Atocha. Pienso: debería subir a mi antigua casa, debería llamar al timbre y esperar a que alguien se asome, debería decirle a ese alguien, fuera quien fuera: déjame mirar mi antiguo cuarto ¿Quién vive ahí? ¿Cómo se llama? ¿Sabe todo lo que en otros tiempos pasó aquí? En la casa de Delicias incluso alcanzo a ver el salón a través del balconcillo, todos estos años he ido constatando los cambios en la pintura, en los trastos almacenados en el propio balcón, en la ropa que tienden los intrusos. A veces veo la sombra de uno pasar contra la pared del fondo, que ahora es blanca. ¿Quién será? ¿Qué hace ahí? ¿Fui yo cómo el alguna vez? ¿Me espía, como un exnovio celoso, algún viejo inquilino a través de las ventanas de mi casa?
Cuando vuelvo a Oviedo es evidente: ya no queda casi nadie de la gente que antes estaba, los comercios han cambiado, muchos de nuestros bares ya no tienen los mismos dueños -no son nuestros- y ya no se conoce a nadie por la calle. La ciudad se ha convertido en un escenario de cartón piedra en el que todos los actores han huido, y sólo quedan ya recuerdos por doquier en cada esquina. Y no es que aquellos tiempos fueran mejores o peores, la nostalgia no distingue de eso, siempre se duele del tiempo pasado, fuera bueno o fuera malo, eso, después mucho tiempo, da lo mismo. Es el miedo al tiempo que pasa, a su mero discurrir, el amor al tiempo vivido, y no tiene ningún remedio, si no que cada vez se agrava.
En Madrid camino hasta la casa de Ópera, o hasta la de Atocha. Pienso: debería subir a mi antigua casa, debería llamar al timbre y esperar a que alguien se asome, debería decirle a ese alguien, fuera quien fuera: déjame mirar mi antiguo cuarto ¿Quién vive ahí? ¿Cómo se llama? ¿Sabe todo lo que en otros tiempos pasó aquí? En la casa de Delicias incluso alcanzo a ver el salón a través del balconcillo, todos estos años he ido constatando los cambios en la pintura, en los trastos almacenados en el propio balcón, en la ropa que tienden los intrusos. A veces veo la sombra de uno pasar contra la pared del fondo, que ahora es blanca. ¿Quién será? ¿Qué hace ahí? ¿Fui yo cómo el alguna vez? ¿Me espía, como un exnovio celoso, algún viejo inquilino a través de las ventanas de mi casa?
jueves, marzo 04, 2010
martes, febrero 23, 2010
viaje al fin de la noche
Buscando un nuevo firmamento, abriremos un hueco en el suelo -ven, dame la mano -, huiremos de este mundo amarillento y cavaremos. Cavaremos con las manos y los dientes, con furia y sin relojes, con tierra en las uñas y en la boca. Cavaremos desnudos y silvestres buscando el centro del planeta, arderemos en el fuego del infierno -adiós al Diablo con la mano- y seguiremos. Sin dias y sin noches, cavaremos, cavaremos, escapando, todo estará oscuro -no has de tener miedo-, la única luz del mundo será de nuestros cuerpos: el sudor, el temblor, el aliento: cuando anochezca -aquí siempre es de noche- susurrarás canciones muy pequeñas en mi oido, me meceré en ellas -yo el pentagrama, tú la melodía- estaremos solos y trenzados como las raíces de un árbol milenario. Al final olvidaremos el propósito del viaje, o haré que lo olvidemos: las estrellas en el cielo al otro lado del planeta ya no importarán, nos quedaremos para siempre, en el medio, sin buscar una salida, huidos ya de todo, un temblor, un latido, el tacto de una espalda entre las piedras -quitate el pelo de la boca-, nuestros cuerpos juntos nuestros pies desnudos, la respiración caliente y cavernosa -me dan miedo las cuevas-, el cansancio que devasta, nos quedaremos mudos, en silencio, inmóviles, semillas - a ver si algo germina- en el seno de la tierra, -me quedo aquí contigo-, repito, para siempre.
jueves, febrero 11, 2010
Qué vida tan freelance (economía aplicada)
Siempre al hilo de la más rabiosa actualidad, mi economía se fue al garete al mismo tiempo que el derrumbe de la griega. ¿Se puede ser más contemporáneo? Deberían incluirme entre los países cerdos, ya saben los P.I.G.S. (Portugal, Irlanda (¿o era Italia?), Grecia y Spain). Aaaah, eran tan bonitos y relajantes los comienzos de la vida freelance, tan buen rolleros: libertad de horarios, asistencia a todos los saraos y canapeos del mundillo, resaca amarga, sí, pero amarga entre las calientes sábanas, pose intelectual… Pero, cómo diría Gil de Biedma, la triste realidad asoma, y el freelance se queda al descubierto y le entra ese síndrome de ansiedad tan común en el gremio. Hay que pensar más, y pensar a largo plazo y saber que todo forma parte de un ciclo largo en el que piensas hoy, escribes mañana, y cobras la semana que viene, todo esto en meses, claro, no en días (era una enriquecedora metáfora).
