Iba esta mañana caminando por la Avenida Complutense -hacía sol y fresquito-, cuando vi bajar a un conocido de un bus urbano, allá, veinte metros por delante. En la salida del metro una chica me había dado uno de esos periódicos gratuitos que reparten por las mañanas a los transeúntes y, como no deseaba entablar conversación con el tipo que dejaba el autobús, lo abrí y continué caminando tratando de parecer sumamente interesado en una columna sobre la psicología de los terroristas. Los terroristas malos, se entiende. Creí notar, por el rabillo del ojo, que el conocido se daba cuenta de mi presencia. Afortunadamente él tampoco tenía ganas de saludarme -hace años que no hablamos-, así que ralentizó el paso y me dejó, cortesmente, adelantarle. Me coloqué delante aún fingiendo estar sumido en la lectura y él permaneció buena parte del camino unos metros por detrás. Al llegar el semáforo, que mostraba al hombrecillo rojo, nos colocamos cada uno en un extremo del paso de cebra, separados por otros viandantes anónimos. Pasaron los coches y, cuando se puso de nuevo en verde, los dos nos quedamos clavados en nuestras posiciones por un instante, esperando a ver quien tomaba -como quien no quiere la cosa- la iniciativa. Finalmente el tipo arrancó y yo tardé todavía unos segundos en seguirle para evitar cualquier posibilidad de encuentro. Al llegar a la facultad cada uno tomó un pasillo diferente. Para no querer llevarnos estuvimos perfectamente sincronizados, trabajando como un reloj para no saber nada el uno del otro.
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