Temiendo que “esos países que no hacen los deberes” jodan la recuperación de la economía continental, los países de la zona euro se han puesto manos a la obra: primero reprimenda a Grecia y luego a pensar cómo ayudar, como un buen padre severo. Por supuesto, Merkel y Sarkozy no van a venir a rescatarme, ando enfadado con ellos, pero tal vez mamá y la TiaVicen, mutatis mutandis, me den una reprimenda e idéen un plan de rescate. Una ayuda, como la de Francia y Alemania, “que no será gratis”.
Qué vida tan freelance.
Temiendo que “esos países que no hacen los deberes” jodan la recuperación de la economía continental, los países de la zona euro se han puesto manos a la obra: primero reprimenda a Grecia y luego a pensar cómo ayudar, como un buen padre severo. Por supuesto, Merkel y Sarkozy no van a venir a rescatarme, ando enfadado con ellos, pero tal vez mamá y la TiaVicen, mutatis mutandis, me den una reprimenda e idéen un plan de rescate. Una ayuda, como la de Francia y Alemania, “que no será gratis”.
Qué vida tan freelance.
miércoles, enero 27, 2010
Epistemologías varias
Crees conocer una ciudad pero no conoces nada. Se puede comprobar en Google Earth: la superficie accesible al humilde ciudadano es un porcentaje mínimo: sólo están la calles. Pero luego, entre el laberinto de las calles, están los edificios y no sabemos qué contienen, quién vive ahí y por qué, cuanto pagan de alquiler, cuánto duermen, con qué sueñan, a quién, al despertar, desean: quiénes son. Y hay corralas con la ropa tendida y las voces de ventana a ventana se trenzan en las prendas húmedas, y los patios de luces sin luces, y los pasos de cebra sin cebras, y las canchas de los colegios, y los jardines internos de los monasterios donde salen a pastar las monjas. ¿Quiénes son las monjas?
Las piscinas de los complejos residenciales y esos espacios indeterminados de la periferia que no tienen nombre ni dueño, en los que se amontonan los hierros oxidados contra las malas hierbas y los violadores contra sus víctimas. Y los espacios ocupados por antenas e instalaciones eléctricas, y parabólicas y chimeneas y tuberías. Espacios anónimos de la ciudad a los que no tenemos acceso. Sólo conocemos, además, un tiempo de la ciudad, éste en el que vivimos. Pero en esa casa donde vives (o donde crees que vives) han vivido generaciones y generaciones de personas diminutas como tú que han paseado en los mismos bulevares, entre los mismos álamos, en días como hoy en los que muerde el invierno, y después se han muerto. Crees conocer una ciudad pero no conoces nada.
Crees conocer a una persona y sólo conoces su piel, sus manos, sus costumbres. Conoces su dirección postal y su número de móvil, su contacto en el Facebook y su marca de tabaco. Sabes lo que hace en días laborables y algo mejor lo que hace en los festivos. Conoces algo de su historia contada por su boca o por algún álbum de fotos amarillo, pero nunca estuviste ahí para saberlo. Sabes lo que dice que piensa pero no lo que piensa a oscuras, por la noche, cuando todo está en silencio y no llega el sueño. Oyes las palabras que te dice, pero no las que se dice a si misma en su cabeza. Crees conocer a una persona, pero no conoces nada.
Crees conocerte a ti mismo pero sólo conoces la piel del pensamiento. Y ¿quién de todas esas voces que resuenan muy adentro de tu cráneo eres tú? El cerebro es un intrincado laberinto del que van saliendo cosas al azar. Y ni siquiera puedes recordar todo lo que has visto o has vivido, y también están los sueños, qué misterio, que a saber de dónde salen y qué significado tienen, si es que al final tienen alguno y no es la propia descoordinación de la memoria. O las veces que perdemos el control y sale la bestia. O tantas noches sin ni siquiera ser tú mismo, ebrio de oscuridad y algunas lucecitas.
Crees conocerte a ti mismo y no conoces nada.
Las piscinas de los complejos residenciales y esos espacios indeterminados de la periferia que no tienen nombre ni dueño, en los que se amontonan los hierros oxidados contra las malas hierbas y los violadores contra sus víctimas. Y los espacios ocupados por antenas e instalaciones eléctricas, y parabólicas y chimeneas y tuberías. Espacios anónimos de la ciudad a los que no tenemos acceso. Sólo conocemos, además, un tiempo de la ciudad, éste en el que vivimos. Pero en esa casa donde vives (o donde crees que vives) han vivido generaciones y generaciones de personas diminutas como tú que han paseado en los mismos bulevares, entre los mismos álamos, en días como hoy en los que muerde el invierno, y después se han muerto. Crees conocer una ciudad pero no conoces nada.
Crees conocer a una persona y sólo conoces su piel, sus manos, sus costumbres. Conoces su dirección postal y su número de móvil, su contacto en el Facebook y su marca de tabaco. Sabes lo que hace en días laborables y algo mejor lo que hace en los festivos. Conoces algo de su historia contada por su boca o por algún álbum de fotos amarillo, pero nunca estuviste ahí para saberlo. Sabes lo que dice que piensa pero no lo que piensa a oscuras, por la noche, cuando todo está en silencio y no llega el sueño. Oyes las palabras que te dice, pero no las que se dice a si misma en su cabeza. Crees conocer a una persona, pero no conoces nada.
Crees conocerte a ti mismo pero sólo conoces la piel del pensamiento. Y ¿quién de todas esas voces que resuenan muy adentro de tu cráneo eres tú? El cerebro es un intrincado laberinto del que van saliendo cosas al azar. Y ni siquiera puedes recordar todo lo que has visto o has vivido, y también están los sueños, qué misterio, que a saber de dónde salen y qué significado tienen, si es que al final tienen alguno y no es la propia descoordinación de la memoria. O las veces que perdemos el control y sale la bestia. O tantas noches sin ni siquiera ser tú mismo, ebrio de oscuridad y algunas lucecitas.
Crees conocerte a ti mismo y no conoces nada.
jueves, enero 14, 2010
Acróbata y nocturna
Caótica y perfecta,
acróbata y nocturna:
amo a esta ciudad enferma.
Lamo su áspero asfalto,
a cuatro patas,
y palpo la grietas de su cielo herido.
Esta ciudad se sobrepasa a si misma
y se desborda.
La amo como un perro.
Esta ciudad no es solo la suma
de las cosas que contiene
(las personas, los mendigos,
los agujeros negros del techno,
una colección completa de delirios)
Es la suma de todo eso y algo más:
esta ciudad es una bestia horrenda
que me engulle al atardecer
y que devuelve
-delicada-
mi cuerpo desvalido
al alba.
Oigo su respiración ronca,
sus latidos,
se levanta furiosa sobre dos patas,
vibra mi miedo,
clava sus garras.
Caótica y perfecta,
acróbata y nocturna
amo a esta ciudad invertebrada.
Madrid:
quiero follármela.
acróbata y nocturna:
amo a esta ciudad enferma.
Lamo su áspero asfalto,
a cuatro patas,
y palpo la grietas de su cielo herido.
Esta ciudad se sobrepasa a si misma
y se desborda.
La amo como un perro.
Esta ciudad no es solo la suma
de las cosas que contiene
(las personas, los mendigos,
los agujeros negros del techno,
una colección completa de delirios)
Es la suma de todo eso y algo más:
esta ciudad es una bestia horrenda
que me engulle al atardecer
y que devuelve
-delicada-
mi cuerpo desvalido
al alba.
Oigo su respiración ronca,
sus latidos,
se levanta furiosa sobre dos patas,
vibra mi miedo,
clava sus garras.
Caótica y perfecta,
acróbata y nocturna
amo a esta ciudad invertebrada.
Madrid:
quiero follármela.
viernes, enero 08, 2010
Su cuerpo era un tren de mercancías, su cuerpo
era un hongo nuclear, su cuerpo era las nubes, las tardes
de domingo, el olor a gasolina, la ansiedad.
Su cuerpo
era una gota de rocío en un ortiga, su cuerpo era un yunque
y un martillo, su cuerpo era una pista de despegue,
su cuerpo era otro cielo, un vertedero, el filo de una espada,
un pétalo cayendo en espiral hacia un abismo. Su cuerpo
era un supermercado de descuento, su cuerpo era un narcótico,
una constelación de pecas al azar, su cuerpo era la barra de un bar
de última hora mordiendo la mañana, los planetas
giraban alrededor, y toda la galaxia,
y todo el Universo, su cuerpo
era el eje del Cosmos conocido, y la energía oscura,
su cuerpo suplía la ausencia de un mal Dios.
No se si me he explicado: su cuerpo lo era Todo.
Mi cuerpo,
sin su cuerpo,
ya no es Nada.
era un hongo nuclear, su cuerpo era las nubes, las tardes
de domingo, el olor a gasolina, la ansiedad.
Su cuerpo
era una gota de rocío en un ortiga, su cuerpo era un yunque
y un martillo, su cuerpo era una pista de despegue,
su cuerpo era otro cielo, un vertedero, el filo de una espada,
un pétalo cayendo en espiral hacia un abismo. Su cuerpo
era un supermercado de descuento, su cuerpo era un narcótico,
una constelación de pecas al azar, su cuerpo era la barra de un bar
de última hora mordiendo la mañana, los planetas
giraban alrededor, y toda la galaxia,
y todo el Universo, su cuerpo
era el eje del Cosmos conocido, y la energía oscura,
su cuerpo suplía la ausencia de un mal Dios.
No se si me he explicado: su cuerpo lo era Todo.
Mi cuerpo,
sin su cuerpo,
ya no es Nada.
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